Las Ramblas de Barcelona (o “la Rambla”) han sido durante siglos territorio fronterizo. En época medieval eran un pestilente desaguadero, más allá de la muralla, solo apto para algún mercadillo itinerante. Durante el franquismo, una frontera imaginaria entre lo aceptable y lo indeseable antes de adentrarse en el Barrio Chino, refugio de drogadictos, prostitutas y transformistas.
También han sido espejo de la historia de la ciudad, a veces autodestructiva. Como la noche de Sant Jaume (Santiago) de 1835, cuando, espoleada por políticos liberales, una turba prendió fuego al convento de los carmelitas en las Ramblas, para luego seguir con los agustinos y los dominicos, entre otros. Un síntoma del choque entre lo liberal y lo tradicional, entre lo nuevo y lo antiguo, que en Barcelona fue muy traumático.
Aunque no solo eso, pues el XIX fue también el siglo en que la ciudad se ensanchó, las Ramblas se embellecieron y se alzó la estatua a Colón. También, cuando los viejos conventos dieron paso a mercados como el de la Boqueria.
Y con ello llegó el trajín de un lugar que acogía a personajes de lo más variado. Sucio de hollín, un obrero que saliera de cualquiera de las fábricas del Raval podía cruzarse con lo mejor de la burguesía catalana, de punta en blanco para asistir a algún estreno de Wagner en el Liceu. Menos elevados, en la calle los músicos ambulantes apuraban el cancionero popular entre puestos de flores y pajaritos.
Un cambio significativo, más para un lugar que había sido casi una fosa séptica. Entonces, ¿por qué allí? Especialista en urbanismo y arquitectura, Juan José Ospina lo explicó en un artículo. Con las ciudades, indica este profesor, la respuesta última está siempre en la geografía. Y, en el caso de Barcelona, lo determinante fue el agua.
Ya nos lo advierte la etimología de la calle. Derivada del árabe hispánico rámla y del árabe clásico ramlah, como explica Ospina, la palabra hace referencia a los surcos que dejan las corrientes de agua intermitentes. A diferencia de los ríos, estas solo albergan caudal en determinadas épocas del año. Tanto en catalán como en castellano, son los caminos conocidos como rieras y que, no solo en Barcelona, han dado lugar a nombres de calles.
En la Ciudad Condal, el agua descendía de la sierra de Collserola para luego dividirse en varias rieras. Conscientes de ello, en el siglo I a. C. los romanos construyeron Barcino evitando esas corrientes. Las Ramblas, en cambio, seguirían mucho después el curso exacto de una importante riera. ¿Por qué?
En realidad, por lo mismo, por la necesidad de adaptarse a la naturaleza, pero en este caso por una cuestión defensiva. Al ser un camino natural, a veces embarrado, la riera era el lugar perfecto para levantar las defensas. De este modo, en el siglo XIII hay que imaginarse las Ramblas como un gran foso, paralelo a la muralla, que solo podía salvarse usando los puentes.
Si se ve sobre un mapa, era una Barcelona muy pequeña. De hecho, demasiado. Tras varias epidemias de peste, en el siglo XIV la vida intramuros era ya muy asfixiante. Por eso, en 1377 el rey Pedro el Ceremonioso ordenó construir una segunda muralla para que acogiera el nuevo barrio del Raval.
También de origen árabe, el término catalán raval significa arrabal, es decir, parte externa de una población. Precisamente eso era el barrio. Desde la reforma de Pedro IV fue, además, el lugar donde instalar casas de leprosos, hospitales y orfanatos, en un intento por aliviar el atestado centro de la ciudad.
Evidentemente, ahora que la Rambla había dejado de ser muralla para convertirse en una calle, era necesario desviar el curso de la riera, algo que se hizo en 1440. Con ello se solucionaba un problema extra, porque en épocas de lluvias torrenciales el caudal de agua sobre la muralla había causado más de una inundación.
Así es como empieza la historia de las Ramblas que conocemos, por entonces un poco singulares. De un lado estaban los conventos y las escuelas conventuales, en cuyo alrededor se realizaban mercados y festivales. Del otro, las casas se agolpaban, incluso ¡encima de la muralla! En cierto modo, ese armatoste de piedra constituía lo que Ospina llama una “frontera psicológica” entre el Raval y el resto de la ciudad. Por eso en el siglo XVIII fue derruida, al tiempo que en el otro costado se empezaban a instalar las fábricas textiles.
Poco a poco, el lugar dejaba de ser el vertedero de la ciudad para convertirse en una zona de paseo. Aunque en 1702 las autoridades ya planearon el plantado de árboles a lo largo de todo el recorrido, la gran transformación no se produjo hasta después de la guerra de Sucesión (1701-1714).
Ahora ya sin el Consell de Cent, abolido tras la victoria borbónica, el plan recayó en el ingeniero melillense Pedro Martín Cermeño, que en un primer momento presentó un proyecto ambicioso en exceso, pues trató de crear una gran avenida similar al paseo del Prado madrileño, algo imposible en las mucho más estrechas Ramblas.
Así es como se gestó el diseño actual de la calle, con una vía principal, más amplia, y dos vías laterales para el paso rodado. No ya sobre arena, pues los laterales se pavimentaron y el espacio central se cubrió de vistosas baldosas. A su vez, los bancos de piedra y las hileras de chopos le daban el aspecto noble.
La próxima remodelación de las Ramblas, largamente esperada y cuya primera fase debería arrancar en breve, las convertirá en un paseo prácticamente limitado a los peatones, sin asfalto, con más espacio para bancos y para los árboles existentes. Será un nuevo capítulo para una vía que encierra el alma de la ciudad.
Este artículo se publicó en La Vanguardia el 21 de julio del 2022