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¿Por qué nos fascinan las perlas?

La historia del lujo ha estado unida indiscutiblemente a las perlas, al menos hasta el siglo XX. Su origen exclusivo ha dado lugar a joyas únicas.

Collar de perlas. Foto: Security en Pixabay.

perlas collares

Las joyas más antiguas y longevas de la historia de la humanidad son las conchas: empezaron a adornar nuestros cuellos y muñecas hace cien mil años. Solo muy recientemente, hacia 5300 a. C., en Mesopotamia, a alguien se le ocurrió utilizar como adorno aquellas esferas blancas ocultas en algunos moluscos. Nació la pasión por las perlas, en un principio en el seno de las civilizaciones asiáticas, pues en sus mares se escondían estos milagros de nácar: en el golfo Pérsico, en el mar Rojo y en las costas indias.

Las caravanas acarrearon el nácar a Occidente e iniciaron un viaje que llega a nuestros días. El primer pueblo occidental en enamorarse de las perlas fue el romano . Según Plinio, todo empezó cuando Pompeyo, en el siglo I a. C., celebró sus victorias en Asia Menor con un retrato confeccionado con perlas.

Según Plinio, Cleopatra disolvió una perla en vinagre y se la bebió, para estupefacción de Marco Antonio.

Con su pluma bañada en la misoginia, varios historiadores dejaron testimonio de la ruinosa adicción que el nácar despertó desde entonces entre las mujeres. La más fatal de todas, Cleopatra, otra vez según Plinio, poseía las dos más grandes del mundo. Una de ellas la disolvió en vinagre y se la bebió, para estupefacción de Marco Antonio. Durante siglos se creyó que este cóctel era una leyenda, pero un equipo de científicos demostró recientemente que la solución es posible si el nácar se trata previamente.

Solo para vips

Bizancio continuó la historia de amor de los romanos por las perlas. El emperador Justiniano decretó que solo podían lucirlas él y su esposa Teodora, y en los icónicos mosaicos de Rávena aparecen casi sepultados de nácar.

Perlas en la corona del Sacro Imperio Romano Germánico.

TERCEROS

En la Edad Media se convirtió en una parte importantísima de la imaginería cristiana, sobre todo como símbolo de la pureza de la Virgen. Decoraron devocionarios, cálices y objetos de culto, así como las coronas, los ropajes y las insignias de aquellos que mandaban por designio divino. El orbe y la corona de los emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico, fechados entre los siglos X y XI, por ejemplo, contienen más perlas que ninguna otra piedra preciosa.

A partir del siglo XIII, con el auge de las ciudades, la pasión dejó de ser exclusiva de aristócratas y dignidades eclesiásticas y se extendió a la burguesía. Las perlas eran símbolo de estatus y, además de en joyas, empezaron a lucirse engarzadas en la vestimenta. Los que no podían pagar las originales recurrían a las falsas, fabricadas con esmalte. El mismísimo Leonardo da Vinci dejó escrita una fórmula para manufacturarlas.

No todo era vanidad. Las novias lucían perlas como símbolo de su pureza, y algunos las alababan por sus propiedades curativas: en España, por ejemplo, se creía que beber su polvo fortalecía el corazón.

La infanta Isabel Clara Eugenia, detalle de un retrato de Alfonso Sánchez Coello (1531-32). Colección del Museo del Prado.

TERCEROS

Entre el decoro y la vanidad

El descubrimiento de América fue también el descubrimiento de nuevos fondos marinos ricos en ellas. El siglo XVI constituyó el inicio de una edad de oro, o, mejor dicho, de nácar. La época de las gigantescas perlas con nombre propio. Dos de ellas, la Peregrina (propiedad siglos después de la actriz Elizabeth Taylor) y la Grande, formaron parte de las joyas de la Corona española.

Para Isabel I de Inglaterra fueron un instrumento político, un símbolo de su condición de Reina Virgen: poseía una cuerda con 600 engarzadas, y en algunos vestidos las llevaba cosidas a la cintura, como realce de su castidad. Pero no serían únicamente grandes damas sus usuarias: una de las más espectaculares es la perla que adornaba la oreja de Carlos I de Inglaterra cuando fue ejecutado.

Durante siglos fueron la única joya que el decoro permitía ostentar a las viudas y a los asistentes a los funerales, pues se recuperó la idea de la mitología griega de que eran las lágrimas de los dioses. Curiosamente, el nácar, entre los siglos XVI y XVII, también se creyó apropiado para un evento totalmente opuesto a la muerte: lo lucían las mujeres embarazadas, pues se consideraba un amuleto de fertilidad.

Retrato de Velázquez de Felipe III. El rey lleva prendida del sombrero la perla Peregrina. Colección del Museo del Prado.

TERCEROS

Hasta el siglo XVIII, los diamantes que llegaban a Europa de la India, único lugar de donde se extraían, eran escasos. En ese siglo se descubrieron minas en Brasil, y en el siguiente, en Sudáfrica. Las perlas sufrieron su primer gran golpe: los diamantes pasaron a ser la piedra preferida de las reinas.

El nácar no desapareció por completo de los joyeros. Unas muy ajustadas gargantillas de perlas adornaron los generosos escotes del XVIII, y en el XIX, Eugenia de Montijo puso de moda las esferas negras. A principios del siglo XX, en Japón se inventó la técnica para producir perlas cultivadas. Fue la última puntilla.

El nácar se democratizó y, por tanto, dejó de verse como algo exclusivo. Coco Chanel, que hizo famosos los collares de infinitas vueltas, se declaraba fanática de las cultivadas, pero ella poseía las valiosísimas perlas de los Romanov, regalo de su amante el duque Dmitri Pavlovich.

Este artículo se publicó en el número 548 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com .