El Siglo de Oro, como la Guerra Fría, fue una época de espías. Madrid tenía la Europa de los siglos XVI y XVII llena de informadores. A veces, con presupuesto y personal para una misión importante, “de las que vienen de arriba”, como se dice. Otras, en forma de diplomáticos, funcionarios o simples buscavidas tentados a cambio de unos reales.
Las amenazas estaban en todas partes. Felipe II (1527-1598) lo sabía bien, porque había visto cómo su padre perdía la salud y el dinero tratando de evitar que sus enemigos despedazaran sus posesiones.
Por un lado estaba el expansionismo de los otomanos, que, desde que Francisco I de Francia (1494-1547) les ofreciera una base naval en Tolón, amenazaban el Mediterráneo más que nunca. Rodeada por tres costados por los Habsburgo, que gobernaban en Austria, los Países Bajos y la península, Francia estaba dispuesta a aliarse con cualquiera que contrarrestara su poder, incluso con los musulmanes. Inglaterra, por su parte, trataba de aprovechar los constantes levantamientos en Flandes y la ruptura protestante en el seno del Imperio para debilitarlo.
A España le tocaba jugar el papel de superpotencia, no solo en el campo militar, económico y diplomático; también en el de la inteligencia, que, como ahora, era una parte fundamental de la guerra. Por eso Felipe II invirtió más que nadie para tender una red de espías que atravesaba el continente. En lo más alto estaba el Consejo de Estado, que sería un análogo a lo que la CIA norteamericana fue durante la Guerra Fría.
Entre el alud de “avisos” –en la jerga oficial, informaciones sensibles y muchas veces cifradas– que llegaron al Consejo entre 1571 y 1586, hay un nombre que se repite varias veces. Es el de Giulio Cesare Brancaccio (1515-1586), que a los entendidos en música del Renacimiento posiblemente les sonará, pues fue un célebre cantante.
Por su oscuro timbre de voz hizo fortuna en Italia e incluso llegó a cantar con la célebre agrupación Concerto delle donne. El solista y profesor de música Richard Wistreich le dedicó el libro Warrior, Courtier, Singer: Giulio Cesare Brancaccio and the Performance of Identity in the Late Renaissance (2016), en el que recupera esta faceta casi olvidada de su biografía.
Porque, más que por esto, hasta ahora a los historiadores italianos les había interesado como militar que sirvió a varios países, tratadista sobre estrategia y sistemas defensivos, gran conocedor de las tácticas de batalla francesas y... espía. Lo que no está claro es para quién espiaba, si para Francia, para España o para ambas.
Nacido en el seno de la nobleza napolitana, entró en la milicia al servicio del Reino de Nápoles, por entonces dependiente de la monarquía hispánica. De ahí pasó a los ejércitos de Carlos V, aunque, antes de eso, durante un tiempo se empleó como cantante y actor aficionado, desempeñándose ante, entre otros, Fernando Sanseverino, el último príncipe de Salerno.
Enrolado en la flota del emperador, en 1535 participó en la reconquista hispánica de Túnez, que había sido tomada por el pirata otomano Barbarroja un año antes. Sin embargo, pocos meses después y sin un motivo aparente, desertó para ponerse del lado de los franceses. Ante estos afirmó hacerlo por parecerle inmoral el gobierno de los Habsburgo en Nápoles; a la luz de lo que se decía en España, algo difícil de creer.
Entre la correspondencia de Antonio Perrenot de Granvela, un cardenal que estuvo al servicio de la Corona, se conserva una carta posterior en la que alertaba de que, en 1533, Brancaccio había asesinado a un soldado español que agravió a su hermano Ottaviano. Si estuvo en la acción de Túnez y luego en Inglaterra, sería gracias a una especie de “tercer grado” penitenciario que le permitía servir en unidades de combate, una merced que él habría aprovechado para escapar a territorio francés.
Allí sirvió en distintas unidades militares, familiarizándose con sus tácticas de combate. Algo haría bien, porque no dejó de escalar hasta que Enrique II de Francia lo nombró gentilhombre, que era la persona que cada día despachaba con el rey los asuntos de gobierno.
Por eso es tan raro que en 1571 volviera a dejarlo todo para partir de nuevo hacia Italia y ofrecer sus servicios a la República de Venecia, entonces un aliado de España. Como explica Richard Wistreich en su libro, Brancaccio se justificaba con argumentos distintos en función de quién le preguntara. A algunos les decía que había regresado para reconciliarse con los Habsburgo; a otros, que era un simple oficial buscando compartir lo que había aprendido. No ayudaba a esclarecer las cosas un rumor que circulaba por las embajadas sobre una deuda impagada que lo habría obligado a abandonar la corte gala.
Aunque sospechaban que podía ser un agente francés, en Madrid no hicieron nada en su contra. Según explica la historiadora Alicia Cámara Muñoz en un artículo sobre el personaje, porque pensaron que le podían extraer información valiosa sobre las defensas francesas. Las tensiones con el país vecino estaban más vivas que nunca. Precisamente por esto, según apunta Wistreich, también cabe la posibilidad de que Brancaccio fuese uno de tantos oportunistas que trataban de arrimarse al bando vencedor.
Sea como fuere, el servicio diplomático español siguió sus movimientos mientras viajaba por Venecia, Viena, Turín y Florencia, oficialmente, ofreciendo sus conocimientos en materia militar. Cuáles eran esos conocimientos es otra cuestión.
El cardenal Granvela pensaba que ninguno, que Giulio era un vanidoso que llenaba sus escritos de velados elogios a sí mismo cuando nada de lo que proponía había sido probado en el campo de batalla. En su trabajo, Cámara Muñoz le da en parte la razón. En una época en la que ya todos sabían que las máquinas de guerra iban a ser fundamentales, Brancaccio se permitía el lujo de juzgarlas innecesarias.
Ahora bien, lo que se le daba de maravilla era venderse. Convenció al duque de Sessa, Antonio Fernández de Córdoba, y a Carlos de Aragón y Tagliavia, dos hombres fuertes del rey Felipe en Italia, de que era un militar inteligente al que convenía tener a favor.
Al cardenal Granvela también trató de seducirlo, aunque este no respondió a ninguna de sus cartas. Como decía en sus despachos, porque no se podía confiar en un hombre que había traicionado tanto al emperador Carlos V como a su hijo.
Se ignoró su sentir, pues en 1573 se permitió a Brancaccio reengancharse en una unidad española. Esta vez, para servir a las órdenes de don Juan de Austria en la segunda reconquista de Túnez.
Para su disgusto, con esto cerró su carrera militar. De ahí pasó al ducado de Ferrara (Italia), donde lo contrataron para cantar musica reservata, que era un estilo a cappella solo para cantantes dotados. Eso sí, le dejaron bien claro que no lo querían para que compartiera sus ideas sobre ingeniería o para que contara batallitas, sino exclusivamente para entretener al duque Alfonso II de Este.
Precisamente a él, que tanto le molestaba que le llamaran músico, pues se creía mucho más, no debió de resultarle fácil. Para mayor tortura, ¡estaba incluido como una condición de su contrato! Así pasó los últimos años de su vida, rebajado a lo que consideraba un oficio de sirvientes, y escribiendo a todas las cortes que pudo tratando de que alguna le tomara en serio. Nadie le respondió, y su pista se perdió en cuanto al servicio de espionaje español dejaron de interesarle sus andanzas.