El ejército secreto de Churchill
En plena Segunda Guerra Mundial, el primer ministro británico quiso llevar el conflicto tras las líneas del adversario. Una flamante organización de operaciones secretas, el Special Operations Executive, sería la encargada de incendiar la retaguardia enemiga.
A mediados de julio de 1940, la situación de los británicos parecía desesperada. Sus principales aliados en el continente, Polonia y Francia, habían sido arrollados por los ejércitos del Tercer Reich , mientras la Italia de Mussolini se preparaba para invadir Egipto y cortar el canal de Suez, cordón umbilical entre Gran Bretaña y la India.
Además, el gobierno francés de Vichy, colaborador de la Alemania nazi, había roto las relaciones diplomáticas con Londres, e incluso se planteaba declararle la guerra tras el furibundo ataque de la Royal Navy a la flota gala anclada en Mers el-Kebir. La marina inglesa había asaltado esta base argelina con la excusa de evitar que cayera en manos germanas, con el trágico resultado de más de un millar de muertos franceses.
Londres contaba con la ayuda de sus colonias y dominios, así como con la simpatía activa de Estados Unidos, pero la ocupación de las islas del canal de la Mancha por los alemanes prefiguraba una inminente invasión, algo para lo que los británicos no estaban en absoluto preparados.
Sin embargo, el nuevo primer ministro no era hombre que se amilanara. De carácter fuerte, si no agresivo, Winston Churchill veía con buenos ojos los bombardeos sobre Alemania. Y ello a pesar de sus escasos resultados y de su prohibitivo coste, dada la carestía y obsolescencia de recursos de la Royal Air Force (RAF).
Había que demostrar al mundo que Gran Bretaña seguía viva y desafiante, pero eso no era suficiente. Churchill estaba convencido de la necesidad de golpear al enemigo allí donde se pudiera. De ello surgiría la idea de crear una unidad capaz de llevar la guerra a los territorios ocupados por los alemanes con la colaboración de los distintos movimientos de resistencia que ya se estaban gestando.
El objetivo sería entretener al mayor número posible de tropas germanas, que, de otro modo, estarían en el frente. En otras palabras, se trataba de “incendiar” la retaguardia alemana. Los medios eran pocos, pero la voluntad firme. Había nacido el Ejecutivo de Operaciones Especiales, o Special Operations Executive (SOE).
Un grupo poco ortodoxo
Nunca ha quedado demasiado claro si la paternidad del mismo correspondió al propio Churchill o a Hugh Dalton, su irascible y poco diplomático ministro de Economía de Guerra.
Sea como sea, el SOE nació el 22 de julio con la misión de “coordinar toda acción por medio de sabotaje y subversión contra el enemigo de ultramar”. Esto iba a llevarle a realizar una amplísima serie de operaciones clandestinas a lo largo de todo el mundo, incluidos atentados y asesinatos selectivos.
Sus primeros miembros provenían de la sección D (operaciones clandestinas y sabotaje) del SIS, el Servicio Secreto de Inteligencia británico. Sin embargo, en vista de su naturaleza poco ortodoxa y de la voluntad de Churchill de que actuara con plena libertad, incluso financiera, el SOE no quedó subordinado a los servicios secretos.
Sobre el papel formó parte del ministerio de Hugh Dalton, aunque en la práctica dependió de Churchill en persona, que quería estar totalmente informado de sus actividades.
Las actividades del SOE en países neutrales estuvieron siempre sometidas a la valoración de los respectivos embajadores.
La decisión levantó susceptibilidades –no siempre exentas de inquina– en el MI6 (Sección de Inteligencia Militar), que a la postre limitaron su eficacia. Tampoco el Ministerio de Asuntos Exteriores estuvo de acuerdo, temeroso de que la actuación del SOE indispusiera a los gobiernos neutrales contra Londres.
Por este motivo, las actividades en países neutrales estuvieron siempre sometidas a la valoración de los respectivos embajadores, como en el caso de España, en que fueron mínimas.
La primera y reducida sede del SOE se ubicó en el número 64 de la londinense Baker Street, muy cerca de la ficticia residencia de Sherlock Holmes. En el portal figuraba una placa con el inconcreto nombre de Inter Services Research Bureau. Todo ello sería objeto de burla por parte de otras agencias, que solían llamar al SOE “la banda”.
Pero su desarrollo fue extraordinariamente rápido (al final de la guerra contaba con 13.000 miembros, 3.000 de ellos mujeres), y sus dependencias se extendieron pronto por todo el país. Mansiones victorianas convertidas en supuestas casas de reposo y oficinas comerciales, como la sede administrativa de los grandes almacenes Marks & Spencer, le sirvieron de tapadera.
Las verdaderas actividades que tenían lugar allí iban del reclutamiento y el entrenamiento a los cursos de criptografía y descifrado, pasando por la creación de nuevos y revolucionarios equipamientos. La pistola Welrod, que incorporaba un silenciador, o la mina magnética Clam, que se adhería a los raíles de tren, fueron dos buenos ejemplos.
En todo caso, su principal escuela se hallaba en Beaulieu Manor, en el sur de Inglaterra. Allí se enseñaba a los agentes salto en paracaídas, manejo de armas y explosivos, técnicas de supervivencia, cómo soportar un interrogatorio alemán y cualquier otra cosa que se considerara útil.
En busca de autóctonos
La intención tras el SOE era que los movimientos de resistencia de la Europa ocupada se dirigieran y equiparan desde Londres, donde se hallaba la mayor parte de los gobiernos en el exilio.
Por eso la necesidad de crear secciones específicas para cada país. Se prefería que los miembros fuesen autóctonos o que dominaran con naturalidad el idioma y las costumbres. Se procuraba que su documentación y su indumentaria fueran originales o se ajustaran al máximo a ellos. Los objetos de uso cotidiano, como el dinero, cerillas, tabaco..., siempre lo eran. Los refugiados que llegaban a Inglaterra se asombraban del escrutinio a que se les sometía en busca de insignificantes pertenencias, sin saber que iban a engrosar los almacenes del SOE.
Los equipos estaban formados por tres hombres: un oficial de enlace, un operador de radio y normalmente un recién expatriado al que solía denominarse “el intérprete”.
Los requisitos propiciaron que bastantes de sus miembros no proviniesen de las Fuerzas Armadas, sino de entornos académicos (lingüistas, antropólogos...), a excepción de los operadores de radio, casi todos ellos suboficiales de la RAF.
Inicialmente, los equipos estaban formados por tres hombres: un oficial de enlace, un operador de radio y un buen conocedor del medio, normalmente un recién expatriado al que solía denominarse “el intérprete”.
Una vez establecida la red, los relevos llegaban individualmente o en grupos. El método habitual de introducción en el país consistía –como con los suministros– en el lanzamiento en paracaídas. De ello se encargaban los aparatos del 138º escuadrón de la RAF y los versátiles aeroplanos Westland Lysander, capaces de operar en terrenos no preparados de solo 400 m. No se descartaron otros medios, como buques de pesca y submarinos o el acceso a través de países neutrales.
Llegados a su destino, los oficiales de enlace, que dirigían las misiones, actuaban con una autonomía casi total. Debían adaptarse a las circunstancias, que casi nunca coincidían con lo planeado. Era necesario seleccionar las fábricas que sabotear y los colaboracionistas que eliminar, y no siempre se contaba con tiempo para prórrogas.
Además, muchas de las redes de resistencia se hallaban infiltradas: la posibilidad de ser detenidos por la Gestapo siempre fue una espada de Damocles sobre sus cabezas. El medio en que se movían era en esencia hostil, y la desconfianza de la resistencia, mucha.
El equipo de radio fue la pieza básica de todo el engranaje. Los transmisores, pesados y voluminosos, limitaban la movilidad del grupo, y su mantenimiento resultaba una verdadera odisea, pero eran imprescindibles para informar a Londres, recibir instrucciones o solicitar armas y equipos. El cifrado y descifrado de mensajes no eran lo único fundamental; también la duración de esos procesos, que podían ser captados por los sistemas de escucha alemanes. Uno de los agentes del SOE, el francés Georges Bégué, tuvo una útil idea. En su programación internacional, la BBC emitiría mensajes en clave a los distintos grupos, para cuya recepción bastaría con un simple aparato de radio. Locuciones tan inocuas como “Claire ha tenido un niño” o “Pierre saluda a Ivette” incluirían significativos avisos. Quedaron para la posteridad los versos del poeta Verlaine que anunciaban el Día D.
Triunfos y torpezas
Los éxitos iniciales de los hombres de sir Frank Nelson, primer director del SOE, tuvieron lugar en Escandinavia. El 23 de enero de 1941, cinco buques noruegos cargados de rodamientos y otros útiles mecánicos, que se hallaban en el puerto sueco de Gotemburgo con destino a Alemania, fueron apresados y llevados al escocés de Kirkwall por una tripulación anglo-noruega. Al mes siguiente llegó de Noruega la primera comunicación de radio desde la Europa ocupada.
A finales de 1942, con Charles Hambro como director, dieron comienzo una serie de sabotajes en la planta de agua pesada de Vemork que limitaron al máximo su producción, imprescindible para el avance del programa nuclear alemán.
Con la planificación de la posguerra en mente, Londres demostró una clara tendencia a favorecer a los grupos afines.
Sin embargo, no siempre fue así. Pese a que oficiales de enlace e intérpretes podían dominar aspectos idiomáticos y culturales, les solía faltar experiencia y un conocimiento profundo del terreno. A ello se sumaron el distinto signo de los movimientos resistentes en cada país y el personalismo de algunos de sus dirigentes.
Con la planificación de la posguerra en mente, Londres demostró una clara tendencia a favorecer a los grupos afines. El caso yugoslavo resulta paradigmático. Habían pasado pocos meses desde la ocupación del país por las tropas germanoitalianas, en abril de 1941, cuando el SOE decidió enviar al capitán D. T. Hudson a evaluar la situación.
Como en otros casos, se buscaba al más indicado para encabezar la lucha clandestina contra el invasor. El elegido por Londres fue Draza Mihailovic, jefe de los chetniks, la milicia monárquica y ultranacionalista serbia. Durante dos largos años capitalizó la ayuda aliada.
Los chetniks combatían a los ocupantes, pero la eliminación de los partisanos del comunista Josip Broz, conocido como “Tito”, acabó convirtiéndose en su principal objetivo. Durante los cruentos enfrentamientos, con frecuentes matanzas de civiles, los hombres de Mihailovic no dudaron en colaborar con alemanes e italianos cuando lo creyeron oportuno.
No fue hasta septiembre de 1943 cuando el SOE tomó nota de su error, cesando su apoyo al jefe monárquico y entregando armas y equipos a las tropas de Tito. A partir de entonces, la Wehrmacht (las fuerzas armadas alemanas) se vio obligada a mantener varias divisiones en permanente lucha contra la insurgencia.
En la vecina Grecia, el SOE no prestó ayuda a las activas guerrillas comunistas. Sí lo pretendió en Bulgaria, país no ocupado en el que los británicos querían contrarrestar la influencia de los soviéticos. Sin embargo, una acción nunca del todo aclarada se saldó con la muerte de todos sus agentes.
La carencia de tacto a punto estuvo de dar al traste con la secular alianza luso-británica. El objetivo de la diplomacia inglesa en Lisboa hasta 1942 era evitar que Portugal entrara en la guerra junto al Tercer Reich. Por esta razón se restringieron al máximo las acciones del SOE, para no indisponer al gobierno de Oliveira Salazar.
A pesar de ello, el agente Jack Beevor planeó al alza los objetivos de la Operación Panicle, que, en caso de invasión germana, preveía la destrucción de importantes infraestructuras portuguesas, convirtiendo el país en un erial. Enterado el dictador luso, amenazó al embajador británico con lanzar contra sus hombres a la temible PVDE, la policía política, e incluso con romper relaciones diplomáticas. La oportuna marcha de Beevor y algunas concesiones lograron calmar a Salazar.
El caso chino fue muy distinto. A finales de 1941, el SOE organizó su China Commando Group, que pronto chocó con el jefe de la inteligencia nacionalista. El general Dai Li deseaba mantener las operaciones del grupo bajo su control, algo que casaba mal con la forma de actuar del SOE. Las relaciones del organismo británico con guerrilleros comunistas y gobernadores provinciales a espaldas de Chiang Kai-shek, el líder nacionalista, acabaron con la paciencia de este, que prohibió sus actividades. Desde entonces solo pudieron actuar bajo el paraguas de la estadounidense OSS (Office of Strategic Services), antecedente de la CIA.
De cal y de arena
El asesinato selectivo de colaboracionistas era una de las acciones habituales promovidas por el SOE. La Operación Ratweek, un plan de largo alcance diseñado para Noruega, Francia, Bélgica y Holanda, se inició a principios de 1944 en el marco de los preparativos para el asalto a Normandía.
Lo no tan habitual era planear la muerte de destacados dirigentes del Reich. Hoy sabemos que se pensó en eliminar a Joseph Goebbels e incluso al propio Hitler. Estas operaciones se programaron al detalle, pero nunca se llevaron a cabo.
En cambio, la Operación Antropoide recibió luz verde. El 29 de septiembre de 1941, Reinhard Heydrich, jefe de la Oficina Central de Seguridad del Reich (que englobaba a la Gestapo, la SD y la mayoría de los servicios policiales alemanes), fue nombrado Protector Adjunto de Bohemia y Moravia, el territorio más rico e industrioso de Checoslovaquia. Hombre de implacable dureza, tras descabezar a la resistencia checa y eliminar a quienes pudieran representar un obstáculo, convirtió la región en un oasis que producía a destajo para el Tercer Reich.
Dos equipos del SOE formados por checos planearon el asesinato de Heydrich aprovechando su costumbre de ir sin escolta.
La combinación de medidas represivas y beneficios sociales para los trabajadores limitó al máximo el apoyo popular a la resistencia. El éxito de Heydrich no solo preocupó a los británicos, sino también al líder del gobierno checoslovaco en el exilio, Edvard Benes, que urgió a pasar a la acción.
El 28 de diciembre, dos equipos del SOE formados por checos aterrizaban en paracaídas cerca de Praga. Tras muchas vicisitudes, y con la ayuda de la resistencia, elaboraron un plan para acabar con Heydrich aprovechando su costumbre de ir sin escolta.
El atentado tuvo lugar el 27 de mayo del año siguiente, y aunque no murió en el acto, lo hizo días después, víctima de una septicemia. No solo los integrantes del comando perdieron la vida. La venganza alemana adquirió un carácter dantesco, con miles de detenidos y la destrucción de la pequeña localidad de Lídice, en la que murieron la mayor parte de sus habitantes.
Pero fue Francia el lugar en el que el SOE volcó más recursos y en el que, aunque tarde, obtuvo sus mayores éxitos. Este país no solo se había convertido en una despensa para el Reich, sino que sus fábricas trabajaban a pleno rendimiento para su esfuerzo de guerra.
Todos soñaban con un destino en suelo francés. Sería el elegido para reequipar a las unidades procedentes del frente ruso (cuyo lamentable estado no debía contemplar el pueblo alemán), dado que su magnífico sistema ferroviario permitía una rápida conexión con el germano.
Para el SOE, sin embargo, el escenario francés era muy complejo. El territorio se hallaba dividido, y el movimiento de personas se había limitado drásticamente. Alsacia y Lorena pasaron a formar parte del Reich, mientras que la Wehrmacht ocupó el norte del país y una amplia franja atlántica que iba de la frontera belga a los Pirineos. En el sur quedaba la denominada “Zona libre”, regida desde la ciudad de Vichy hasta noviembre de 1942, mes en que Francia fue ocupada por completo.
La situación dio lugar a una multitud de organizaciones clandestinas muy territorializadas, de distinto corte político, que defendían celosamente su autonomía. Surgieron desde la conservadora Combat hasta la izquierdista Libération, sin olvidar los activos grupos de filiación comunista que, siguiendo instrucciones del Komintern, permanecieron en la sombra hasta junio de 1941, cuando la Wehrmacht invadió la URSS.
Todos estos grupos debían enfrentarse no solo a los servicios de inteligencia alemanes, sino también a la policía de Vichy, a la Gestapo francesa y, desde 1943, a la Milicia Francesa, fuerza paramilitar creada específicamente para luchar contra la Resistencia y que llegó a contar con 35.000 hombres.
En semejante escenario, las infiltraciones en las filas rebeldes eran frecuentes y las detenciones estaban a la orden del día. Se hacía imperativo crear un movimiento depurado y unificado. Pero las actividades del SOE en suelo francés sin su consentimiento disgustaban al general De Gaulle.
El principal obstáculo del SOE siempre fue el Abwehr, el servicio de inteligencia militar alemán.
El líder del gobierno galo en el exilio contaba con una no muy exitosa organización paralela, la Oficina Central de Información y Acción. La necesidad de llegar a un acuerdo en aras de la eficacia llevó a la creación de una sección en el SOE bajo mando francés. La denominada RF coexistió con la primitiva Sección F británica, que en la práctica la dominó, pero el orgullo de los franceses había quedado a salvo.
En mayo de 1942, la voladura del transmisor de Radio París puso de manifiesto que la colaboración entre el SOE y la Resistencia permitía ir más allá del asesinato de algún soldado alemán, de repartir octavillas o de pinchar las ruedas de los camiones de la Wehrmacht.
Pero la unidad de acción resultaba imprescindible. De Gaulle envió a Francia a un respetado patriota, Jean Moulin, que logró poner a los distintos grupos bajo la dirección del Consejo Nacional de la Resistencia, creado el 27 de junio del año siguiente.
Aunque nunca se logró la total sumisión de algunos colectivos (como los comunistas del FTP, que a menudo actuaron por su cuenta), las acciones de resistentes y maquis fueron desde entonces cada vez más eficientes. Contaron con el apoyo del nuevo y enérgico director del SOE, el general Colin Gubbins, veterano de la lucha antiterrorista en Irlanda, y con el de mayores sectores de la población francesa. Un buen ejemplo de esto fue Rodolphe Peugeot, que facilitó a un agente del SOE los planos y medios para sabotear la industria de su propia familia.
Pese a los múltiples enemigos con que tuvo que enfrentarse, el principal obstáculo del SOE siempre fue el Abwehr, el servicio de inteligencia militar alemán. En territorio holandés, este se apuntó uno de los mayores fracasos de la organización británica, que a lo largo de dos años perdió medio centenar de agentes y colaboradores, además de armas y explosivos.
El balance del SOE, disuelto al fin de la guerra, sigue siendo controvertido. Muchos de sus esforzados agentes pagaron sus acciones con la vida, y aunque contribuyeron a restablecer la confianza de los pueblos ocupados, no parece que el pretendido “incendio de Europa” se diera en realidad. Es más, las fricciones políticas y diplomáticas que provocó la organización fueron tantas que, en mayo de 1944, Churchill se planteó seriamente su desmembramiento. Y, sin embargo, su nuevo concepto de lucha irregular cambió la doctrina bélica. El ejército británico y otros después de él crearían unidades a partir de aquella experiencia, como el SAS (Servicio Aéreo Especial), todavía activo.
Este artículo se publicó en el número 549 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.