Trump: ¿el presidente que más ha hecho por los negros?
Racismo en EE.UU.
El actual inquilino de la Casa Blanca presume de ello. La historia le desmiente
Incluso para alguien tan dado al autobombo y a la exageración como Trump, es una mentira particularmente grosera: “He hecho más por la comunidad negra que ningún otro presidente”. Ahora que arrecian las protestas contra el racismo a lo largo de todo el país, repite con mucha insistencia diferentes versiones de esa falsedad, una afirmación digna de hacer que se revuelvan en sus tumbas varios presidentes que, sin ninguna duda, hicieron mucho más que él por la igualdad entre razas en EE.UU.
Cuando Trump dice que “lo que hemos logrado para los negros no tiene precedentes”, parece ignorar “precedentes” como la abolición de la esclavitud o el final de la segregación. Unos “logros” que resultan algo más profundos que el gran éxito del que presume el actual presidente, una bajada del paro entre los afroamericanos que, de todas formas, ha desaparecido debido a la pandemia. Veamos cómo resisten sus méritos la comparación con algunos de sus antecesores.
Lincoln, el mártir “cuestionable” de Trump
Cuando Trump dice que ningún presidente ha hecho por los negros tanto como él, a veces incluye a modo de coletilla “desde Lincoln”. No lo hace siempre, pero sí la mayoría de las veces, porque incluso él se da cuenta de que no es fácil ganarle ese pulso al presidente que fue a la guerra contra el Sur esclavista, liberó a millones de afroamericanos que hasta entonces eran propiedad de sus amos y recibió por ello un disparo que le costó la vida.
Abraham Lincoln había explicado con claridad su opinión sobre la esclavitud mucho antes de ser elegido presidente. Escribió en 1854: “Si el negro es un hombre, mi fe dice que todos los hombres son creados iguales y no puede existir un derecho moral vinculado a la esclavización de un hombre por otro”. Tan bien conocida era su postura que cuando ganó las elecciones siete estados sureños se independizaron y poco después de su toma de posesión otros cuatro se unieron a la rebelión.
Aunque al principio de su mandato se comprometió a no acabar con la esclavitud en los lugares donde ya estaba implantada, los sureños recordaban bien los discursos que habían catapultado su carrera política, en particular uno en el que citaba el Evangelio para decir que “una casa dividida contra sí misma no puede sobrevivir”. Pronosticaba Lincoln: “Este gobierno no puede perdurar permanentemente mitad esclavista, mitad libre. No preveo que el país se disuelva, no espero que la casa se caiga, pero espero que deje de estar dividida”.
A pesar de su tono conciliador y de sus intentos de evitar el conflicto, Lincoln dejó claro desde que llegó a la presidencia que no consentiría la secesión.
Para salvaguardar la alianza con algunos estados esclavistas que habían decidido permanecer en EE.UU., durante los primeros años de la contienda dijo una y otra vez que no hacía la guerra para abolir la esclavitud sino para que sobreviviera el país: “Si puedo salvar la unión sin liberar un solo esclavo lo haré y si puedo salvarla liberando a todos los esclavos, lo haré. Y si puedo salvarla liberando a unos esclavos sí y a otros no, también lo haré”. Esta última fue, al principio, la opción que tomó.
Unos días después de la victoria del Norte en la batalla de Antietam, cuando la Guerra Civil ya duraba año y medio, Lincoln hizo pública una amenaza: si los estados que se habían escindido no se reintegraban al país en 100 días, liberaría a sus esclavos.
El plazo se cumplió el 1 de enero de 1863 y ese mismo día el presidente firmó la Proclamación de emancipación: no era todavía la abolición de la esclavitud, ya que afectaba solamente a los estados en rebelión y por tanto excluía tanto a los esclavistas que habían permanecido en EE.UU. como a los de las zonas del Sur ya ocupadas por su ejército. Aun así, una revolución había comenzado.
La gran mayoría de los cuatro millones de personas esclavizadas en EE.UU. tenían desde aquel momento un motivo para luchar en las filas del Norte o boicotear el esfuerzo militar del Sur, sabedores de que todo cuanto tenían que hacer para ser libres “para siempre”, según la proclamación, era salir de territorio confederado. El decreto fue una maniobra militar exitosa, pero además marcó el camino para la abolición total.
Fue la 13.ª enmienda de la Constitución la que declaró ilegal la esclavitud, ya sin cortapisas. Su aprobación no fue fácil, pero, cuando la reforma parecía atascada, Lincoln negoció directamente con los congresistas para que la aprobaran y lo logró, aunque no llegaría a verla en vigor.
Con la guerra prácticamente terminada, el presidente murió asesinado a manos del famoso actor John Wilkes Booth, un ferviente partidario del Sur que se decidió a cometer el atentado después de escucharle reclamar el derecho a voto para los negros que habían luchado en el ejército. Solo un año antes de morir, el presidente había escrito: “Si la esclavitud no está mal, es que nada está mal. No puedo recordar un momento de mi vida en el que no pensara así y sintiera así”.
A pesar de los indudables sacrificios de Lincoln para mejorar radicalmente la vida de millones de afroamericanos, Trump no las tiene todas consigo. En su última versión del “soy el presidente que más ha hecho por los negros” ha añadido que “hay que saltarse a Lincoln” porque, aunque es cierto que “hizo bien”, su sucesor dice que “el resultado final” fue “cuestionable”. Es difícil saber qué quería decir Trump con eso, pero la periodista afroamericana que le estaba entrevistando tuvo una respuesta sencilla: “Bueno, señor presidente, somos libres”.
Johnson: el sureño que desmontó la segregación
Con Lincoln, al menos, Trump se toma la molestia de explicar sus reparos, una cortesía hacia el primer político del Partido Republicano que llegó a presidente. Con el resto de sus antecesores no considera siquiera la posibilidad de que hayan hecho “más por los negros” que él mismo, una falsedad que resulta especialmente injusta para el presidente Lyndon Johnson.
Tras la Guerra Civil y la muerte de Lincoln, se abolió la esclavitud y se concedió el voto a los negros. O tal vez deberíamos decir que formalmente se hizo todo aquello, porque los estados sureños que habían perdido la guerra tardaron apenas unas décadas en reconstruir un sistema para mantener a los negros pobres, ignorantes, oprimidos y al servicio de los blancos: la segregación.
A finales del siglo XIX el 90% de los afroamericanos del Sur trabajaba en plantaciones o en el servicio doméstico
A través de unas leyes supremacistas y de la amenaza permanente de grupos violentos como el Ku Klux Klan, las libertades conseguidas sobre el papel tenían poco reflejo en la realidad. A finales del siglo XIX, treinta años después de la guerra, el 90% de los afroamericanos del Sur seguía trabajando en las plantaciones o en el servicio doméstico y apenas el 6% de los negros de Misisipi podía votar.
Es en ese Sur de la segregación, en Texas, donde creció el futuro presidente Lyndon Johnson. Sus antepasados habían luchado en el bando contrario a Lincoln y sus conversaciones privadas están llenas de insultos racistas, pero son sus acciones las que le convierten en un icono de los derechos civiles. Johnson nombró al primer afroamericano en entrar en el gobierno de EE. UU. y también al primer juez negro de la Corte Suprema, pero sobre todo es el máximo responsable de las leyes que acabaron con la segregación y permitieron a los afroamericanos dejar de ser ciudadanos de segunda.
Johnson se convirtió en presidente por sorpresa tras el asesinato de John Kennedy y supo aprovechar el recuerdo del presidente muerto para impulsar su agenda de reformas igualitarias. Su experiencia y contactos en el Senado le permitieron conseguir los votos para sacar adelante la ley de Derechos Civiles de 1964, que acabó con la segregación en los lugares públicos y a la que Johnson estampó su firma con Martin Luther King a su lado.
Un año después, y tras ser reelegido de forma abrumadora, Johnson no solo no abandonó esta causa, sino que impulsó otra reforma de consecuencias mucho más profundas: valiéndose del impacto de las imágenes de la brutal represión de las protestas en el Sur, sacó adelante la ley de Derecho al Voto de 1965, que ilegalizó las mil y una maneras que se habían buscado las autoridades sureñas para impedir que los negros votaran y que fueran elegidos. En solo cuatro años se triplicó la participación electoral de los afroamericanos, que acabó por igualarse a la de los blancos.
La evolución de Johnson desde que era un joven congresista tejano comprometido con la defensa de la segregación hasta convertirse en el presidente que acabó con ella exalta lo mejor del sistema político estadounidense. Tal vez incluso Trump, que ahora le niega el mérito, pueda encontrar inspiración en sus palabras: “No solo los negros, sino todos nosotros debemos superar el legado asfixiante de la intolerancia”.
Una larga lista de actos de valentía
Cuando Trump insiste en ponerse por encima de cualquier otro presidente en su defensa de la igualdad, es difícil no recordar su defensa de los manifestantes supremacistas blancos de Charlottesville o sus furibundos ataques, en cambio, contra los que denuncian la violencia policial contra las minorías.
Trump ha “heredado” un país que sigue buscando la mejor manera de enfrentarse al racismo de su pasado y su presente, pero que le debe a muchos de sus expresidentes los avances que ha hecho en más de 250 años de historia.
Es imposible poner los logros de Trump en materia de igualdad, cualesquiera que sean, al nivel de los de Lincoln o los de Johnson, pero tampoco resisten bien la comparación con algunos menos conocidos de otros de sus antecesores.
Hace ya siglo y medio que Ulysses S. Grant impulsó la aprobación de la 15.ª enmienda, que concedía el derecho al voto a los afroamericanos, mucho más ampliamente de lo que Lincoln había soñado antes de su asesinato. Y Grant también persiguió con la ley en la mano al Ku Klux Klan para evitar que siguiera quemando iglesias y escuelas negras a lo largo y ancho del sur.
Aunque los horrores de la segregación se mantuvieron hasta los años sesenta y Lyndon Johnson fue quien le dio la puntilla final, su demolición debe mucho a otros presidentes.
La explosión del movimiento a favor de los derechos civiles la protagonizaron muchos veteranos de la Segunda Guerra Mundial que regresaron al Sur después de derrotar a las potencias fascistas y se encontraron un sistema que seguía siendo tan supremacista como lo dejaron. Fue Harry Truman , otro presidente que había nacido en un estado segregado y en una familia de fuertes convicciones racistas, quien acabó por decreto con la segregación en las fuerzas armadas estadounidenses y obligó a blancos y negros a “servir” juntos en las mismas unidades.
Su sucesor, Dwight Eisenhower, se había opuesto a imponer la integración racial en el Ejército, pero luego la impulsó sin reservas. Había crecido en una parte de Kansas donde no había tenido relación con afroamericanos y había hecho toda su carrera militar en unidades militares 100% blancas; tal vez por eso la igualdad entre razas ocupaba poco espacio en sus discursos y en sus políticas.
Sin embargo, no dudó en firmar la ley de Derechos Civiles de 1957, una tímida reforma que abrió la puerta a las que estaban por llegar, ya que fue la primera ley sobre esta materia que se aprobaba desde los años posteriores a la Guerra Civil.
La mayor contribución de Eisenhower a la lucha por los derechos de los afroamericanos fue prácticamente involuntaria. No celebró la decisión de la Corte Suprema que abolió la segregación racial en las escuelas, pero envió a los soldados de la 101 División Aerotransportada a un instituto en Little Rock para escoltar a nueve estudiantes negros a los que el gobernador de Arkansas impedía por la fuerza entrar.
Eisenhower creía que los líderes afroamericanos querían avanzar demasiado y demasiado rápido, pero también consideraba que era su responsabilidad hacer cumplir las sentencias judiciales. Fue el primer gran gesto de que el gobierno federal iba a garantizar los derechos de los afroamericanos frente al sabotaje de las autoridades sureñas.
Lincoln y Johnson destacan como los grandes valedores de los derechos civiles
También John Kennedy envió a los militares a la Universidad de Misisipi para que pudiera matricularse el primer estudiante negro y tuvo que quitarle al gobernador George Wallace el mando de la Guardia Nacional de Arkansas para facilitar la entrada a los dos primeros estudiantes afroamericanos en casi ciento cincuenta años de historia de la universidad estatal.
A Kennedy le tocó vivir la gran explosión de protestas del movimiento de los derechos civiles de los negros en el Sur y, aunque al principio les ofreció poco más que buenas palabras, en 1963 puso en marcha el proyecto de ley que acabaría siendo la ley de Derechos Civiles de 1964, el instrumento que acabó con la segregación y que fue aprobado en parte como homenaje al presidente tras su asesinato.
La conquista de la igualdad entre razas en EE. UU. obviamente no está acabada ni tampoco es obra de una persona en concreto. El mérito de lo logrado reside en primer lugar en la voluntad y el valor de los activistas negros que arriesgaron su vida y su bienestar para exigir justicia. Algunos presidentes hicieron pequeñas contribuciones y, entre ellos, Lincoln y Johnson destacan como los grandes valedores de los derechos civiles. Aunque Trump diga que “nadie ha hecho tanto como él”, lo cierto es que está muy lejos de alcanzarlos.