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El Titanic, la historia del naufragio del orgullo

Tragedia naval

Y el Titanic se hundió. Fue un viaje hacia la muerte cargado de arrogancia, como el de aquella Europa enterrada en los campos de batalla de 1914

¿Y si la historia del Titanic no fue como nos la contaron?

El HMS Titanic zarpando del puerto de Southampton.

Terceros

El domingo 14 de abril de 1912 era el quinto día en que el Titanic navegaba por las heladas aguas del Atlántico Norte a todo vapor. Era su viaje inaugural y se aproximaba a las costas de Terranova, camino del puerto de Nueva York. A las 13.40 h, el equipo radiotelegráfico del barco recibió un mensaje del Baltic, otro trasatlántico de la White Star Line. Malas noticias. Alertaba de la presencia de icebergs y de gran cantidad de campos de hielo. La advertencia llegó a conocimiento del capitán de la nave, Edward Smith, y de su armador, Bruce Ismay, que se había embarcado para celebrar la ocasión.

Todos los interesados quedaron al corriente de una información que no era nueva: cada primavera solían encontrarse icebergs cerca de los Grandes Bancos de Terranova, en las costas norteamericanas de Canadá. Pero nadie adivinó en esos momentos que aquel aviso constituía la antesala del hundimiento.

Una sociedad excesiva

La tragedia del Titanic sería un episodio premonitorio de la gran catástrofe que, solo dos años después, sacudiría a su sociedad contemporánea: la Primera Guerra Mundial. Millones de cadáveres sembraron de muerte el Viejo Continente y señalaron con sangre un antes y un después en la historia de la humanidad.

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El desmesurado y excesivo trasatlántico era el perfecto reflejo de una sociedad que también soportaba una carga exagerada de orgullo y de codicia, y que avanzaba imparable hacia las bélicas consecuencias de una expansión irresponsable. Con el Titanic, pues, se hundió mucho más que un barco pomposo y monumental. Se hundió el símbolo del crecimiento descontrolado. Se fueron a pique un mundo y unos hombres que se tenían a sí mismos por seguros e infalibles. Fue la metáfora perversa del fin de un modelo.

El armador Bruce Ismay fue reacio a reducir la velocidad; quería cruzar el océano en un tiempo ejemplar

Nadie fue suficientemente cauto. Conociendo la presencia de hielo, el capitán Smith mandó calcular al sexto oficial el tiempo que tardarían en cruzarse con los témpanos. A bordo, por lo tanto, había conciencia del peligro de navegar entre icebergs, y, aun así, el armador Bruce Ismay fue reacio a reducir la velocidad. Quería cruzar el océano en un tiempo ejemplar para reforzar la excelente imagen de la compañía.

El Titanic avanzaba con el beneficio como única brújula. Smith, Ismay y la White Star Line también se creían a sí mismos seguros e infalibles. Nadie pensaba, en un sentido práctico, que el casco del Titanic , el barco “insumergible”, la nave emblemática de la empresa, sucumbiese al impacto de un bloque de hielo. Sobre todo si no era de grandes dimensiones, en ese caso visible y eludible.

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El radiotelégrafo recibió más mensajes de advertencia a lo largo de la jornada y, al caer la noche, se tomaron las medidas pertinentes para divisar a ojo desnudo posibles bloques en la ruta. La temperatura descendía paulatinamente, había llegado a los cero grados. El tiempo era de plácida calma, y esto no ayudaba a detectar icebergs: con la quietud del mar, el oleaje no forma anillos al topar con cuerpos sólidos. Además, era una noche magnífica de cielo estrellado, pero falta de luz de luna.

Los marineros de guardia oteaban las aguas con atención. A las 21 h la cabina del radiotelegrafista Jack Philips, de la empresa Marconi, todavía recibía un nuevo mensaje del vapor Mesaba que anunciaba una zona con hielo hacia donde se dirigía el Titanic . Decía así: “[...] Vistas numerosas masas compactas de hielo y gran número de grandes icebergs, también campos de hielo. Tiempo bueno”. Y añadía las coordenadas geográficas. Pero Philips no transmitió nunca al puente de mando esta notificación. Ya había recogido mensajes parecidos y se encontraba enfrascado en otras comunicaciones. Se equivocó al no hacerlo. Llegó incluso otro aviso, esta vez del Californian, indicando que se habían detenido al encontrarse “rodeados de hielo”. Philips tampoco hizo caso esta vez.

La ceguera ante la crisis fue la misma en el mando del Titanic que en las misiones diplomáticas europeas de preguerra

La dificultad para detectar el peligro era una evidente proyección de la soberbia que había acompañado al Titanic desde el inicio de su construcción. En la Europa de principios del siglo XX, la carrera económica y armamentística también había lanzado serios avisos de la terrible hecatombe que esperaba a la vuelta de la esquina. 

Y, sin embargo, tales indicadores fueron insuficientes para activar una dinámica que revirtiera la situación. El incidente de Fachoda (1898) entre los ejércitos coloniales británico y francés, la exacerbación nacionalista del caso Dreyfus en Francia (1894-1906) y la guerra imperialista ruso-japonesa de 1905 fueron señales de alerta indudables del clima prebélico que vivía el continente europeo.

El capitán Edward J. Smith (dcha.) a bordo del Titanic. Wikimedia Commons / Francis Browne.

TERCEROS

Las dos conferencias de paz de La Haya de 1899 y 1907 constituyeron los intentos más serios, aunque poco sinceros, de reaccionar adecuadamente a la amenaza de una conflagración continental. Pero en dichas conferencias faltó voluntad por parte de todos los países participantes, tanto en el intento de frenar el impulso de la industria armamentística como en el de ilegalizar el armamento más letal. La ceguera ante la crisis fue la misma en el mando del Titanic que en las misiones diplomáticas europeas.

¡Iceberg a la vista!

A las 23 h ya casi todo el mundo se había acostado en el Titanic. Media hora después, desde la atalaya, los vigías Fleet y Lee divisaron de pronto una gran masa oscura ante la nave. Se alarmaron. Fleet hizo sonar tres veces el timbre y avisó por teléfono: era un iceberg, justo enfrente de la proa y a tan solo 500 metros. No lo pudieron ver antes porque no disponían de binoculares. La tragedia parecía inminente.

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La capacidad de maniobra de un buque con el tonelaje del Titanic era muy reducida en tan poco espacio. Cuando en el puente recibieron la alerta, dieron a la sala de máquinas la orden de “todo atrás” e intentaron hacer virar el barco completamente a babor, pero no hubo tiempo. Se evitó el choque frontal, pero no el impacto lateral.

El hielo sumergido bajo el nivel del mar rasgó el costado del navío y hundió su cuerpo macizo a lo largo de 60 metros en el casco de acero. Se abrió una vía de agua letal en la sala de calderas.

Andrews, que había diseñado el sistema de seguridad, constató en poco tiempo que el barco estaba seriamente afectado

Los pasajeros del buque apenas percibieron la sacudida, simplemente notaron un temblor en sus compartimentos. Sin embargo, la tripulación se dispuso rápidamente a evaluar los daños del incidente. Llegaron al capitán los primeros informes sobre la inundación de los compartimentos de proa. Thomas Andrews, el ingeniero del Titanic, se dispuso a inspeccionar el vientre del buque. Andrews, que había diseñado el sistema de seguridad, constató en poco tiempo que el barco estaba seriamente afectado. La proa se llenaba de agua y el trasatlántico se hundiría en un par de horas.

El Titanic a su salida de Southampton el 10 de abril de 1912 (AP Photo, File)

Uncredited / LaPresse

Se mandó entonces despertar a todos los pasajeros y conminarles a ponerse el chaleco salvavidas, aunque la mayoría de ellos tardaron mucho en asimilar la certeza e inminencia de la catástrofe. Lo cierto es que tampoco se les informó con claridad para no desatar el pánico.

En 1914, el iceberg que despertó la alarma de la nave europea fue la crisis de los Balcanes. Pero ni aquel iceberg del Atlántico Norte fue la causa profunda del naufragio del Titanic ni el asesinato del archiduque de Austria en Sarajevo fue algo más que el detonante de la guerra.

El hombre había entrado en el siglo XX sin capacidad para gestionar el potencial destructivo que tenía en sus manos

Desde años atrás, Europa acumulaba una energía que ahora quería liberar violentamente. La crisis de los Balcanes desencadenó el enfrentamiento bélico entre naciones, pero, como señalaba la historiadora Barbara Tuchman, los hombres que dirigían los estados y los ejércitos no fueron los únicos responsables de la Gran Guerra, sino toda la sociedad, que empujaba desde atrás.

El hombre había entrado en el siglo XX contando con una gran capacidad de transporte y comunicación, y con unos potenciales bélico y productivo que multiplicaban los del siglo anterior debido a las transformaciones de la Segunda Revolución Industrial. Existía una energía incontrolada, fruto de la entrada vertiginosa en la época de las máquinas. El hombre tenía fe en el hombre y creía haber alcanzado un grado de bienestar y civilización que acabaría para siempre con la era de las guerras.

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La realidad era que carecía de capacidad para gestionar el potencial destructivo que tenía en sus manos, así como para controlar las relaciones entre grupos crecientemente poderosos y enfrentados por sus intereses. El escritor antibelicista Stefan Zweig, contemporáneo de estos hechos, llegó a decir: “El estallido de la guerra nada tenía que ver con las ideas, y muy poco con las fronteras geográficas. No puedo explicarlo más que por un exceso de vitalidad”. Tenía que ver con los industriales, con fabricantes de armamento como la empresa alemana Krupp, la británica Maxim-Vickers o la francesa Schneider-Creusot.

El hundimiento del Titanic, grabado de Willy Stöwer, 1912.

TERCEROS

Con la búsqueda fuera de Europa de nuevos mercados y cantidades ingentes de materias primas. Y con los intereses de los financieros, el amontonamiento de población en las zonas urbanas, la conflictividad social neutralizada con nacionalismo y los periódicos, grandes agitadores del estado del ánimo colectivo de su tiempo y pirómanos del desafío entre naciones. Los conflictos sin resolver llevaron a una política de dobles y triples alianzas que acabaron enfrentadas en el campo de batalla. Disputas como las de Francia y Alemania por los territorios de Alsacia y Lorena se resolvieron finalmente a sangre y fuego.

Sálvese quien pueda

El Titanic, pese a tener una capacidad para más de tres mil pasajeros y tripulantes, solo se había dotado de poco más de mil plazas en los botes salvavidas. Esto era así porque, por un lado, nadie podía creer que una nave así tuviera que evacuar a todos sus pasajeros antes de recibir ayuda, y por el otro porque era la manera más fácil de ganar espacio para los lujos y comodidades que exigía la fuerte competencia entre las compañías del transporte trasatlántico.

Este gesto codicioso condenó a muerte a casi un millar y medio de personas. Con todo, cabe recordar que la ley de la época era muy laxa en este sentido. Por su tonelaje, el Titanic solo estaba obligado a disponer de botes para 962 personas. Una muestra más de la candidez reinante en el período pese a los vastos retos que se afrontaban.

Durante el hundimiento también se aplicó la ley no escrita que protegía la vida de los pasajeros más adinerados por delante de la de los demás

En definitiva, cuando fue una evidencia para todos que la nave se hundía y que no todo el mundo se podría salvar, llegó el momento en que la alta sociedad se hizo valer. La desgracia del Titanic demostró que en los contextos de crisis existen más que nunca ciudadanos de primera, de segunda y de tercera clase.

Durante el hundimiento se aplicó el protocolo propio del salvamento marítimo de “mujeres y niños primero”, pero también la ley no escrita que protegía la vida de los pasajeros más adinerados por delante de la de los demás. Las cifras hablan por sí solas. Según la comisión británica que investigó el naufragio, en el accidente fallecieron el 38% de los pasajeros de primera clase, mientras que las víctimas mortales en segunda fueron el 58% y en tercera el 74%.

John Jacob Astor IV y su esposa Madeleine en 1912. El empresario estadounidense perdió la vida en el Titanic ese mismo año; Madeleine sobrevivió

Dominio público

La memoria colectiva, además, y como era de prever, solo guardó en el recuerdo los nombres de los pasajeros más ricos: John Jacob Astor, Isidor e Ida Straus, Benjamin Guggenheim... Este sacrificio de las clases populares, de hecho, había empezado en el mismo momento en que se diseñó el trasatlántico, ya que, además de armar un barco con escasez de botes, su acceso desde los camarotes de tercera clase era extremadamente tortuoso.

Una vez estalló la guerra en Europa en 1914, el desarrollo de la tragedia siguió un camino paralelo en este sentido. En todos los países beligerantes, las clases populares fueron las que más sufrieron las consecuencias de la contienda, tanto en el frente como en retaguardia, y obviamente las que más muertos aportaron al conflicto. Fueron también las principales víctimas económicas de la crisis. El alza en los precios de los bienes de consumo y los impuestos para sostener la guerra les dejó en la más absoluta miseria.

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Durante la Segunda Revolución Industrial, el movimiento obrero había adquirido una relevancia creciente, con la normalización de los partidos políticos de izquierda y los sindicatos. Su vigor fue especialmente apreciable a partir de los primeros años del siglo XX, haciendo frente en su actividad a los intereses de los propietarios y asimilando un internacionalismo y un pacifismo militantes. Con todo, el acceso de los obreros a cotas significativas de bienestar no se hizo realidad, y múltiples conflictos laborales quedaron por resolver.

La contestación social de las clases populares y los ataques anarquistas se quisieron neutralizar con el nacionalismo atizado por la burguesía

En cierto modo, la contestación social de las clases populares y los ataques anarquistas se quisieron neutralizar con el nacionalismo atizado por la burguesía, llamando a la población al orden en nombre de la patria. Hubo divergencias en el socialismo y, conforme se acercaba la guerra, pesó más el apoyo patriótico. 

Uno de los botes supervivientes del Titanic al ser rescatados por el navío Carpathia.

TERCEROS

Al final, de la etapa de esplendor que después se conoció como Belle Époque, en términos generales solo se beneficiaron las clases privilegiadas. Una mayoría no había disfrutado apenas de la era de “paz y progreso”, y ahora debía morir por aquella patria que no le había invitado jamás al banquete de la prosperidad.

La audacia sin freno

Finalmente, a las 2.20 h de la madrugada del 15 de abril, las aguas del océano se cerraron para siempre sobre el fraudulento titán de los mares. El trasatlántico, partido en dos, inició un dramático y lento descenso al fondo abisal. A medida que el Titanic se hundía, con sus flamantes ascensores, su formidable hélice central de cuatro palas y su moderno radiotelégrafo, se desvanecía el sueño del progreso como una verdad incuestionable, y moría también la aspiración de la ciencia de retar a la naturaleza hasta perderle el respeto. Cuando aquella noticia se publicó en los periódicos, la sociedad internacional quedó consternada: el mundo en su concepción moderna había fallado.

A los miles de muertos del Titanic hubo que añadir poco después los millones de cuerpos sin vida que dejó la Gran Guerra. Entonces, la mirada del hombre sobre el hombre cambió para siempre. La aureola de magia con que se habían revestido los extraordinarios productos del desarrollo tecnológico, como el avión o los descubrimientos químicos, se esfumó cuando su acción se puso al servicio de la muerte a gran escala. Fue el fin de la inocencia.

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Hoy, años después de aquella tragedia marítima, hemos constatado ya que el mundo y los valores que se hundieron en 1912 con el trasatlántico son capaces de renacer y de dar lugar, nuevamente, a sociedades enormemente temerarias. Las imprudencias pródigamente practicadas en los ámbitos financiero, medioambiental y bélico así lo refrendan. La humanidad ha demostrado ser capaz de emprender el rumbo hacia el abismo con los ojos cerrados una y otra vez. La metáfora del Titanic no pierde vigencia.

Este artículo se publicó en La Vanguardia el 21 de julio del 2020

Este artículo se publicó en el número 529 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.