La agresión contra La Gioconda el pasado 29 de mayo hizo saltar todas las alarmas. Por suerte, un cristal protegía el mítico lienzo de Leonardo da Vinci y la tarta arrojada sobre el cuadro no provocó daños. La había lanzado un joven disfrazado que aprovechó la ocasión para hacer una proclama ecologista.
No era la primera vez que la Mona Lisa sufría un ataque: en 1956 le arrojaron ácido, en 1974 la salpicaron con pintura roja, años más tarde se convirtió en el blanco de una taza de cerámica...
Al igual que La Gioconda, otras obras parecen ser un imán para los actos violentos. Este fue el caso de La ronda de noche, de Rembrandt, acuchillada en 1911 y objeto en 1999 de un ataque con ácido. A su vez, la Venus del espejo de Velázquez, que se conserva en la National Gallery de Londres, recibió siete cortes con un hacha de carnicero. Mary Richardson, una sufragista, escogió este procedimiento contundente para protestar contra el gobierno por su represión del movimiento feminista.
La iconoclasia, o destrucción sistemática de obras artísticas, es un fenómeno muy remoto ya documentado en el Egipto faraónico. Ni siquiera las siete maravillas del mundo antiguo se libraron de la furia de los que, por ejemplo, buscaban notoriedad. Era el caso de Eróstrato, el pastor que en 356 a. C. incendió el templo de Artemisa en Éfeso. Lo hizo, según confesión propia, con el afán de “conservar su nombre para la posteridad”. Aunque fue condenado a muerte, hizo realidad su deseo.
Siglos después, disputas religiosas de distinto signo desembocaron en una obsesión por eliminar determinadas imágenes, estigmatizadas como blasfemias. Sucedió así en el Imperio bizantino, durante la Reforma protestante o, más recientemente, con la voladura de los Budas de Bamiyán, en Afganistán.
Aparte de por causas religiosas, el poder puede destruir el patrimonio artístico en nombre del progreso, del saneamiento urbano o, simplemente, de los nuevos gustos dominantes. Se ha hablado, por ejemplo, de “vandalismo embellecedor” para designar la política arquitectónica de los papas del Renacimiento. Recuperaron numerosas antigüedades del pasado clásico de Roma, aunque a costa de sacrificar numerosos restos del Medievo.
No obstante, la distinción entre distintos tipos de motivaciones se vuelve borrosa en ocasiones. Cuando Laszlo Toth se lanzó con un martillo contra la Pietà de Miguel Ángel en el Vaticano, ¿ocultaba una razón religiosa o era simple locura? El hecho es que estaba convencido de que Dios le había ordenado destruir la estatua. En cuanto a la iconoclasia ocurrida durante la Revolución Francesa, la Revolución Rusa o la Guerra Civil española, ¿era política o religiosa? Probablemente ambas cosas a la vez.
Isabel Margarit, directora de Historia y Vida, y la periodista Ana Echeverría Arístegui profundizan en las motivaciones tras estos y otros casos sonados de vandalismo y recomiendan, para los interesados en el tema, el libro La destrucción del arte: inconoclasia y vandalismo desde la Revolución Francesa, de Dario Gamboni (Cátedra).