Las recientes protestas en Estados Unidos contra el racismo han despertado de nuevo la polémica en torno a la memoria histórica del país. ¿Por qué existen tantas discrepancias respecto a su guerra de Secesión (1861-1865)pese a los años transcurridos? Aunque el sur confederado representaba un sistema esclavista, multitud de libros y películas han rodeado su historia de un aura heroica.
Tras el fin de aquella guerra civil, los sudistas tuvieron que crear una versión mítica de lo sucedido con la que justificar su derrota. Primero evitaron reconocer cualquier responsabilidad, y después buscaron un chivo expiatorio, bien apuntando al enemigo o hacia los supuestos traidores dentro de sus filas.
Recrearon un pasado idílico en el que se presentaban a sí mismos como bravos caballeros y magnánimos propietarios de esclavos, dueños de un mundo prácticamente medieval en el que no había espacio para las reformas. Los negros, según esta leyenda, aceptaban de buen grado su condición porque sabían que no estaban preparados para asumir las responsabilidades de la libertad.
Un honor poco honorable
El mito de la caballerosidad, un factor de diferenciación cultural muy potente, hundía sus raíces en las novelas históricas de Walter Scott. El conocido escritor escocés fue el autor más leído en el sur estadounidense, hasta el punto de que otro literato, Mark Twain, se refirió con ironía a la “enfermedad de sir Walter”, caricaturizando una ideología reaccionaria basada en el culto al honor.
Un periodista, Edward Alfred Pollard, publicó un libro llamado a ser la biblia de los admiradores del viejo sur: The Lost Cause (1866). Según Pollard, los confederados eran superiores en todo a sus contrarios. El suyo era un combate justo en pro de la autodeterminación de los estados, cada uno con derecho a abandonar la Unión. Desde entonces, la expresión “causa perdida” hizo fortuna para designar a la Confederación.
Esta clase de literatura, basada en la nostalgia de lo que podía haber sido y no fue, impregnó una mentalidad hostil al mundo moderno y los progresos de la industrialización.
Poco después, en 1869, se fundó la Southern Historical Society, una entidad que se consagró a enaltecer la actuación de los confederados. Por su parte, muchas mujeres decidieron costear monumentos por todo el sur en memoria de sus caídos.
Otra vez víctimas
Mientras tanto, en el norte se tomaron medidas con las que favorecer la reconciliación nacional. No se persiguió a los vencidos, ni siquiera a los que habían cometido crímenes de guerra. Los líderes sureños pudieron integrarse sin mayores problemas en la vida política. Muy pronto, entre los supremacistas se extendió la idea de que había que llegar a un acuerdo con los republicanos del norte. Sería el camino para asegurar la perpetuación de la hegemonía blanca frente a los negros recién liberados.
A partir de 1877, cuando el norte retira las tropas de ocupación que permanecían en el sur, ambas mitades del país alcanzan un pacto. Los antiguos confederados aceptan no volver a plantear la secesión. A cambio, reciben la garantía de que no existirán intromisiones en su forma de tratar a los antiguos esclavos.
En adelante, el precepto constitucional sobre la igualdad ante la ley no va a regir en los territorios meridionales. Los negros se convierten en los grandes sacrificados. Los vencedores de la guerra les abandonan a su suerte en un intento de contentar a los sureños blancos.
Reconstrucción fallida
Nada salió como estaba previsto. La denominada “Reconstrucción”, como ha señalado el historiador Eduardo González Calleja, se basó en un triple fracaso. La gente del norte no acertó a imponer los valores liberales en el sur, un reducto de fundamentalistas cristianos. El sur no pudo reconstruir el mundo esclavista anterior a la guerra. Y la población negra no pudo ver garantizados sus derechos de ciudadanía. Es más, tuvo que ver cómo se glorificaba a los representantes de la causa esclavista.
Con la aparición del cine, la romantización del sur alcanzó nuevas cotas. En El nacimiento de una nación (1915), David W. Griffith ofreció una obra maestra por su audacia cinematográfica, a la vez que una visión histórica profundamente cuestionable en la que se atrevía a defender al Ku Klux Klan.
Más tarde, Lo que el viento se llevó (1939), de Victor Fleming, se convertiría en la película por excelencia del mundo supuestamente maravilloso que había sido devorado por los horrores de la guerra. Los únicos negros presentes en ese sur de ensueño son criados complacientes.
A partir de la década de 1950 se produce un revival del interés por los confederados. Los símbolos sureños se utilizarán como un emblema de combate contra el movimiento de los derechos civiles. En este contexto hay que entender la inauguración en Stone Mountain (Georgia), del llamado “Monte Rushmore confederado”. Sobre la piedra de la montaña se esculpió un relieve en el que aparecían Jefferson Davis, el presidente de la Confederación, y dos de sus héroes militares, los generales Robert E. Lee y Stonewall Jackson.
En los años ochenta se aborda la guerra civil desde el prisma de la reconciliación. La popular serie televisiva Norte y Sur lanzó al estrellato a Patrick Swayze en el papel de Orry Main, el benigno propietario de una plantación. En cambio, la ferviente abolicionista Virgilia Hazard, interpretada por Kirstie Alley, no aparece como una heroína, sino como un ser fanático y violento.
Con ello se transmite un mensaje políticamente correcto, desde una falsa equidistancia: los dos bandos mostraron aspectos positivos y negativos. La esclavitud podía ser mala, pero el trabajo asalariado en las industrias del norte no le iría a la zaga.
A partir de 1994, la League of the South encarna al movimiento neoconfederado, basado en un separatismo racista. Por todo el sur se conservan numerosos memoriales a los héroes de los sudistas, sobre todo en Georgia, Virginia y Carolina del Norte. Tampoco faltan escuelas que llevan sin reparos los nombres de Jefferson Davis o de Robert E. Lee.
En 2015, después de que el supremacista Dylann Roof asesinara en Charleston a nueve afroamericanos, se retiraron algunas estatuas, pero tres años después aún se mantenían en todo el país 772 monumentos en honor a defensores del esclavismo. La actual controversia no ha sido, pues, la primera. Tampoco será, con toda seguridad, la última.