Los faraones negros: cuando Sudán se adueñó de Egipto
Antigüedad
Tras ser ocupados por los egipcios, cambiaron las tornas y los reyes de Nubia conquistaron a sus vecinos del norte. Pero los monarcas nubios no se consideraron invasores, sino los legítimos faraones
Al sur del Nilo, más allá de la primera catarata, distintos reinos ocuparon un vasto territorio cuyos límites meridionales se pierden en el corazón de África. Enormemente codiciado por sus vecinos, su principal fuente de riqueza la constituyó el afamado oro, junto con materias primas como el marfil, el ébano, el incienso o los animales exóticos (monos, leopardos, jirafas...).
Esta tierra recibió numerosos nombres. Los textos egipcios la designaron con el término genérico de Kush, mientras que los historiadores griegos y romanos la bautizaron como Etiopía, aludiendo al hecho de que sus pobladores tenían la “cara quemada” por el sol. También era conocida como el País de Nubia o el País de los Negros. En definitiva, el actual Sudán es una de las zonas con un mayor patrimonio arqueológico de África.
Cubre más de 5.000 años de historia. A la sombra de la influencia egipcia, y en ocasiones a pesar de ella, la actividad cultural de Nubia fue muy intensa. Desde la prehistoria se desarrollaron culturas netamente autóctonas, como el célebre estado de Kerma, pero no fue hasta el siglo VIII a. C. cuando se formó un importante reino al sur de la cuarta catarata.
Los orígenes de un reino
Egipto siempre consideró necesario el control de su frontera meridional para acceder a sus recursos. Pero Kush era además el lugar de procedencia de la crecida del Nilo, cuna de muchos de sus dioses y mitos. Así pues, a su ocupación dedicaron grandes esfuerzos.
Su sumisión se produjo definitivamente cuando a partir del siglo XIV a. C. se incorporó al país como un virreinato. Los faraones prodigaron su presencia con la construcción de numerosos templos y la imposición del culto a sus dioses. Fue su momento de máxima egiptización. Los hijos de los jefes y príncipes indígenas eran enviados a la corte egipcia para su educación.
El desarrollo de un reino independiente nubio solo fue posible con a la pérdida de los lazos con la metrópoli, a finales del reinado de Ramsés XI. La inestabilidad que caracterizó a las postrimerías de la dinastía XX condujo a un desmembramiento político. En un Egipto dividido, Kush prosiguió su camino ajeno a lo que ocurría en el norte.
Durante un largo período, emergió un reino aglutinado en torno a una familia de jefes locales. Los datos arqueológicos son escasos pero muestran al rey Alara, en la primera mitad del siglo VIII a. C., como el primero de ellos en unificar la Alta Nubia y crear un estado con capital en Napata. Su hermano Kashta extendió las fronteras, incluyendo la Baja Nubia hasta la primera catarata, a las mismas puertas de Egipto.
Este nuevo estado tomó como modelo el del país que le había invadido, a pesar de los siglos que les separaban de su pasado en común. Probablemente, durante este hiato los templos faraónicos cayeron en la ruina, así como las imágenes de los dioses a los que se había venerado. Sin embargo, parece que las relaciones con sus vecinos no se interrumpieron.
La realeza kushita tomó prestado el arte, la arquitectura y la escritura jeroglífica (ante la carencia de una propia). Adoptaron sus concepciones religiosas y funerarias, como la momificación, recuperando la pirámide, esta vez más aguda, como forma de sepultura real. Pero lo que es más importante, encontraron la legitimación de su existencia: ellos eran los herederos de los grandes faraones, elegidos igualmente por el dios principal del panteón egipcio, Amón, cuya residencia en Nubia era la montaña sagrada de Napata.
Alara se proclamó hijo del dios y Kashta se coronó rey con una titulatura plenamente egipcia. Pero será el hijo de este, Piye, quien reclamará la autoridad sobre todo Egipto.
La conquista de Egipto
Piye aunó admirablemente su faceta de líder militar con la de ideólogo y religioso. Pasó a la historia como un modelo de clemencia, ajeno a la imagen del implacable conquistador. En el año 3 de su reinado emprendió una campaña de ocupación de Egipto. En su avance hacia el norte, se hizo primero con Tebas, que por entonces gobernaba el sumo sacerdote de Amón con plena independencia. Allí, por primera vez un nubio era coronado rey con las prerrogativas de los antiguos faraones.
La proclamación de su soberanía se extendía a todo el país, aunque reconocía, siempre bajo su mando, la existencia de los gobernantes del norte. Pero para estos la presencia de un extranjero era inadmisible. A la formación de una coalición para intentar expulsarle, Piye respondió con una ofensiva que le llevó a apoderarse del resto del país. Vencidos, finalmente prestaron fidelidad al kushita, conservando a cambio sus puestos.
Entre los planes del rey no constaba el de establecer su residencia en suelo egipcio y, terminada su conquista, regresó a Napata. Su tumba en la necrópolis de sus ancestros, el-Kurru, se convertirá en el prototipo para el resto de los enterramientos reales en Nubia.
Entre tradición y convulsión
El historiador egipcio Manetón (siglo III a. C.), a quien se debe la distribución de los faraones en treinta dinastías, asignó a los cinco reyes nubios la número XXV. A pesar de tener un origen cultural y étnico distinto, no se consideraron invasores, sino los encargados de reunir dos partes de un mismo todo: Egipto y Kush. Es por ello que su emblema más distintivo fue el doble uraeus: a la cobra erguida en la frente del rey, icono de la realeza egipcia por excelencia, se añadió otra como símbolo de esta reunificación.
Los nubios se presentaron como los renovadores de Egipto, recuperando las tradiciones más ancestrales y acometiendo una profusa producción artística y arquitectónica marcada por un carácter arcaico. Sin embargo, nunca perdieron los vínculos con su tierra de origen.
La preocupación por recuperar el pasado de Egipto lo encarnó magníficamente Shabaka, heredero de Piye y hermano suyo. Al contrario que este, no quiso gobernar desde la lejana Napata y escogió hacerlo desde la capital tradicional egipcia, Menfis, hecho que imitarán sus sucesores.
La dinastía kushita alcanzó su máximo apogeo en los inicios del reinado de Taharqa, a principios del siglo VII a. C., tiempos de gran prosperidad económica gracias a abundantes cosechas. Pero junto a las complicaciones por mantener unido el norte, los faraones negros debieron enfrentarse a una delicada política exterior.
Oriente Próximo vivía un clima de agitación provocada por el expansionismo agresivo del Imperio de Asiria. En su lucha por el control del Levante chocó con los intereses de Egipto, cuyas relaciones comerciales con los puertos fenicios y los reyes de Israel le habían devuelto su protagonismo en los asuntos internacionales.
Esta situación derivó en un conflicto abierto cuando las tropas asirias del rey Asarhadón invadieron el país en el año 17 del reinado de Taharqa, llegando incluso a tomar y saquear Menfis. Pero fue el sucesor de Asarhadón, Asurbanipal, quien, con campañas casi anuales, le condujo a la derrota final. Perdido su ejército y la capital y con gran parte de su familia hecha prisionera, Taharqa se vio obligado a refugiarse en Nubia, donde moriría pocos años después. Su pirámide en la necrópolis de Nuri será la más alta jamás levantada al sur de Asuán.
Retorno a Napata
Taharqa designó como sucesor al hijo de Shabaka, Tantamani. Aunque retomó la conquista de Egipto, su dominio fue efímero. La nueva ofensiva liderada por Asurbanipal sería desproporcionada. El episodio más traumático de la campaña fue el saqueo de Tebas. Por primera vez, la residencia de Amón se vio sometida a la humillación del pillaje y la destrucción. Se inició un declive del que ni la ciudad ni el dios se recuperarían.
Tantamani, derrotado, hubo de exiliarse en Napata. Ninguno de sus sucesores intentó reconquistar Egipto. Varias generaciones –soberanos de quienes apenas tenemos datos– continuaron con su reino replegado en el sur con el mismo espíritu de sus comienzos. Nunca renunciaron a su idea original de ser los verdaderos gobernantes de Egipto, e ignoraron a los que ahora ocupaban el trono: los monarcas de la dinastía XXVI, impuestos gracias a la ayuda asiria.
En 593 a. C. el faraón Psamético II marchó hacia el sur y derrotó al ejército kushita. El rey Aspelta trasladó su residencia a la ciudad de Meroe, al sur de la quinta catarata. Nuri siguió siendo el lugar escogido para construir sus pirámides hasta su definitivo abandono. Hacia 300 a. C. se reemplazó por el cementerio instalado al norte de Meroe. Este hecho supuso el final del estado de Napata como foco dirigente y dio comienzo a una nueva etapa conocida con el nombre de “meroítica”.
La etapa meroítica
El nuevo reino tuvo una larga y próspera vida. Contemporáneo al Egipto griego de los Ptolomeos, estableció con ellos lazos de amistad. Su influencia llegó a extenderse desde Asuán hasta Jartum. La capital, Meroe, rica en agricultura y pastoreo, era además encrucijada de importantes rutas comerciales y un destacado centro de la metalurgia del hierro.
El misterio que envuelve este último período de la historia de Kush se debe en parte a la imposibilidad de acceder a la información disponible. Entre las numerosas novedades introducidas por los reyes meroíticos está el abandono de los jeroglíficos egipcios como escritura oficial a favor de otra de origen autóctono: la meroítica. Aunque hoy en día se han identificado algunos signos, su traducción sigue siendo un enigma. Así pues, la arqueología tiene como única ayuda las fuentes griegas y romanas contemporáneas.
La casa real meroítica, sin perder su herencia egipcia, desarrolló elementos netamente africanos que marcaron su sello distintivo. Lejos de los cánones de belleza egipcios, dio preferencia a formas más corpulentas y a vestidos y joyas completamente nuevos. Pero, sobre todo, introdujo cambios en el plano religioso, adoptando nuevas divinidades locales como el dios Apedemak. Representado con cuerpo humano y cabeza de león, se alzó como dios tutelar de la monarquía en claro paralelismo con Amón.
Esta monarquía favoreció el gobierno de las reinas, quienes, con el término genérico de Candace (“reina madre”), parecen haber fundado una poderosa línea matriarcal. Son ellas, descritas como mujeres poco femeninas y dotadas de un carácter combativo, las protagonistas de gran parte de los relatos clásicos.
La existencia tranquila de Meroe se vio interrumpida en el momento en que se convirtió en un rival comercial para Roma, una vez que esta incorporó Egipto a su imperio. Las guerras golpearon las ciudades nubias, expuestas a la superioridad romana, hasta la firma de un tratado de paz que les aseguró doscientos años más de prosperidad.
Solo tras las campañas militares del rey Ezanas, soberano del reino cristiano de Axum (en la actual Etiopía), los grandes centros meroíticos, incluida la capital, fueron abandonados y ocupados por nuevas poblaciones africanas. Hacia el año 350 d. C. la cristianización era ya un hecho, y, con ella, el final del legado kushita.
Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 469 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.