En 1614, Lope de Vega (1562-1635) sabía que no podía seguir siendo el Cyrano de Bergerac de Luis Fernández de Córdoba, a la sazón duque de Sessa. “Me aseguraron que estaba en pecado mortal”, le advirtió a su amigo en una misiva. Y es que, desde hacía pocas semanas, era sacerdote. ¿Cómo iba a seguir escribiendo cartas de amor para las numerosas amantes del duque?
Quizá hubiera tenido un pase si fuera por una Roxane, como en el drama francés, pero no. Como un coleccionista, quería la pluma de Lope para seducir a todas las que pudiera. Lejos de ser un romántico, en lo amatorio Fernández de Córdoba era más bien un desaprensivo. Al menos, así lo describió Jose F. Acedo Castilla, académico de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras.
Igual que Lope, pensará cualquiera versado en sus líos de alcoba. Sí, pero no exactamente. Fue un hombre distraído, sin duda, pero en la misma medida en que fue constante. El literato Carmelo M. Bonet lo explicó en un artículo de principios del siglo pasado que casi parece una defensa del escritor. Si hubiera dos tipos de donjuanes, él sería de los que se entregan, y no solo en cuerpo, en cada uno de sus devaneos. Para Bonet, fue un romántico antes del Romanticismo, que vivió su vida en la tensión constante entre dos pulsiones: su pasión por las mujeres y su amor por lo divino.
Marido infiel y sacerdote también infiel, ahí está la verdad detrás de sus Rimas sacras (1614), historias de santos redimidos que, en realidad, solo sirvieron de espejo de su biografía. Y si en su obra aparece figuradamente, donde el Lope íntimo se hace evidente es en las cartas que se cruzó con el duque de Sessa, no como alcahuete, sino como amigo. Allí le hablaba de amor, de sexo y de sus últimas conquistas. Y cuando se hizo cura, de por qué ya no podía seguir siendo su, digamos, Cyrano.
Pero ¿cómo es posible que el autor más prolífico de su tiempo, el Fénix de los ingenios que llenó las salas de teatro, y del que Cervantes dijo que era un “monstruo de la naturaleza”, acabara en un embrollo tan esperpéntico?
Al principio, podría decirse que la irrupción de Luis Fernández de Córdoba en la vida del escritor, al que siempre faltaba el dinero, no pudo ser más oportuna. De hecho, de su segundo matrimonio, esta vez con Juana de Guardo (¿?-1613), la hija de un rico comerciante, muchos dijeron que fue por conveniencia. Entre ellos, el poeta Luis de Góngora, que tanto gusto hallaba en burlarse de los traspiés de Lope, y no le faltaba carnaza.
Para empezar, porque al instalarse en Toledo se había llevado consigo a sus dos mujeres. La otra, una actriz llamada Micaela de Luján (c. 1570- c. 1614), que también estaba casada y con la que tuvo, al menos, cinco hijos. Por supuesto, no vivían juntas, de modo que durante un tiempo tuvo que alquilar dos casas. A estos gastos, claro está, había que sumarle los otros hijos que tuvo (en total, quince, entre legítimos e ilegítimos) y sus escapadas nocturnas por las tabernas toledanas.
Por eso escribía tanto. Sonetos, epopeyas, novelas, poemas, comedias…, su obra literaria fue como un torrente, y nunca le faltó el trabajo. No en vano, en la época se decía “es de Lope”, en referencia a cualquier obra que fuera de calidad, y se popularizó un irreverente credo que rezaba: “Creo en Lope de Vega todopoderoso, poeta del cielo y de la tierra...”.
Esa era su fama cuando el duque de Sessa lo conoció, en el verano de 1605. Su encargo: que le escribiera las cartas de amor de las que él no era capaz. Pero no solo eso, pues con el tiempo acabó encargándole que repasara correspondencia sobre cuestiones de Estado. A cambio, y en una relación fructífera para ambos, el duque lo agasajaba con generosos regalos y lo patrocinaba en la corte.
Esto último era algo que no le venía nada mal para resarcir su maltrecha reputación en palacio, sobre todo, después de que en 1587 insultara públicamente a Elena Osorio, una antigua amante que lo había cambiado por un noble bien relacionado. “Una dama se vende a quien la quiera. / En almoneda está. ¿Quieren comprarla? / Su padre es quien la vende, que aunque calla / su madre la sirvió de pregonera”. Así decía el libelo que hizo correr por Madrid y que le costó un destierro de ocho años.
Una chiquillada si se compara con los amoríos de sus años de estudiante en la Universidad de Alcalá, de donde salió sin el título y ¡con una hija! Si entonces salió del paso trabajando de secretario para prohombres de la corte, años más tarde haría lo mismo para el duque de Sessa. La única diferencia, que ahora tenía muchas más bocas que alimentar.
Pero lo que empezó como una relación mecenas-artista, al final se acabó convirtiendo en una verdadera amistad. Según explicó el escritor y profesor Antonio Carreño en “Lope de Vega: ‘Rompa ya el silencio el dolor en mí’” (2019), un artículo sobre el escritor, ambos se explicaban sus escarceos amorosos, a veces con un nivel de detalle casi obsceno.
Aparte de eso, también una tentativa de asesinato que el Fénix sufrió en diciembre de 1611, cuando regresaba de una de sus tardes de borrachera por las tabernas del barrio de las letras. Aunque poco se sabe sobre esta intentona, sí que debió de ser especialmente traumática, pues llegó cuando su vida se derrumbaba por todas partes. Al poco tiempo falleció Carlos Félix –su hijo más querido–, y poco después, su esposa Juana. Ya viudo, fue entonces cuando aquel desvergonzado decidió hacerse sacerdote.
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Para la mayoría de los historiadores se trató de una reacción a la fuerte crisis existencial que atravesaba en ese momento. Lo mismo podría decirse de las Rimas sacras, la más célebre de las obras devotas que compuso durante aquellos años. Escrita cuando más confundido estaba, también es la más introspectiva.
En realidad, su ordenación no fue una espectacular caída del caballo, como la de san Pablo, sino un intento casi patético por resarcirse, y con poco éxito. Otra vez en sus cartas, Lope vuelve a hablar de ese dualismo irreconciliable que convivía dentro de él: “Yo he nacido en dos extremos, que son amar y aborrecer; no he tenido medio jamás... Yo estoy perdido, si en mi vida lo estuve, por alma y cuerpo de mujer, y Dios sabe con qué sentimiento mío, porque no sé cómo ha de ser ni durar esto, ni vivir sin gozarlo...”.
Este extremo de su personalidad es el que Antonio Sánchez Jiménez, autor de Lope: El verso y la vida (2018), analizó en una crítica a sus Rimas sacras. Bajo este prisma, nos explica Sánchez, las rimas se convierten en una biografía del propio autor en la que va deslizando sus propios pensamientos a través de los poemas que dedica a los santos.
Y al hacerlo, se atrevió a compararse nada más y nada menos que con María Magdalena. Igual que la redimida más famosa de la Biblia, Lope también se veía a sí mismo como un pecador contrito. Para explicarlo, Sánchez recupera estos versos del poeta: “Los dos con atención mirar podemos / tú la vana hermosura, y yo el engaño, / pues entonces de error fueron extremos / como ahora lo son de desengaño”.
Sin embargo, también es cierto que estas alegorías le resultaron muy beneficiosas, por hacerle caer simpático entre un público cuya cosmovisión del mundo venía definida por la Contrarreforma. Aunque eso no significa que no fuera sincero. Para muestra, la preocupación que le causaban sus cartas con el duque de Sessa. Metido a cura, ya no podía seguir enviándole las misivas subidas de tono sin romper con su conciencia.
Además, no era el único que sabía de ellas: “Yo escribo a Vex.ª ese papel aquella persona por el último: la razón es que como los confesores propios hilan tan delgado, les ha parecido no absolverme”. En efecto, su confesor le había negado la absolución por culpa del duque. Pero, poco le importaba a este último, que en reiteradas ocasiones siguió pidiéndole que le sirviera de alcahuete.
Sea como fuere, lo cierto es que no fue esa la causa de su última humillación pública. Otra vez más, y aunque ahora era sacerdote, volvió a encontrar un receptáculo para sus afectos. En este caso, una tal Amarilis, que aparecía recurrentemente en sus poemas, pero que no era un personaje de ficción.
Si Góngora acusó a Lope de bebedor, el novohispano Juan Ruiz de Alarcón lo llamó "viejo verde"
Según revelan las cartas, Amarilis resultó ser Marta de Nevares (c. 1591-1632), una joven madrileña de veinticinco años, de piel blanquísima, ojos verdes, el pelo rizado y unos pies y manos pequeños que la hacían encantadora. Y no fue un amor platónico, pues acabaron teniendo una hija juntos.
Como era de esperar, aquello fue la comidilla de Madrid, y, por supuesto, una vez más sus enemigos aprovecharon la ocasión para hacerle escarnio. Si Góngora lo acusó de bebedor, el novohispano Juan Ruiz de Alarcón lo llamó “viejo verde”, mofándose del concubinato con sus “martas”, escribió.
Sin embargo, si los últimos años del poeta fueron “sombríos”, como los definió Carmelo M. Bonet, no fue por eso, sino porque su amada Marta quedó ciega en 1626, y poco después perdió la cordura para acabar muriendo en 1632. Con la reputación muy dañada, Lope volvió a acudir a su mecenas para pedirle una vez más ayuda financiera.
Con la reputación muy dañada, Lope volvió a acudir a su mecenas para pedirle una vez más ayuda financiera
Esto es de lo último que aparece en las cartas entre los dos amigos, por lo demás, un documento inédito a su intimidad. La suya, atrapada entre lo moral y lo terrenal, entre lo divino y lo humano. Aunque Lope es siempre terreno fértil para los románticos, entre los más hermosos está este soneto que le dedicó a su Amarilis:
“Resuelta en polvo ya, mas siempre hermosa, / sin dejarme vivir, vive serena / aquella luz, que fue mi gloria y pena, / y me hace guerra, cuando en paz reposa (…) ¡Oh, memoria cruel de mis enojos!, / ¿qué honor te puede dar mi sentimiento, / en polvo convertidos sus despojos? / Permíteme callar solo un momento / que ya no tienen lágrimas mis ojos, / ni conceptos de amor mi pensamiento”.