El político José Giral había aceptado el 19 de julio de 1936, en medio de la confusión inicial tras la sublevación, el encargo del Manuel Azaña de presidir un gobierno solo con republicanos de izquierda. Como no representaba a esa nueva movilización social y política abierta con la rebelión militar, dirigida también contra lo que quedaba del propio Estado republicano, tuvo que dimitir y dejar paso a Francisco Largo Caballero.
El líder de la UGT formó gobierno el 4 de septiembre de 1936. Fue el primero y único de la historia de España presidido por un dirigente obrero, y la primera vez que había ministros comunistas en un país de Europa occidental, aunque más extraordinario resultó lo que ocurrió después, cuando llegaron al gabinete los anarquistas.
El 4 de noviembre de 1936, cuatro dirigentes de la CNT entraron en el nuevo gobierno de la República en guerra presidido por el socialista Largo Caballero. Era un “hecho trascendental”, como afirmaba ese mismo día Solidaridad Obrera, el principal órgano de expresión de la CNT, porque los anarquistas nunca habían confiado en los poderes de la acción gubernamental. Anarquistas en el gobierno de una nación: un hecho trascendental e irrepetible.
Frente a lo que se ha dicho a menudo, pocos hombres ilustres del anarquismo español se negaron entonces a dar ese paso, y las resistencias de la “base”, de esa base sindical a la que siempre se supone revolucionaria, fueron también mínimas. El verano, sangriento y revolucionario, ya había pasado. Anarquistas radicales y sindicalistas moderados estaban ahora juntos. Se trataba de no dejar los mecanismos del poder político y armado en manos de las restantes organizaciones políticas, una vez que quedó claro que lo que sucedía en España era una guerra, y no una fiesta revolucionaria.
Antes de llegar a ese histórico momento, algunos dirigentes anarquistas probaron, con poco éxito, varios imposibles rodeos. Largo Caballero ofreció a la CNT un ministerio sin cartera, una minucia para lo que la organización anarcosindicalista consideraba su verdadera fuerza.
Pero la transmisión de poderes de un gobierno republicano que nada dirigía a otro presidido por el viejo conocido, y otrora “enemigo”, líder del sindicalismo rival puso en guardia a los comités dirigentes de la CNT. Mientras el gobierno estuvo formado por los republicanos, los “burgueses de siempre”, despreciados, además, por su incapacidad para detener el avance fascista, no les preocupó demasiado. Estando el pueblo armado, ¿qué necesidad había de crear nuevos organismos de poder? La llegada de Largo Caballero a él, acompañado de socialistas y comunistas, cambiaba, sin embargo, las cosas, y obligaba también a modificar la retórica.
El nuevo discurso
Tomaron la iniciativa los anarcosindicalistas de Cataluña, allí donde los acontecimientos de julio de 1936 más influencia habían dado a la CNT. El hombre fuerte del momento era Mariano Rodríguez Vázquez, “Marianet”, miembro también de la FAI, que podía presentar en su currículum haber pasado más de veintinueve meses en la cárcel en las seis veces que fue detenido durante los años republicanos.
Secretario de la Confederación Regional del Trabajo de Cataluña desde junio de 1936 y apoyado por gente tan dispar como Juan García Oliver, Diego Abad de Santillán o Federica Montseny, emprendió un discurso de orden, disciplinario, que acabara con los impulsos dispersos y sin coordinación. Una propaganda machacona preparó el ambiente para dulcificar la incorporación de los dirigentes anarcosindicalistas a puestos de responsabilidad y gobierno. Jacinto Toryho fue el hombre escogido para desarrollar esa estrategia.
Lo que ocurrió después, en apenas seis semanas, cambió la historia del anarquismo español. El 15 de septiembre se celebró un Pleno Nacional de Regionales en Madrid, donde se discutió el camino inmediato que la CNT debía seguir ante la formación del gobierno de Largo Caballero.
Tras duros enfrentamientos entre la delegación valenciana, que apoyaba la entrada en el gobierno, y la catalana, que se oponía a ella, se formó una comisión para dictaminar sobre el asunto. La resolución final daba la razón en lo fundamental a los anarcosindicalistas catalanes. Se propuso la “constitución de un Consejo Nacional de Defensa, compuesto por el momento de todos los sectores políticos en lucha contra el fascismo”, con cinco representantes de la CNT, cinco de la UGT y cuatro republicanos y presidido por Largo Caballero.
Obviamente, no tuvo la acogida esperada, porque para desarrollar esas funciones ya estaba el gobierno existente. Las diferencias con ese también aparecían patentes: el proyecto de la CNT excluía a los comunistas, y básicamente convertía la necesaria cooperación dentro de un heterogéneo movimiento antifascista en una alianza obrera secundada por republicanos. Lo primero era ya imposible en septiembre de 1936; lo segundo fue lo que creyó erróneamente haber logrado la CNT cuando entró finalmente en el gobierno el 4 de noviembre.
En esas escaramuzas se encontraban las cosas cuando apareció en el escenario Horacio Martínez Prieto. El golpe militar le sorprendió en el País Vasco. Cuando pudo viajar a Madrid en septiembre, asumió de nuevo la secretaría del Comité Nacional, sin que se sepa exactamente quién lo nombró. En un nuevo Pleno Nacional de Regionales, el 30 de septiembre, atacó el proyecto de un Consejo Nacional de Defensa y desarrolló sus argumentos a favor de la participación pura y simple en el gobierno. La delegación de Cataluña seguía resistiendo, y el acuerdo se atrasó.
La negociación
Parece obvio que, al margen de que a los anarquistas de siempre les malsonara la palabra gobierno, lo que buscaban Mariano R. Vázquez y los dirigentes catalanes que lo secundaban era obtener más ventajas y beneficios de los que Largo Caballero estaba dispuesto a conceder. El “regateo” entre Largo Caballero y Horacio Martínez Prieto para determinar el número exacto de ministros con que iba a contar la CNT ocupó los últimos días de octubre. Al final fueron cuatro.
El Comité Nacional de la CNT eligió los cuatro nombres destinados a tan sublime misión: Federica Montseny, Juan García Oliver, Joan Peiró y Juan López. En esos cuatro dirigentes estaban representados de forma equilibrada los dos principales sectores que habían pugnado por la supremacía en el anarcosindicalismo durante los años republicanos: los sindicalistas y la FAI.
Joan Peiró y Juan López, ministros de Industria y Comercio, quedaban como indiscutibles figuras de aquellos sindicatos de oposición que, tras ser expulsados de la CNT en 1933, habían vuelto de nuevo al redil poco antes de la sublevación militar. Juan García Oliver, nuevo ministro de Justicia, era el símbolo del “hombre de acción”, de la “gimnasia revolucionaria”, de la estrategia insurreccional contra la República, que había ascendido como la espuma desde las jornadas revolucionarias de julio en Barcelona.
A Federica Montseny, ministra de Sanidad, la fama le venía de familia, hija de Federico Urales y Soledad Gustavo, y de su pluma, que había afilado durante la República para atacar, desde el anarquismo más intransigente, a todos los traidores reformistas. Ella iba a ser, además, la primera mujer ministra en la historia de España.
Del paso de la CNT por el gobierno quedaron escasas huellas. Entraron en noviembre de 1936 y se fueron en mayo de 1937
La CNT aceptó cuatro ministerios que poco tenían que decir en los grandes problemas que afectaban al Estado, a la revolución y a la guerra. Los libertarios tuvieron que tolerar una política agraria que no compartían, estuvieron siempre ausentes de las resoluciones en materia militar y, para la aplicación de su política industrial, Joan Peiró encontró serios obstáculos en los gobiernos autónomos de Cataluña y el País Vasco, precisamente las zonas donde estaban localizadas las principales industrias.
Camino sin alforjas
Ahí, y no tanto en la decisión asumida de participar en el gobierno, residen los motivos de lo que después fue calificado como “fracaso”: eligieron el camino sin las alforjas necesarias para emprenderlo. Los libertarios, que, como consecuencia del derrumbamiento del poder republicano, participaban en las actividades políticas a través de los múltiples comités que ellos mismos crearon, se mostraron incapaces de plasmar todo eso en una política global cuando les llegó la hora. Incapacidad que esperaban, y deseaban, también las restantes fuerzas políticas.
Del paso de la CNT por el gobierno quedaron escasas huellas. Entraron en noviembre de 1936 y se fueron en mayo de 1937. Poco pudieron hacer en seis meses, pese a su notable actividad legislativa. Como la revolución y la guerra se perdieron, nunca pudieron aquellos ministros pasear su dignidad por la historia.
Se menospreció así lo que de necesario y positivo hubo en aquel giro extraordinario. Necesario, porque la revolución y la guerra, que los anarquistas no habían provocado, obligaron a articular una solución que, evidentemente, debía alejarse de las doctrinas y actitudes que históricamente les habían identificado. Positivo, porque esa defensa de la responsabilidad y de la disciplina mejoró la situación en la retaguardia, evitó bastantes más derramamientos inútiles de sangre de los que hubo y contribuyó a mitigar la resistencia que la otra estrategia disponible, la maximalista y de enfrentamiento radical con las instituciones republicanas, había alimentado.
Los trágicos sucesos de mayo de 1937 en Barcelona aceleraron la pérdida del poder político y armado de los anarcosindicalistas
Es evidente que un análisis de este tipo, que separa al historiador del juicio de autenticidad sobre la pureza doctrinal de aquellos protagonistas, lleva a considerar otras facetas olvidadas. Como la de que fuera un “anarquista de acción” como García Oliver quien consolidara los tribunales populares o creara los campos de trabajo, en vez del tiro en la nuca, para los “presos fascistas”. O que a un sindicalista de toda la vida como Joan Peiró le correspondiera regular las intervenciones e incautaciones de las industrias de guerra.
O que Federica Montseny, en fin, escalara a la cúspide del poder político, un espacio negado tradicionalmente a las mujeres y que Franco les volvería a negar durante décadas. Desde el ministerio emprendió una política sanitaria de medicina preventiva, de control de las enfermedades venéreas, una de las plagas de la época, y de reforma eugenésica del aborto, que, pese a quedarse en una mera iniciativa, avanzó algunos debates todavía presentes en la sociedad actual.
Los trágicos sucesos de mayo de 1937 en Barcelona, que dejaron decenas de muertos y heridos por las calles, aceleraron la pérdida del poder político y armado de los anarcosindicalistas. Bastante antes de perder la guerra, la revolución ya había dejado de ser para ellos la referencia ineludible, aquella fuerza devastadora que se había llevado por delante en el verano de 1936 el viejo orden. Desapareció de su agenda, incluso de su discurso. Dado que la Guerra Civil se internacionalizó pronto y las fuerzas en lucha dependieron cada vez más de la ayuda extranjera, la CNT acabó aislada y sin ninguna posibilidad de competir en ese terreno con el Partido Comunista.
El movimiento libertario entró, desde la primavera de 1938, en fase de liquidación. El 1 de abril de 1939 todo se había acabado. Tras la conquista por el ejército de Franco de todo el territorio fiel a la República, el orden social fue restablecido con la misma rapidez con la que había sido derrocado. Las cárceles, las ejecuciones y el largo exilio metieron al anarcosindicalismo en un túnel del que ya no volvería a salir.
Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 587 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.