Brian de Palma creó en Misión: Imposible (1996) la imaginería por excelencia de un robo en nuestros hipertecnológicos tiempos: Tom Cruise suspendido del techo, armado con sofisticados artilugios, esquivando sensores de movimiento. Pero la realidad puede ser muchísimo más pedestre. En mayo de 2003, la Saliera de Cellini, uno de los objetos más preciados del mundo, se esfumó del Kunsthistorisches Museum de Viena. Al ladrón le bastó con romper el cristal de la ventana y el de la pieza y echar a correr.
¿Cómo pudo suceder algo así en uno de los edificios con mayor densidad de obras maestras por metro cuadrado del mundo? El golpe aturdió a Austria. No solo era el mayor robo de la historia del país, sino que proyectaba una fea mancha en uno de sus mayores activos, el turismo cultural. El Parlamento echaba chispas. Los periódicos sacaron las garras. La policía vienesa se vio sometida a una enorme presión.
Hasta 115 agentes se asignaron a la recuperación de aquella pieza valorada en 65 millones de dólares. Solo un garrafal error del ladrón concedió un final feliz a la historia casi tres años después. De no haber sido así, posiblemente el salero aún estaría en paradero desconocido. ¿Por qué aquel caso era tan difícil de resolver? Porque el móvil del crimen era casi inimaginable.
Como Pedro por su casa
Faltan cinco minutos para las cuatro de la madrugada del domingo 11 de mayo de 2003. En la ventana de un piso superior, la alarma se dispara. El vigilante, al corroborar que ningún otro sensor se ha activado, la desconecta: los falsos avisos son habituales. Ocho de la mañana. La ronda rutinaria descubre que la urna de la Saliera está rota y, lo peor de todo, vacía.
La policía no tarda en descubrir el modus operandi. La fachada posterior estaba en obras y el caco había escalado un andamio que –craso error– no se había conectado a ningún dispositivo. Después, aprovechó un recorrido desde la ventana hasta la Saliera que –otro craso error– no estaba surcado por ningún detector de movimiento.
El primer paso de la policía fue poner bajo la lupa a los empleados de seguridad del Kunsthistorisches. Según estadísticas del FBI, el 80% de los robos cuentan con la colaboración de personal del edificio asaltado. Los vigilantes del Kunsthistorisches salieron limpios del escrutinio. Tres meses después del golpe llegó el primer contacto.
En una nota impresa dirigida a la compañía aseguradora del salero, el ladrón pedía cinco millones de euros como rescate. La policía debía mantenerse al margen; en caso contrario fundiría la pieza. Como prueba de que estaba en su poder adjuntaba unas raspaduras de esmalte, que se comprobó que pertenecían a la obra de Cellini. Si la aseguradora estaba dispuesta a pagar, debía colocar un anuncio en un periódico con el siguiente texto: “Recibido tu mensaje pero tengo pequeños problemas con tu pedido. Sara por favor vuelve”.
Salero funcional
Una escultura que funciona
Tras una feroz purga de imitaciones efectuada a finales del siglo XX, la Saliera es la única pieza de orfebrería que se atribuye a Benvenutto Cellini (Florencia, 1500-71). El escultor ejecutó la pieza en 1543 para el rey francés Francisco I, en cuya corte se refugió tras escapar de una prisión romana, donde había ido a parar acusado de robar de la bolsa papal. El objeto representa la unión del mar y la tierra: los dioses Neptuno y Ceres tienen las piernas entrelazadas. Pese a su sofisticación, la escultura (de 33,5 cm de ancho y 26 de alto) es funcional: la sal está almacenada en un barco y la pimienta en un templo. El artista, por cierto, también tuvo que salir a toda prisa de Francia, sospechoso de robo, una vez más. El rey francés Carlos IX regaló en 1570 la pieza al archiduque Fernando II del Tirol.
Paralelamente, el Kunsthistorisches había contratado a Charles Hill, superestrella de las recuperaciones de cuadros robados. Antiguo miembro del escuadrón Arts and Antiques de Scotland Yard, ahora por cuenta propia, su currículum era impresionante. Afloró del anonimato en 1996, al recuperar El grito de Munch.
Hill estudió la nota del ladrón. Su inglés macarrónico le recordaba al de un caso que implicó a un grupo criminal conocido como los Bandidos de los Balcanes. Con el incentivo de una recompensa de 75.000 dólares ofrecida por el Kunsthistorisches, el detective se desplazó a Serbia y Croacia y se reunió con sus contactos en el inframundo. Pero no logró que ningún pez picara, pese a la recompensa.
Mientras, en Viena, la empresa de seguros había puesto el caso en manos de la policía. Se decidió seguir la corriente al criminal y se publicó el anuncio requerido. Días después el caso saltaba por los aires: una mano negra había filtrado la nota a la prensa. El ladrón optó por desvanecerse como la niebla del Danubio. Tardó dos años en dar señales de vida.
En octubre de 2005, la aseguradora recibía una segunda nota. El rescate se disparaba a los diez millones de euros. También exigía confirmación vía anuncio por palabras. En él debía incluirse un teléfono móvil al que, a partir de ese momento, enviaría instrucciones vía SMS. El caco adjuntaba una fotografía de la obra, tomada junto a un ejemplar reciente del diario italiano La Repubblica, y firmaba con un sobrenombre en castellano: “Cerveza”.
Se cumplieron sus demandas y, al poco de publicarse el anuncio, el ladrón desvelaba dónde encontrar una porción de la Saliera. En plena calle, tras una caja de fusibles, la policía halló el tridente, la única parte extraíble de la pieza.
Después dio instrucciones para que el 7 de noviembre, a las diez de la mañana, se iniciara la entrega del rescate. Pedía un hombre en bicicleta, con ropas bien visibles y el dinero en una mochila. Se siguieron las directrices, salvo que el ciclista no pertenecía a la aseguradora, sino que era un agente policial encubierto.
Al día siguiente remitió un SMS en que se jactaba de haberse percatado del seguimiento policial. Fue su perdición
Pero el ladrón resultó no ser tan ingenuo. Durante más de cinco horas tuvo al intermediario yendo de una parte a otra de la ciudad. En algunas paradas, el agente debía permanecer quieto media hora. El criminal quería asegurarse de que el hombre de la mochila iba solo y, efectivamente, comprobó que la policía le iba a la zaga. No cayó en la trampa y nunca recogió el paquete. Al día siguiente remitió un SMS en que se jactaba de haberse percatado del seguimiento policial. El orgullo fue su perdición.
Hasta entonces sus SMS procedían de una tarjeta SIM a la que no podía atribuirse nombre. Pero el último mensaje de texto –totalmente innecesario para el criminal– procedía de una nueva tarjeta, comprada en una tienda dotada de videovigilancia. Fue cuestión de cuadrar la hora de la venta con el código de tiempo de la cinta.
Ante los ojos de los agentes apareció un atractivo hombre de mediana edad. También advirtieron que, antes de efectuar la compra, comprobó si había cámaras. Se le pasó por alto una microscópica. A finales de enero de 2006 la policía divulgó capturas de su cara y se pidió la colaboración ciudadana.
La primera llamada a centralita fue la del propio perseguido. Dio su nombre, Robert Mang, de 52 años, y dijo no estar relacionado con el robo. No tenía antecedentes, aunque, sospechosamente, regentaba un negocio de instalación de alarmas: el hombre ideal para detectar los fallos de seguridad del Kunsthistorisches.
El nuevo sex symbol
La policía apareció en la casa de vacaciones de Mang, una pequeña villa a hora y media de Viena. Se encontraron con un tipo extremadamente educado, nada nervioso. Clamaba que, pese a ser el hombre de la grabación, nada tenía que ver con la desaparición del salero. Los agentes estaban desconcertados, a un tris de creerle. Sin embargo, al registrar la casa hallaron diversas notas con detalles sobre las dos operaciones para obtener la recompensa. Fue arrestado y admitió su culpa.
Después del robo guardó la Saliera en una maleta bajo su cama. Pocos días antes de la detención, la enterró en una caja metálica perfectamente sellada en un bosque cercano. Mang seguía desconcertando a los policías: les ayudó a desenterrar el objeto y, con una enorme sonrisa, se hizo una foto de grupo con los agentes junto a la caja.
En el juicio afloró la más estrambótica de las historias. Mang, mujeriego impenitente, se encaprichó un día de unas turistas a las que siguió hasta el Kunsthistorisches. Allí reparó en lo fácil que resultaría robar aquel bonito objeto. Una semana después, tras unas copas, decidió embarcarse en lo que él consideraba una aventura, una broma. No tenía ni idea del valor de la pieza, pero cuando leyó en la prensa la importancia de la Saliera decidió sacar algo de dinero.
Fue condenado a cuatro años de prisión y, paradójicamente, salió impune del cargo de extorsión. De la noche a la mañana se convirtió en uno de los sex symbols de las mujeres del país. Un gamberro caballero andante, un Cary Grant en Atrapar a un ladrón. En la cárcel recibió infinidad de notas de subido tono erótico, piezas de ropa interior y peticiones para una cita cuando saliera en libertad.
Solo cumplió dos años y nueve meses, gracias a su buen comportamiento. Desde entonces se ha mantenido al margen de la escena pública y ha rechazado todas las entrevistas que le han propuesto. El vanidoso Cellini, uno de los artistas pioneros en publicar una autobiografía, en la que detalló sus conquistas amorosas, sus duelos y algún asesinato, tuvo en el de Mang un robo a la altura de su fatuidad.
Este artículo se publicó en el número 495 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.