El sueño imperial del sobrino de Napoleón
Segundo Imperio
Luis Napoleón Bonaparte, Napoleón III, aplastó con mano dura toda disidencia que pudiera poner en riesgo su ambición política
El escritor Victor Hugo, quien se convertiría en feroz enemigo de Napoleón III, fue un visionario cuando, en 1848, vaticinó el triunfo político de aquel errático personaje: “No es un príncipe el que vuelve: es una idea. Desde 1815 el pueblo espera a Napoleón...”. Lo cierto es que en diciembre de 1848, tras varios meses de agitación política provocada por los hechos revolucionarios de febrero, Luis Napoleón Bonaparte fue elegido presidente de la Segunda República con el apoyo de las clases populares.
Eran las primeras elecciones con sufragio universal masculino celebradas en Francia, y su vencedor resultó ser el sobrino de Bonaparte y heredero del bonapartismo (tras la muerte del hijo del Gran Corso). La ambición política de aquel hombre taciturno, de apariencia apática, pero con una idea obsesiva por recuperar la gloria de su dinastía, no tenía límites.
El texto constitucional especificaba que el jefe del ejecutivo no podía ser reelegido, una vez agotado su período de cuatro años. Sin embargo, la cifra de los votos emitidos a su favor en 1848 y la popularidad de su figura hacían abrigar en Luis Napoleón una sólida esperanza en “la nación”, por encima de las disposiciones legislativas.
El final próximo de su mandato estimuló sus habilidades conspiratorias y le impulsó a dar un golpe de Estado que puso en sus manos el poder absoluto. Para llevarlo a cabo escogió el 2 de diciembre, fecha simbólica de los Bonaparte: la de la coronación de Napoleón I, la de la victoria de Austerlitz. Tras ser ratificado mediante un plebiscito, eliminó a la oposición republicana y socialista e instauró un régimen autoritario y centralizado.
Tan solo faltaba el último escollo, inherente a un Bonaparte: mantenerse indefinidamente en el poder. El antiguo revolucionario, afiliado a los carbonarios (miembros de una sociedad secreta de carácter nacionalista y liberal), con un largo pasado de destierro y cautiverio, había logrado coronar, gracias a su política populista de atracción de las masas proletarias y al creciente apoyo de la burguesía, su ambición restauradora.
El sobrino del Gran Corso f ue proclamado emperador de los franceses en 1852 bajo el nombre de Napoleón III. Se iniciaba el Segundo Imperio Francés. El nuevo soberano contó con la adhesión del ejército, la burguesía y la Iglesia. Gran parte del cuerpo militar estuvo de su lado. Las expediciones emprendidas por Napoleón III habían devuelto el prestigio a las tropas francesas.
También los burgueses aplaudieron el orden establecido por el régimen imperial, tras años de disturbios y amenazas a sus bienes. Por su parte, la jerarquía eclesiástica se mostraba agradecida por el apoyo que Luis Napoleón le había prestado.
Personalismo autoritario
Una nueva Constitución reforzó los poderes del ejecutivo y subordinó el legislativo. En política interior, el autoritarismo se hizo cada vez más evidente. Se restringieron las libertades de asociación y prensa y se persiguió a los disidentes.
Lograr el reconocimiento internacional requirió para Napoleón III una compleja labor de diplomacia. Europa miraba con recelo una restauración imperial, reciente aún la aventura bonapartista que había dejado el continente bañado en sangre. Gran Bretaña fue la menos reticente. Lo cierto es que Napoleón III se convirtió en un buen aliado de los intereses británicos.
Las dificultades provenían, sobre todo, de Austria, Prusia y Rusia. El zar Nicolás I, símbolo del absolutismo monárquico, juzgaba al emperador francés de aventurero y de soberano de ocasión. Alcanzado el trono imperial, el matrimonio del nuevo soberano empezó a plantearse como una cuestión de Estado.
La perpetuidad dinástica, basada en la sucesión, obligaba al emperador a renunciar a su codiciada soltería. La elegida fue la aristócrata española Eugenia de Montijo. De su unión nació el príncipe Eugenio, quien encontró la muerte durante la guerra contra los zulúes a los veintitrés años.
El Segundo Imperio, que vivió momentos de gloria, cambió la fisonomía de su capital, París, y convirtió a Francia en una potencia económica. Pero tuvo su cruz en la política personalista y autoritaria de Napoleón III, que vio cómo su sueño imperial acababa enterrado en 1870 tras la derrota de Sedán contra las tropas prusianas.
Este artículo se publicó en el número 602 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.