Aquel día de octubre de 1982, Larry Speakes, portavoz de la Casa Blanca, no esperaba esa pregunta. Hacía poco más de un año que la presidencia del conservador Ronald Reagan había echado a andar. Los temas candentes eran la reducción de impuestos, el adelgazamiento del Estado y el combate al comunismo allá donde estuviera. Además, el flanco social del Gobierno ya estaba cubierto por Nancy Reagan, rostro de la campaña antidrogas Just Say No (“simplemente, di no”).
La que el matrimonio presidencial mantuvo contra las drogas era una guerra cómoda, un escenario en el que sacar a relucir los valores republicanos sin entrar en contradicciones. Por eso Speakes no tenía ganas de meterse en ese tema.
Pero aquello era lo que los anglosajones llaman “the elephant in the room”, el tema candente que todos evitaban, al menos para Lester Kinsolving. El periodista sabía que la agencia nacional CDC (Centros para el Control y Prevención de Enfermedades) acababa de declarar que el sida había alcanzado la categoría de epidemia. “¿Sida? No tengo nada sobre eso”. La respuesta no satisfizo a Kinsolving, que aludió a la “plaga gay”.
Entre las risotadas de la sala, el periodista insistió: “Es una cosa bastante seria, uno de cada tres contagiados ha muerto, y me pregunto si el presidente es consciente de ello”. El portavoz zanjó el tema con un “No, no sé nada sobre esto, Lester”.
Tal vez no lo supiera, pero el sida había acabado ya con la vida de mil personas en Estados Unidos. En 1984 esa cifra se había cuadruplicado, y el crecimiento exponencial de los contagios auguraba un futuro difícil. El que sí advertía ese peligro era Bill Misenhimer, director del recién fundado AIDS Project Los Angeles (APLA), organización benéfica destinada a cuidar de los damnificados.
Una tarea difícil, más cuando el miedo y el odio relegaban a los pacientes a lo marginal, junto a prostitutas y drogadictos. Necesitaban una estrella que diera aceptabilidad a la causa, y Misenhimer la encontró donde menos cabría esperar.
Un personaje con tirón
Por su edad, Elizabeth Taylor (1932-2011) no era una actriz de las del nuevo Hollywood, el de los apellidos italianos, los directores gafapastas y los guiones libres de tabúes sobre el sexo o la violencia. Aunque había conseguido algún papel, colándose entre las Farrow y las Fonda, en el fondo era una diva de los años dorados de Hollywood. De adolescente había triunfado con su candidez en películas como Mujercitas (1949) o Fuego de juventud (1944), y, ya adulta, con espectaculares dramas históricos como Cleopatra (1963).
Sin embargo, el destino o la providencia la situaron en una guerra que, al principio, era cosa de “progres”. ¿Por qué ella? Como más tarde explicó Misenhimer a la revista Vanity Fair, porque en el mundo había tres personas con capacidad para arrastrar masas: la reina Isabel II, el papa y Elizabeth Taylor. Quizá no había sabido navegar en el Hollywood contracultural de los años ochenta, pero siempre había sido una buena actriz. Esto y una mediática vida personal, marcada por el alcohol y ocho matrimonios, evitaron que su hechizo se apagara.
Misenhimer la cazó cuando salía de una clínica de desintoxicación y barajaba abandonar la vida pública. Así se lo explicó ella misma a la periodista Nancy Collins en una entrevista de 1992 para Vanity Fair. Una pieza, además, que es un testimonio único sobre la irrupción del virus en la industria.
Taylor pensó: ¿por qué no postergar su despedida? Al fin y al cabo, su nombre seguía abriendo muchas puertas, y puesto que los paparazzi iban a seguir hostigándola hiciese lo que hiciese, decidió usarlos para hacer “algo de bien”. Como dijo a Collins, si la tenían que “joder” igualmente, al menos ella decidiría cómo.
Nunca había supeditado sus opiniones a su imagen pública. Tampoco cuando dio voz a la lucha contra el sida, una enfermedad que en algunas capas de la opinión pública generaba más rechazo que empatía.
A ella, que siempre había trabajado rodeada de homosexuales, todo aquello le parecía hipócrita. Más en su industria, pues “sin homosexuales no habría Hollywood”, le dijo a Collins. Por eso le dolía que, de repente, algunos dieran la espalda a antiguos compañeros de trabajo por tener una enfermedad de gais.
Mientras, la portavocía de la Casa Blanca seguía instalada en la negación. En otra rueda de prensa, en 1984, Speakes volvió a esquivar las preguntas de Kinsolving con socarronería: “¿Te has hecho el test?”. Cuando el periodista insistió, el portavoz zanjó el tema con que no sabía si la materia preocupaba al presidente y tampoco se lo había preguntado.
La ignorancia sobre el sida era la norma. Para empezar, apenas hacía cuatro años que un equipo de médicos de Los Ángeles había dado el primer parte oficial de una dolencia en ese momento desconocida. La descubrieron al toparse con varios pacientes –todos homosexuales– en los que coincidía un cuadro de neumonía y otro de sarcoma de Kaposi (un tumor maligno).
Si hasta entonces el sida había sido cosa de individuos anónimos, ahora emergía de la mano de un actor muy querido
Tampoco Taylor sabía demasiado sobre ella cuando supo que su amigo Rock Hudson la había contraído. Hostigado por la prensa, que ya sospechaba, el actor tuvo que anunciarlo públicamente. Si hasta entonces el sida había sido cosa de individuos anónimos, ahora emergía de la mano de un actor muy querido. Para la mayoría de los americanos, una dosis de realidad que sirvió para romper moldes.
Taylor sabía desde hacía años que Hudson era homosexual. Lo que desconocía era la forma de contagio de la enfermedad, y por eso formuló algunas preguntas al médico antes de entrar en la sala donde Hudson convalecía. Como explicó el doctor Gottlieb, le preocupaba lo que a todos: si era seguro besar, tocar… Y al escuchar que sí, fue exactamente lo que hizo.
Preguntar es lo que tendría que haber hecho Kinsolving antes de asistir a las ruedas de prensa. Así se habría ahorrado preguntas que solo contribuyeron a alimentar la rumorología falsa sobre el sida, incluyendo que se podía transmitir por la saliva. A Speakes, por su parte, las intervenciones del periodista se le acabaron haciendo pesadas. Bromeó con que su insistencia se debía a que él mismo era un fairy, un modo despectivo de referirse a un homosexual.
Ajena al ruido, Taylor se dispuso a hacer la tarea que la APLA le había encomendado. Necesitaban celebridades que participaran en una cena benéfica contra el sida, y ella sería el cebo. Llamó a todos sus contactos y, como reveló, nunca había recibido tantos noes. Hay quien dice que Frank Sinatra fue uno de ellos.
Hubo otros –Cyndi Lauper, Rod Stewart, Cher…– que dijeron que sí, y la gala acabó siendo un éxito. No obstante, en un evento de esta magnitud, se había echado en falta a la Casa Blanca. Taylor estuvo mandando cartas a la primera dama, que o le daba largas o le respondía de una forma más bien fría. La actriz sospechaba que el matrimonio Reagan se sentía incómodo con aquella enfermedad. Explicó a Collins que, en una llamada de cortesía al actor poco antes de que muriera, el presidente siguió refiriéndose a su dolencia como una hepatitis.
Llevó su tiempo y muchas cartas de Taylor, pero finalmente Reagan aceptó dar un discurso en la entrega de premios de la Fundación para la Investigación sobre el Sida (amfAR), que iba a celebrarse en 1987. Mucho se ha dicho sobre esa gala, entre otras cosas, que fue la primera vez que el presidente se atrevió a pronunciar en público la palabra sida, lo cual es falso.
En 1985 ya había hablado públicamente de la enfermedad, y ese mismo año prometió aumentar la ayuda a la investigación, algo que cumplió. Las críticas a Reagan se centran más bien en el tiempo que tardó en reaccionar y en cómo lo hizo inicialmente.
Era de esperar que la respuesta fuese torpe. En su partido había muchos reacios a recomendar el uso de condones. Algunos estados republicanos estaban empezando a aplicar leyes draconianas a los infectados, desde penas exageradas –y algo arbitrarias– para los que contagiaban a otros hasta multas por escupir, morder o arañar a alguien. A pesar de que el CDC ya había aclarado cómo se transmitía el virus, en 1985 el presidente insinuó que no estaba en contra de que los niños contagiados no fueran a las escuelas ordinarias.
Por todo ello, aquel día de mayo de 1987 el ambiente en la entrega de premios de la amfAR era algo tenso. Para empezar, el discurso de Reagan parecía hecho por un neófito en la materia. Por suerte para los organizadores, antes de que lo leyera, el equipo del presidente les dio permiso para que lo revisaran. Le recomendaron que no aludiese a las pruebas obligatorias. Aunque era una medida que gustaba al votante conservador, pocos médicos o abogados la secundaban.
Sin embargo, uno de los asesores del presidente incluyó una mención en el último momento. En cuanto Reagan la leyó, el público saltó de sus asientos en una sonada protesta. Al parecer, fue la propia actriz la que calmó los ánimos cuando manifestó: “No seáis maleducados, este es vuestro presidente y es nuestro invitado”.
Taylor disfrutaba de esas galas. Según contó un amigo, hacia el final de su vida eran lo único que la hacía salir de casa y mantenerse en forma. Y, si el objetivo era llamar la atención, nadie mejor que ella, proclive a las declaraciones impactantes.
Tampoco le avergonzaba hablar de su vida privada. A Collins le explicó que tanto ella como su marido –ya el octavo– no usaban preservativo porque “si eres fiel y has dado negativo un par de veces por el sida, creo que estás seguro”. Un carácter indómito, pasional y a veces demasiado lenguaraz, pero que hizo cuanto pudo para normalizar esa enfermedad.
Citas de Elizabeth Taylor en su lucha contra el sida 1