¡Tongo! El grito que viajó de África a Argentina y luego a España

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Se dice que “tongo”, algo que vociferamos cuando creemos ver trampas, procede de los bajos fondos argentinos. Es cierto, pero si apuramos la etimología podemos llegar mucho más lejos

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La palabra "tongo" es herencia de una jerga callejera del Buenos Aires del siglo XIX, el lunfardo

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Por las “imprevisibles transformaciones del sentido primitivo de las palabras”, a Jorge Luis Borges (1899-1986) le parecía que no había casi ninguna disciplina de mayor interés que la etimología. Lo mismo pensaba san Agustín de Hipona (354-430), que por eso la llamaba la res nimis curiosa (una cosa muy curiosa).

Cómo no sorprenderse al descubrir que estúpido y estupefaciente provienen del latín stupeo, un verbo para aludir al que está aturdido; o, al aprender que asesino significa “adicto al hachís”, por ser ese el modo en que los árabes se referían a una secta siria que se narcotizaba para llevar a cabo encarnizadas venganzas políticas.

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¿Qué puede haber más inesperado que esto? Quizá descubrir aquellas expresiones que, a pesar de lo cambiante del lenguaje popular, han logrado mantener su significado en momentos y sociedades distintas.

Es lo que sucede con “tongo”, que es herencia de una jerga callejera del Buenos Aires del siglo XIX, el lunfardo. Muy lejos de allí, y mucho después, en la España contemporánea sigue manteniendo esa acepción de trampa, mentira o farsa.

Aunque ha caído en cierto desuso, hoy todavía podríamos escucharlo entre los gritos del público de algún sorteo, espectáculo o competencia si se cree que ha habido alguna suerte de injusticia.

Cómo no, un palabro así solo podía provenir de un ambiente delincuencial. Así lo piensan la mayoría de los lingüistas del lunfardo, que lo creen una invención de los presos en los penales rioplatenses (Río de la Plata, Argentina) para hablar a espaldas de los guardias.

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Pero, si vamos más allá del lunfardo, descubriremos que el vocablo tiene en realidad un origen africano. Como quilombo, milonga o chingar, expresiones porteñas perfectamente inteligibles para cualquier hispanohablante. Muchos creen que incluso el nombre del baile más célebre de ese país es de la misma procedencia.

Sí, hay una herencia africana que pervive en el lenguaje argentino. Porque, aunque nadie parecía recordarlo hasta que alguien preguntó “¿qué fue de los negros?”, hubo un tiempo en que en algunas ciudades argentinas la mitad de la población era africana.

Era el caso en el siglo XVIII, cuando los puertos del Río de la Plata recibían buques negreros procedentes de la costa occidental de África y del sur de Brasil. Años más tarde, no es que los negros se evaporaran, sino que sus rasgos físicos se diluyeron con la gran oleada de inmigrantes europeos de los siglos XIX y XX.

En el lenguaje, su marca estaba clara. Ya se sabía en la calle, aunque el primero que dejó constancia académica de ello fue el escritor Ricardo Rojas (1882-1957). En su Eurindia (1924) refería algunos argentinismos originarios del continente negro. Entre ellos figuraba el que tratamos aquí, con el mismo significado que conserva.

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Queda por contar cómo nuestra palabra salió de los conventillos rioplatenses (casas donde vivían varias familias pobres) y llegó a España. Aunque no está claro, es fácil pensar que fue fruto de la inmigración transatlántica.

De que se españolizó rápido no puede cabernos ninguna duda. Sirva la primera definición que le dio la RAE, allá por los años veinte: “Trampa que hace el pelotari o el jinete en las carreras de caballos, aceptando dinero para dejarse ganar”. Por estar presente en un juego tan popular como la pelota vasca, podemos deducir que a esas alturas ya se trataba de un término naturalizado, de uso popular.

El periodista Ramon Solsona lo demostró cuando, para un artículo de La Vanguardia, rastreó periódicos deportivos de inicios del siglo XX. Más que en la pelota vasca, en el boxeo resultó ser un término muy habitual. No es extraño, pues sobre pocos deportes se había extendido un manto de duda tan grande como sobre ese.

Ya no sucede, pero entonces era habitual ver a púgiles cayendo milagrosamente, al primer toque o corriente de aire. Otros podían pelear durante horas sin apenas hacerse un rasguño hasta que el público, que ya había aprendido a distinguir a los menos disimulados, gritaba: “¡Tongo, tongo!”.

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Aunque no fue solo por eso, con los años el boxeo acabó perdiendo popularidad en España. Pero, como explica Solsona, dejó tras de sí toda una fraseología que sigue muy viva. Ejemplo son expresiones como “tirar la toalla” o “dejar fuera de combate”. Y también aquel “tongo” lunfardo.

Tras este ejercicio de arqueología, seguro que la palabra ya nos invoca más pensamientos. Alguno incluso habrá reparado en que, como bachata o cachimba, tiene una fonética que evoca lo africano. Ahora sí, podemos sentirnos como Borges: “Un hombre que ha aprendido a agradecer las modestas limosnas de los días: el sueño, la rutina, el sabor del agua, una no sospechada etimología...”.

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