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La vida loca de los maharajás

India

Las hiperbólicas ostentaciones de riqueza de los maharajás indios tenían un sentido en su tradición. El dominio británico acabó propiciando un chocante viraje hacia el gusto occidental.

El maharajá Raj Singh en procesión con miembros de su corte, c. 1700. Obra atribuida a Nihal Chand.

MET Collection

Los comensales del maharajá de Gwalior recibían los postres y la copita de oporto sobre los vagones de un tren en miniatura, con diamantes incrustados, que daba vueltas alrededor de la mesa. El maharajá de Bahawalpur dormía en una cama de plata (¡290 kg!) manufacturada en París, flanqueada por cuatro articulados desnudos femeninos, pintados de color carne y tocados de pelo natural. Al accionar un mecanismo, los ojos de las autómatas (que representaban a una española, una francesa, una italiana y una griega) lanzaban guiños a su señor y le abanicaban, mientras de fondo sonaba, durante media hora, el Fausto de Gounod. ¿Cómo los maharajás llegaron a convertirse en el epítome de la vida loca?

Es al asomar en la historia india el Imperio británico cuando cobra los tintes caricaturescos tan nefastamente asociados a los nobles del lugar. El período se inicia con la desintegración del Imperio mogol durante el siglo XVIII y la primera mitad del XIX. El subcontinente indio quedó dividido en un complicadísimo puzle de 600 piezas, cada una gobernada por un nawab, nizam, rana o rajá, entre otros muchos títulos. Posteriormente, los británicos simplificaron tal variedad de dignidades en una sola, maharajá, gran rey.

Maharajá Shivaji, dinastía mogol, retrato de 1680-87.

British Library (Dominio público)

Su estilo de vida era absolutamente fastuoso: comían en platos de cerámica de un solo uso, regalaban su peso en oro por su cumpleaños y rara era la parte de su cuerpo que no estaba cubierta de brillantes pedruscos. Porque podían y porque debían.

En el Indostán, la opulencia del líder era símbolo de la prosperidad de un pueblo. Mediante el darshan –el acto de ver y ser visto–, el encopetado maharajá y sus súbditos participaban de una íntima conexión de la que todos salían reforzados.

De hecho, algunos maharajás hindúes eran la personificación terrenal de una divinidad. Los de religión musulmana no podían reclamar esa prerrogativa, pero sí la de “la sombra de Dios”.

Rodearse de objetos preciosos era una forma de expresar su riqueza y, por tanto, su poderío militar

El minuto a minuto de la vida de un maharajá era una exquisita obra de arte. En actos públicos como el durbar (la reunión de la corte) o como las procesiones religiosas en que montaba un enjoyado elefante, pero también en su vida en palacio. Rodearse de objetos preciosos era una forma de expresar su riqueza y, por tanto, su poderío militar.

El más nimio de los enseres –un peine, un tintero– era una enjoyada filigrana. Tal despliegue precisaba de una ingente comunidad de artistas y artesanos, siempre ocupados por el flujo constante de obras que el maharajá precisaba para regalar a otros dignatarios o a templos religiosos.

Katar (daga) de Thanjavur con hoja alemana, a la izqda., y ankus (bastón para azuzar elefantes) del sur de India, siglo XVII.

MET Collection

Tras décadas de presencia a través de la Compañía de las Indias Orientales, en 1858 Gran Bretaña se anexionó formalmente India. Londres, sin embargo, solo controlaba directamente el 60% de la Joya de la Corona. El resto siguió nominalmente en manos de los maharajás, ahora vasallos de la reina Victoria .

En el choque de dos culturas tan distintas algo se quedó lost in translation. Los nobles indios, educados en el lujo entendido como manifestación suprema del poder, se enzarzaron en una competición para asombrar a los británicos, escalar en la jerarquía colonial y ganarse la salva de 21 cañonazos, la máxima a la que podían aspirar.

Los británicos alentaron el dispendio: por un lado, incrementaba el respeto de los súbditos por su maharajá; por otro, hacía olvidar que, en realidad, este estaba atado de pies y manos por los designios de la Corona británica.

Cuando se enteró de que el príncipe de Gales iba a hospedarse en sus dominios, construyó un palacio

El ejemplo perfecto de malentendido convertido en despilfarro lo protagonizó en 1875 el maharajá de Gwalior. Cuando se enteró de que el príncipe de Gales iba a hospedarse en sus dominios, decidió construir un palacio para la ocasión: un edificio neoclásico de mármol de 900 estancias, erigido en medio de la jungla en tan solo 18 meses. Todo por un capricho de una noche, que es el tiempo que pensaba hospedarse allí el príncipe de Gales.

Jai Villas, como se llamó el complejo, resultó un monstruo inhabitable del que el maharajá, tras la principesca visita, huyó despavorido. Había pagado carísimo el intento de alzar un palacio de estilo europeo. Fue concebido por lo más cercano a un arquitecto occidental que el maharajá tenía a mano: un coronel británico cuya única experiencia había sido diseñar la prisión local y cuya apresurada formación para el nuevo proyecto se limitó a una visita a Versalles .

Maharajá de Kolhapur, c. 1912.

Devare & Co., Bombay (Dominio público)

La imparable adopción de los gustos occidentales fue una catástrofe cultural de la que India jamás se recuperaría. En el siglo XX, el mecenazgo de los maharajás abandonó las milenarias tradiciones artísticas locales y se volcó en los palacios Art Déco, los Rolls-Royce personalizados, los retratos fotográficos de Man Ray o Cecil Beaton, la marroquinería de Louis Vuitton...

Los viajes de compras a París se planificaban con meses de antelación, e incluso se cree que las infinitas chequeras de los maharajás salvaron de la bancarrota a más de una casa de lujo durante la recesión de los años treinta.

Quienes vieron la luz del día gracias a los maharajás fueron los joyeros. Se vivieron escenas que jamás volverían a repetirse: ¿pueden imaginarse la lividez facial de los empleados de la joyería Boucheron cuando el maharajá de Patiala se presentó con seis cofres que contenían siete mil diamantes y más de catorce mil esmeraldas? Pues aún le quedaba pedrería: Cartier recibió del mismo maharajá el que aún hoy es el mayor encargo de la historia de la casa.

Estereotipos persistentes

En 1971, Indira Gandhi borró a los maharajás de los presupuestos públicos y abolió su título. Sin embargo, todavía lo lucen nominalmente. Algunos explotan las propiedades que les quedan como museos u hoteles, otros se dedican a la política.

El mundo de los maharajás, a pesar de los ímprobos esfuerzos por frotarnos el eurocentrismo, siempre tendrá algo que se nos escapa. La distancia creó el estereotipo, y este viene de lejos. Fijémonos en Victoria, la mismísima emperatriz de la Joya de la Corona, tanto metafórica como literalmente: de India recibió el Koh-i-Noor, el mayor diamante que había visto la luz del sol. La monarca aprendió hindi e incluyó el curry en sus menús. Pero nunca puso un pie allí.

Este artículo se publicó en el número 501 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.