Antes de Samuel Colt, los cowboys disparaban como los aristócratas de los duelos a pistola: un tiro, un parón mínimo de veinte segundos para recargar y vuelta a empezar. El problema es que en el “salvaje Oeste” veinte segundos se hacían eternos. En ese tiempo, calculaban, un guerrero indio podía disparar hasta seis flechas. Por eso Clint Eastwood lleva un Colt en El bueno, el feo y el malo, y John Wayne, en más de veinticinco películas. Por eso Samuel Colt se hizo millonario y cambió la historia de EE. UU.
Al principio, el inventor no parecía destinado al éxito. De niño le gustaba montar y desmontar cacharros mecánicos en la fábrica de su padre, pero lo echaron del colegio por mal estudiante. A los quince años, se enroló en la tripulación de un barco para navegar alrededor del mundo, y allí, observando los aparatos del buque, tuvo su gran idea: un tambor giratorio que permitiera a un arma disparar varias veces sin parar a recargar. No era el primero en idear un revólver, pero sí el que tuvo la capacidad y el tesón para hacerlo fiable, barato y popular.
Primeros grandes fracasos
Antes de bajarse del barco, Samuel Colt ya había construido un primer modelo del mecanismo. Inmediatamente después se pasó dos años recorriendo EE. UU. como vendedor ambulante. El “doctor” Colt vendía las bondades del óxido nitroso (el “gas de la risa”) y se lo proporcionaba a quien quisiera un colocón. Así, ahorró lo suficiente para un primer prototipo y perfeccionó una habilidad para el marketing que le iba a ser muy útil.
Aunque dejó escrito que el dinero no le importaba lo más mínimo, Colt tuvo buen cuidado de patentar el invento a su nombre en el Reino Unido, Francia y EE. UU. antes de ponerse a fabricarlo. En 1836, con un capital de su tío, se lanzó a producir sus primeros modelos de revólver y rifle, que publicitó como “más fáciles de cargar”, “más estables en la mano” y “con gran rapidez en la sucesión de descargas”.
Su cliente natural era el Ejército de EE. UU., ocupado desde la fundación del país en continuas guerras para expulsar a las tribus indias de las tierras que ocupaban desde hacía siglos. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de Colt por convencer al Departamento de la Guerra en Washington, los militares encontraban su invento demasiado innovador, poco fiable e innecesario.
Colt consiguió hacer modestas ventas en la entonces república independiente de Texas y también en Florida, un territorio fronterizo que no era todavía un estado. Los dos tenían una cosa en común: eran lugares donde había colonos blancos que vivían en territorio hostil, muy lejos de la protección de las autoridades y para los que disparar cinco veces seguidas sin recargar era una bendición.
Con todo, las ventas no daban para sostener una fábrica. Los accionistas de Colt le arrebataron la dirección y le dejaron como un mero comercial. Después de seis años, en 1842, la empresa cerró y liquidó todas las armas. Colt, que seguía siendo el dueño de las patentes, se retiró por un tiempo para trabajar en otros inventos, como bombas submarinas, y fracasó en algún otro negocio, pero el destino iba a darle una segunda oportunidad.
La guerra y la resurrección
Su suerte cambió en 1846. EE. UU. se hallaba en guerra con México y Texas se había unido al país. Así fue como Samuel H. Walker, un antiguo capitán de los rangers de Texas que había usado sus armas guerreando contra los comanches, se convirtió en oficial del Ejército de EE. UU. y le recomendó. “Sus pistolas –dijo– son las armas más perfectas del mundo para mantener a raya a las tribus indias guerreras y para someter a los mexicanos levantiscos”.
Con su ayuda, el inventor diseñó una nueva arma que llevaba los nombres de ambos, el Colt Walker, y el Ejército les encargó mil unidades. Era un pedido enorme, sobre todo para alguien que había perdido su fábrica cuatro años antes, pero, con el apoyo de un amigo empresario, consiguió entregar las armas al año siguiente.
Colt se centró no solo en introducir mejoras, sino en usar maquinaria de precisión para producir más rápido. En 1856 ya hacía ciento cincuenta armas al día y tenía la fábrica de armas privada más grande del mundo.
Los acontecimientos, además, seguían favoreciéndole. A las guerras contra los indios y los mexicanos se sumó la fiebre del oro de California, en la que miles de personas se trasladaron a unas zonas remotas donde llevar un revólver daba seguridad. Poco después llegó la guerra civil a EE. UU. Colt estuvo vendiendo armas a los dos bandos hasta los días previos a que estallara la contienda, cuando se convirtió en uno de los grandes proveedores del ejército antiesclavista.
Todos los hombres son iguales ante un Colt
Además de la fiabilidad técnica, Samuel Colt se reveló como un genio del marketing. Asoció su marca con los exploradores y aventureros, contratando a algunos de ellos y convirtiendo sus revólveres en un símbolo del Oeste. Buena parte del mito estadounidense del cowboy armado, fiero e independiente puede vincularse con sus eslóganes publicitarios, como “Dios creó a los hombres distintos, el coronel Colt los hizo iguales”.
También dio el salto al sector del lujo. Para promocionar armas exclusivas, regaló a reyes y aristócratas de todo el mundo pistolas con empuñaduras en oro y plata, labradas con motivos florales o animales. Las elaboraba un grupo especial de orfebres que Colt había traído especialmente desde Alemania a su fábrica de Connecticut, donde trabajaban más de mil obreros.
Cuando Samuel Colt murió, a los cuarenta y siete años de edad, era ya el empresario más rico del país. En menos de dos décadas había fabricado cuatrocientas mil armas y había revolucionado no ya ese mercado, sino la historia de EE. UU. La tecnificación de la violencia y el mito del “salvaje Oeste” tienen todavía consecuencias enormes para su nación, aunque el hombre que inspiró esas tradiciones se muriera sin haber disparado jamás a nadie. O eso decía.