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Franco y Salazar, dos dictadores sin química

Mandatos paralelos

Representaban regímenes con mucho en común y cooperarían por interés, pero la desconfianza era mutua. Pese a compartir valores, no les unía gran cosa a nivel personal.

Franco junto a otros miembros de su gobierno en 1954.

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Francisco Franco y Oliveira Salazar fueron los dueños y señores de la península ibérica durante las tres décadas más difíciles de la historia contemporánea de Europa y quizá del mundo. Ambos llegaron al poder absoluto en los años treinta: uno, militar, en España, a través de una guerra civil con centenares de miles de víctimas; el otro, profesor de Economía, en Portugal, después de una larga etapa de inestabilidad salpicada de golpes y contragolpes de Estado que habían colocado al país al borde del caos y la ruina.

Los dos ejercieron el poder desde una desmedida ambición que contrastaba con el odio que exhibían hacia la actividad política. No se sabe gran cosa de sus relaciones personales. No fueron amigos ni confidentes. Franco siempre se entendió mejor con los presidentes de la república portuguesa (Antonio Carmona, Craveiro Lopes y Américo Tomás), todos militares como él, que con Salazar, jefe de gobierno e inspirador del régimen, y quien realmente ostentaba el poder.

Se entrevistaron en varias ocasiones, por lo menos siete, pero sin llegar nunca a intimar. Cuando tuvo lugar el golpe de Estado del 18 de julio de 1936, Salazar tardó poco en tomar partido. Aunque su ultranacionalismo luso le mantenía en alerta permanente ante el militarismo español, era consciente de que la libertad que se disfrutaba en España constituía un mal ejemplo para Portugal. Inicialmente se sumó a la corriente internacional de neutralidad, pero su apoyo a los sublevados se volvió evidente.

Conveniencia y recelo

Conforme evolucionaba la guerra, la ayuda de Portugal al bando franquista fue en aumento. Primero con facilidades logísticas, y más tarde con el envío de voluntarios, los famosos “viriatos”, para echar una mano en el frente.

¿Y si Londres decidía aprovecharse de su relación con Lisboa para hacerse con el control de la península?

Era Salazar quien tomaba personalmente todas las decisiones, no solo por su monopolización del poder, sino también por la acumulación de cargos que mantenía: además de presidente del Consejo de Ministros (que era su título oficial como jefe de gobierno), ocupaba las dos carteras que en circunstancias tan complejas implicaban mayor responsabilidad, la de Negocios Extranjeros y la de Defensa.

Para Franco también era importante asegurarse unas buenas relaciones con Portugal. Y la prueba es que encomendó su tutela a la persona de mayor confianza: su propio hermano Nicolás. Salazar, por su parte, encargó también la misión a una de las personas en cuya lealtad más creía: el diplomático Pedro Theotónio Pereira.

Mientras, la situación en Europa seguía complicándose. Hitler se había anexionado Austria y los Sudetes, y Salazar y Franco empezaban a ser conscientes del inminente estallido de la Segunda Guerra Mundial. En las preocupaciones de los dos dictadores confluyeron análisis que marcarían el futuro de las relaciones entre sus países.

A Franco le inquietaba la frontera con Portugal ante la posibilidad de que Gran Bretaña entrase en guerra: ¿y si Londres decidía aprovecharse de su relación con Lis boa para hacerse con el control de la península y del estrecho, donde ya contaba con una base naval permanente en Gibraltar? Salazar, por su parte, preveía el peligro de una implicación franquista en la contienda, en cuyo caso, y con el apoyo de Alemania, las tropas españolas intentarían recuperar Gibraltar, ocupar el norte de África y quizá invadir Portugal.

António de Oliveira Salazar en 1940.

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Para impedirlo consideraba importante no representar una amenaza para la España de Franco. Era imprescindible mantener una buena vecindad, pero sin renunciar a la protección que le brindaba Gran Bretaña. En 1938, tras largas conversaciones en Burgos (capital provisional del bando nacionalista español) entre los estrategas franquistas y el representante salazarista, Nicolás Franco viajó a Portugal para entrevistarse con Oliveira Salazar.

La reunión, de carácter semisecreto, se celebró en Monte Caramelo y duró un día. El tema central de la conversación fueron las previsiones de un nuevo conflicto continental. La necesidad de mantener a la península al margen de la futura guerra mundial era compartida. A los franquistas lo que más les apremiaba era terminar la guerra, mientras que para Salazar empezaba a ser motivo de nerviosismo la exaltación de la voluntad imperial que enarbolaba la propaganda falangista.

España, decían los eslóganes joseantonianos, albergaba vocación de imperio, y los portugueses temían que esa anacrónica ambición comenzase por lo más próximo y factible: un intento de anexión de su país. La entrevista de Salazar y Nicolás Franco dio paso a una negociación diplomática que, meses más tarde y tras muchos tiras y aflojas (los portugueses temían que los españoles incluyesen alguna trampa en el texto), concluyó con la firma del Tratado de Amistad y Cooperación.

El acuerdo establecía la neutralidad de la península, el compromiso de no agresión entre los dos países (incluida la renuncia a ayudar a terceros que pudieran atacar a alguno de los dos) y el respeto a las fronteras establecidas. Se firmó en 1939, apenas un par de semanas antes de que los franquistas se proclamasen vencedores de la Guerra Civil, y con medio año de anticipación respecto al estallido de la Segunda Guerra Mundial.

Tanto en común, o no

Franco y Salazar compartían muchas ideas y principios. Sus prácticas políticas condenaban de antemano a ambos países al oscurantismo religioso, al subdesarrollo económico y al atraso cultural. También se parecían la crueldad de sus métodos, su animadversión hacia las libertades y su propensión al aislamiento, que empezaba por sus místicas particulares, imbuidas a menudo de sus convicciones religiosas.

Tanto Franco como Salazar veían en el comunismo al principal enemigo de sus regímenes

Y, sin embargo, pese a tantas coincidencias, no parece que se profesasen admiración alguna ni simpatías de carácter personal. El pragmatismo que también compartían seguramente consideraba una bendición tenerse enfrente, pero nada más. Lo prueba el hecho de que no mostrasen interés en conocerse hasta pasado bastante tiempo, concretamente hasta principios de 1942. El encuentro se celebró en Sevilla. Entre los dos países no había problemas reseñables.

El Tratado de Amistad y Cooperación funcionaba con normalidad y las dos dictaduras, aunque preocupadas por el curso de la guerra en Europa, estaban concentradas en sus problemas internos, especialmente económicos y de orden público. Tanto Franco como Salazar veían en el comunismo al principal enemigo de sus regímenes y, para perseguirlo, toda la colaboración entre sus países les parecía insuficiente.

No obstante, el entendimiento entre los dos pueblos peninsulares siempre había sido escaso. Y a esto se unía la también limitada avenencia entre sus politizadas policías, aunque en la persecución de los enemigos de sus gobiernos mantenían una estrecha colaboración. Sea como fuere, la propaganda subliminal y la política educativa de ambos regímenes, convertida en verdadero adoctrinamiento, invitaban a sus ciudadanos a ignorarse y hasta a odiarse.

Franco, pese a su recelo ante las relaciones luso-británicas, intuía que la suerte de la Segunda Guerra Mundial estaba cambiando. La victoria nazi, que tan clara parecía en los primeros meses de la contienda, empezaba a vislumbrarse más que dudosa. Y esto empujaba al caudillo a iniciar movimientos en política exterior que pusiesen a cubierto a su régimen de los efectos de la derrota del Eje. Uno de ellos era el acercamiento a los británicos, para lo cual el gobierno de Salazar podía ser un excelente aliado.

El Real Alcázar de Sevilla.

SeanPavonePhoto / Getty Images

El dictador español sabía de sobra que los portugueses habían firmado el Tratado de Amistad y Cooperación después de obtener el visto bueno de Londres. Y que Londres era, de entre el bando aliado, en el que podía encontrar algún género de tolerancia, gracias a la condescendencia de Churchill hacia su régimen anticomunista.

Incluso alguno de sus diplomáticos había dejado caer en Londres la propuesta de cambiar el rumbo de la guerra y convertir el enfrentamiento entre democracias y fascismos en uno entre anticomunistas y comunistas. En la reunión de Sevilla los dictadores hablaron de la nueva situación internacional y acordaron introducir algunas modificaciones en el tratado para darle mayor consistencia.

La reunión

Salazar entró con gran discreción en España por la frontera de Badajoz la víspera del encuentro. En la frontera le aguardaban el todavía influyente “cuñadísimo”, el ministro Ramón Serrano Suñer, y Theotónio Pereira, que, al igual que Nicolás Franco, había sido elevado al rango de embajador tras más de dos años como representante oficioso. Ambos le acompañaron hasta Sevilla, a través de una carretera protegida por guardias civiles armados hasta los dientes.

Las conversaciones se celebraron en el Alcázar. La visita, que apenas se prolongó veinticuatro horas, discurrió en un ambiente de secretismo y austeridad muy propio del carácter reservado de los dos protagonistas. ¿Cómo se cayeron Franco y Salazar? Esta es una pregunta que solo cabe responder con especulaciones. Ambos hablaban poco de sí mismos, y no consta que ninguno hiciese comentarios explícitos sobre el otro.

El presidente portugués era invariablemente un militar elegido por Salazar con unas funciones muy limitadas

Aunque con matices, sí parece que coincidieron en lo esencial. Y lo esencial en cuanto al futuro de las relaciones peninsulares era la transformación del tratado ya existente en un pacto entre estados. A él se incorporarían retoques aconsejados por la situación internacional y la experiencia de los tres años escasos que llevaba en vigor. La nueva redacción del acuerdo, que recibió diferentes nombres pero que se perpetuaría como Pacto Ibérico, fue de nuevo objeto de una larga negociación.

Concluyó con la firma en Lisboa a cargo de Salazar, en su condición de ministro de Negocios Extranjeros, y el nuevo ministro español de Asuntos Exteriores, Francisco Gómez Jordana. El pacto, que tenía una vigencia de diez años prorrogables, se mantendría en vigor hasta que en abril de 1974 una revolución acabó en Portugal con el régimen salazarista.

Portugal ante el mundo

Las relaciones hispano-portuguesas en las décadas de los cuarenta, los cincuenta y los sesenta se desarrollaron con desigual suerte. La dictadura portuguesa, sin ser menos férrea que la española, estaba libre del estigma que arrastraba el franquismo tras una guerra de una crueldad inenarrable y una posterior represión igualmente sangrienta. Además, a diferencia de España, mantenía ciertas estructuras que la hacían parecer ante el mundo una democracia en situación transitoria de excepcionalidad constitucional.

Para ello, mantenía un presidente de la república elegido en votación directa cada cinco años y una asamblea que hacía las funciones de Parlamento. La realidad era bastante distinta, claro. Las elecciones presidenciales estaban amañadas. El presidente era invariablemente un militar elegido por Salazar con unas funciones muy limitadas. Y la Asamblea estaba formada por diputados elegidos corporativamente entre personas de máxima confianza y fidelidad al régimen.

El presidente de EE.UU., Harry Truman, firma el Tratado de la OTAN en presencia del embajador portugués Theotónio Pereira (de pie, detrás).

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No existía libertad de prensa, ni de manifestación, ni de reunión ni, por supuesto, más posibilidad de asociacionismo político que la que se enmarcaba en el partido único de Salazar. Pero a menudo las apariencias cuentan, y en el caso del salazarismo las democráticas le permitieron aventajar a España en apertura internacional.

Mientras que España presenciaba la marcha de los embajadores extranjeros, Portugal recibía las ayudas del Plan Marshall, era aceptado como miembro de la ONU, entraba en la OTAN y se incorporaba a organizaciones de ámbito económico y financiero como la EFTA, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. En 1943 incrementó su influencia cediendo a Estados Unidos una base militar en la isla Terceira, en las Azores.

Durante esta etapa fue valedor de España ante los foros y organizaciones de los que ésta se hallaba excluida. Pero por poco tiempo. Su relativa influencia empezó a decaer tras la negativa a facilitar la independencia de sus colonias en África y Asia.

La visita de Franco

Franco y Salazar tardarían otros siete años en volver a encontrarse. Fue en 1949, cuando el dictador español hizo a Portugal su única visita oficial como jefe de Estado a un país extranjero. Se desplazó a Lisboa en un tren especial, acompañado por una amplia comitiva. En la capital lusa su estancia constituyó un acontecimiento que la prensa destacó con expresiones de alabanza.

También la española informó del viaje con gran alarde tipográfico. Además de Lisboa, donde el dictador español recibió el homenaje popular de millares de portugueses movilizados por el salazarismo, Franco visitó Coimbra. Le acompañó siempre el presidente Carmona, y durante los cinco días que permaneció en el país mantuvo varias reuniones de trabajo con Salazar. Las informaciones periodísticas, poco fiables tras su paso por las censuras, coinciden en que fueron encuentros muy cordiales y fructíferos.

Habían cambiado muchas cosas en ambos países, aunque ninguno había abdicado de su carácter

Posiblemente fuese cierto. Nunca trascendió que hubiesen surgido discrepancias o fricciones derivadas del temor portugués al espíritu imperial de los falangistas. A esas alturas, Franco ya había frenado algunos de sus excesos verbales y neutralizado muchas de sus utopías expansionistas. A partir de aquel viaje, los encuentros entre los dos dictadores se volvieron más frecuentes. Existía entre ambos una situación institucional diferente que marcó siempre el protocolo. Salazar era solo jefe de gobierno y Franco era, además, jefe de Estado.

De ahí que quienes hicieran las visitas oficiales a España fuesen los tres presidentes de la república que se sucedieron durante el salazarismo. Siempre fueron muy bien recibidos en Madrid, aunque no se ocultaba a nadie que en la práctica se trataba de figuras poco menos que decorativas. Carmona, Lopes y Tomás eran aficionados a la caza, lo mismo que Franco, y fueron casi anuales las cacerías que compartieron.

Salazar curiosamente nunca estuvo en Madrid, por lo menos de manera oficial. Las reuniones entre los dos dictadores siempre se celebraron en lugares próximos a la frontera y, salvo en la visita de Franco a Portugal, en alguna ciudad española. Salazar, inferior en el rango protocolario, venía a España pero, quizá para no reflejar sumisión, sin hacer todo el camino hasta la capital. El tercer encuentro que mantuvieron fue en 1950, y se celebró en La Coruña.

Dos años después se reunirían en Ciudad Rodrigo (Salamanca). Y también en el parador de Ciudad Rodrigo volvieron a verse en 1957. Esta cita se salió de la brevedad de otras y se prolongó unas horas en territorio portugués. Al final de las conversaciones, Salazar invitó a Franco a recorrer las comarcas portuguesas próximas a la frontera, y ambos compartieron una excursión por Braga, Oporto y Guimarâes.

Parador de Ciudad Rodrigo, Salamanca

Luis Rogelio HM - Flickr

Fue entonces –y no en 1949, como recogen muchos textos históricos– cuando Franco pisó por última vez territorio extranjero, aunque parece bastante probable que en aquel recorrido, del que no existe información oficial, apenas pusiera el pie fuera del automóvil, salvo para tomar un refrigerio o para contemplar panorámicas desde algún mirador del recorrido. Los últimos encuentros cambiaron de escenario. Tuvieron lugar en el parador nacional de Mérida.

Uno fue en 1960 y el segundo en 1963, este bajo la sombra, que tanto empañó las relaciones, del asesinato en Badajoz de un rival político de Salazar, el general Humberto Delgado, por agentes de la PIDE, la policía política portuguesa. Para entonces habían cambiado muchas cosas en ambos países, aunque ninguno de los dos regímenes había abdicado lo más mínimo de su carácter autoritario.

Hablaron con seguridad de algo que no recogieron las actas: las actividades políticas de don Juan de Borbón

En varias de estas reuniones los dos dictadores hablaron de algo que no recogieron las actas, pero que preocupaba mucho a Franco: las actividades políticas que el heredero de la Corona española, don Juan de Borbón, realizaba en Estoril, donde vivía su exilio acogido a la hospitalidad portuguesa. La PIDE seguía sus movimientos, y sus informes, a veces muy detallados, eran enviados a Madrid. Según algunos testimonios, directamente al palacio de El Pardo.

El problema colonial

España empezaba a recuperar cierta presencia internacional tras su ingreso en la ONU a mediados de los cincuenta, y luchaba por engancharse a los vagones de cola del desarrollo experimentado por los países de su entorno. Con la excepción de Portugal, que le iba a la zaga en todos los indicadores económicos. La exigua renta per cápita española, unos dos mil dólares, ya casi doblaba la portuguesa.

Los alardeados milagros económicos de Oliveira Salazar, que efectivamente en los primeros años habían conseguido algunos resultados positivos, fracasaban ahora ante su cerrazón a abrir la economía. Esta se veía sometida a un anquilosamiento de las estructuras industriales, a la falta de inversión, a una agricultura primitiva y a la alta fiscalidad a que obligaban los gastos de las guerras coloniales que el régimen estaba empezando a afrontar.

Casas coloniales portuguesas en la fachada fluvial de Panjim, capital de Goa.

En 1961, ya en pleno proceso descolonizador de los imperios británico y francés, India invadió por sorpresa Goa, una colonia portuguesa enclavada en su territorio. La reducida guarnición que Portugal mantenía se rindió casi sin oponer resistencia. Para el régimen de Salazar fue un duro golpe. La censura consiguió paliarlo ante la opinión pública, pero solo en parte: su propaganda, fundamentada en la grandeza y perdurabilidad del imperio colonial, empezaba a perder argumentos en la metrópoli.

En los territorios coloniales africanos surgían movimientos de liberación. En paralelo, el país comenzaba a afrontar en Naciones Unidas un acoso diplomático implacable. Los nuevos países independientes africanos rehusaban establecer vínculos con la última potencia europea que se negaba a descolonizar. Otros muchos rompieron relaciones. Lisboa, como le había ocurrido en otros tiempos a Madrid, vio a muchos embajadores abandonar la ciudad.

Comenzaba un duro aislamiento, que se complicaba con los estrechos lazos diplomáticos que el salazarismo estableció con países marcados por el apartheid, regímenes segregacionistas en manos de minorías blancas. España pasó entonces a ser la principal valedora internacional del régimen portugués. Lisboa también contaba con cierto respaldo de Estados Unidos y Gran Bretaña, pero se trataba de un apoyo más indirecto y disimulado.

El salazarismo no ocultó su malestar cuando España decidió conceder la independencia a Guinea Ecuatorial

Los diplomáticos españoles lamentaban en voz baja el papelón que tenían que hacer defendiendo el indefendible colonialismo portugués en algunos foros internacionales. Pero las instrucciones de Madrid dejaban poco margen a la discusión. El franquismo seguía siendo fiel a sus compromisos y solidario con el parecido régimen.

A pesar de que el salazarismo no estaba en las mejores condiciones para ponerle mala cara a nadie, y menos a la España de Franco, no ocultó su malestar cuando esta decidió, con retraso y a regañadientes, concederle la independencia a Guinea Ecuatorial.

El salazarismo lo interpretó como una falta de solidaridad con su política. España dejaba a Portugal como única potencia colonial en África, toda una afrenta convertida en paradoja. Porque Portugal necesitaba confesadamente mantener sus colonias para seguir siendo un país grande, condición imprescindible que el régimen de Salazar veía para no ser anexionado por España.

El fin de Salazar

En septiembre de 1968 comenzaron a circular por Lisboa rumores de que Salazar se había caído del sillón y había tenido que ser atendido por los médicos. Unas horas más tarde se confirmó que había sufrido un percance cerebral de pronóstico reservado. No había previsiones sucesorias claras, y el presidente de la república, el almirante Tomás, tuvo al fin la oportunidad de ejercer el cargo.

Marcelo Caetano, sucesor de António de Oliveira Salazar.

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A lo largo de una semana desencadenó un proceso de sustitución de apariencia constitucional. El partido único propuso a Marcelo Caetano como nuevo presidente del Consejo de Ministros y, lógicamente, la Asamblea corporativa lo proclamó sin reservas. Caetano accedía al cargo sin el carisma de Salazar, con las dudas de un sector del régimen sobre su firmeza, el país agobiado por todo tipo de problemas y la oposición clandestina cada vez más activa, pero con la unanimidad del Legislativo.

El nuevo jefe de gobierno, que llegó al poder aureolado y estigmatizado a la vez por una imagen reformista, mantuvo las mejores relaciones con el franquismo, a lo cual contribuyó su amistad personal con el todopoderoso ministro de Desarrollo, miembro como él del Opus Dei, Laureano López Rodó. En 1973 fue prácticamente el único jefe de gobierno extranjero que acudió a Madrid para asistir a los funerales por el almirante Luis Carrero Blanco, el presidente del gobierno asesinado por ETA.

Entretanto, a lo largo de los dos primeros años, Caetano gobernó bajo la sombra triplemente heredada del salazarismo, la guerra colonial y el propio exdictador, fantasma imposible de ahuyentar de la vida política portuguesa. Salazar, recluido en un fuerte militar próximo a Estoril, consumía sus últimos días sin ser consciente de que ya no tenía el poder. Su agotamiento vital fue lento, pero, según los escasos testimonios que se conocen, no doloroso.

Un grupo de oficiales jóvenes, hartos de una dictadura sin horizontes, se adueñaron de los centros del poder

La muerte de Salazar no ayudó a cambiar nada. Portugal se desangraba en una guerra inútil, y el régimen flaqueaba en sus estructuras carcomidas por la corrupción, la ceguera política y el subdesarrollo.

Todo terminó en abril de 1974, cuando, en medio de la somnolencia nacional, los tanques irrumpieron por las calles de Lisboa. Un grupo de oficiales jóvenes, hartos de soportar una dictadura sin horizontes, se adueñaron en escasas horas de los centros del poder, detuvieron al presidente y al jefe del gobierno y entregaron la presidencia de la república a un general crítico con el régimen, Antonio Spínola.

Aquellos oficiales impusieron un cambio de rumbo político que, tras un agitado período revolucionario, acabaría incorporando a Portugal al mapa de las democracias occidentales.

En España, el franquismo con Franco aún perviviría algún tiempo. Su final comenzó con la muerte de este en noviembre de 1975. Poco más de un decenio después, los dos países dejarían de constituir una península refractaria a la modernidad

Ambos se incorporaron al proceso de integración europea e iniciaron, con mejor o peor fortuna, según las circunstancias, un proceso de consolidación de las libertades, el desarrollo y el progreso. Cuarenta años más tarde, ese proceso los ha vuelto prácticamente irreconocibles para quienes pretendan identificarles con las imágenes de su larga etapa de represión y oscurantismo.

Este artículo se publicó en el número 471 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.