Samarcanda, la ciudad que lleva casi tres milenios en pie

Oriente

Ciro el Grande, Alejandro Magno, Gengis Kan, Tamerlán... Unos la ocuparon, otros la arrasaron, pero nunca por completo. Ahí sigue, 2.800 años después

Imagen reciente de la plaza de Registán de Samarcanda.

Plaza del Registán en Samarcanda.

Ekrem Canli / CC BY-SA 3.0

“Todo cuanto he oído de Samarcanda es cierto, salvo que es más hermosa de lo que podía imaginar”. Este elogio, atribuido a Alejandro Magno, encabeza los muchos que ha recibido la ciudad uzbeka. Y cuando Timur, nuestro Tamerlán, la transformó en la metrópoli de su vasto imperio en el siglo XIV, la proclamó el centro del mundo. Un esplendor del que fue testigo excepcional Ruy González de Clavijo, enviado de Enrique III de Castilla a la corte del conquistador turco-mongol: “Es tal la riqueza y abundancia de esta capital que contemplarlas es una maravilla”.

Con semejante tarjeta de presentación, no extraña que Samarcanda siga anclada en el imaginario occidental como la Perla de Oriente. Pero esa urbe legendaria, evocadora de la exótica ruta de la seda, es un anacronismo. Como también, por otro lado, la pretensión del régimen impuesto tras la independencia de la URSS por Islam Karímov de hacer de Samarcanda y Tamerlán los símbolos nacionales uzbekos. Ni la una ni el otro lo fueron originalmente.

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Mitificaciones aparte, Samarcanda destaca por ser una de las ciudades habitadas más antiguas del planeta. Más de lo que se pensaba. Si en 1970 celebró su 2.500 aniversario, unos descubrimientos arqueológicos recientes le permitieron cumplir otros 250. Y tan extraordinario como esa longevidad es el trasiego de pueblos que la dominaron y dejaron huella en ella.

Haciéndose notar

Los sogdianos eligieron para fundarla una colina ubicada en el valle del río Zeravashan, auténtico oasis en medio de las inhóspitas estepas y desiertos de Asia central. No fue la única ciudad que levantaron estos descendientes de tribus nómadas iranias. En su haber figuran también Bujará y Panjikent. Además de ciudades amuralladas, construyeron un sistema de regadío que se extendía más de cien kilómetros. Pero hacia el siglo VI a. C., Ciro el Grande les conquistó.

No le fue nada mal a Samarcanda con el Imperio aqueménida. Después de todo, a los persas no les interesaba imponer su civilización, sino someter a vasallaje y cobrar tributos. Como Samarcanda contaba con una robusta fortaleza, fijaron allí el centro administrativo de la satrapía de Sogdiana, una oportunidad que aprovechó la ciudad para expandir sus actividades comerciales. El enriquecimiento fue también cultural.

Alejandro Magno montando a su caballo Bucéfalo.

Alejandro Magno en la batalla de Issos. Detalle de un mosaico pompeyano.

Dominio público

Hasta allí llegó Alejandro Magno en 330 a. C., durante su campaña para hacerse con las posesiones de Darío III, último de los aqueménidas, al que acababa de vencer. El macedonio halló una urbe cosmopolita, “maravillosa y bien defendida”. Floreció como capital de la satrapía de Transoxiana (nombre griego de Sogdiana), que al poco tiempo pasaría a manos de los seléucidas, herederos del imperio del rey macedonio.

No pasaría otro siglo sin que Samarcanda volviera a ser ocupada, esta vez por tribus nómadas de la estepa. Aunque el legado griego perduró, la ciudad desapareció de los documentos occidentales. De esa oscuridad no salió hasta el siglo III de nuestra era, bajo la égida de los persas sasánidas. Estos fueron expulsados un siglo después por la llegada de otro pueblo nómada de Asia central, los kusanas, cuyo imperio alcanzó los actuales Pakistán e India. 

Ilustración que muestra a comerciantes en la Ruta de la Seda.

Ilustración que muestra a comerciantes en la ruta de la seda.

Dominio público

A esas alturas, los sogdianos ya debían de haberse acostumbrado a vivir sometidos por gentes más poderosas. Pero, haciendo de la necesidad virtud, siguieron desarrollando su civilización, cuya característica era el comercio, y no la guerra.

La seda mueve montañas

Se sabe que la seda llegó a Grecia hacia el siglo II a. C., y un siglo después los romanos se interesaron por ella. Pero, cuando la ruta en toda su longitud aún era incipiente, los sogdianos ya habían forjado firmes vínculos económicos con China. Los kusanas favorecieron el comercio de sus vasallos y mantuvieron una buena relación con la otra gran potencia de la región, el Imperio sasánida. 

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Ese equilibrio se vino abajo con la violenta incursión de los hunos heftalitas, procedentes del centro de Asia. Tras conquistar el Imperio kusana, se enfrentaron con el sasánida, que logró pararles los pies, aunque no sin dificultad. 

El terremoto huno trastocó también la ruta de la seda. El resultado fue el monopolio sasánida del tráfico mercantil. Con este bloque ineludible se topó el Imperio bizantino, que, a mediados del siglo VI, tras infructuosas guerras, buscaba una alternativa menos hostil y cara para acceder a especias, perfumes, algodón y, cómo no, la famosa seda.

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La solución se presentó gracias a una nueva oleada de conquistadores asiáticos, los turcos. El kanato turco occidental se alió con el rey sasánida Cosroes, con quien derrotó a los heftalitas en 565, apoderándose de Sogdiana. Gracias a sus conexiones con China, Samarcanda ya era el núcleo caravanero más importante de la parte central de la ruta de la seda.

Los sogdianos pidieron a sus nuevos señores turcos que les permitieran tratar directamente con el aliado sasánida. Su objetivo era vender allí las sedas que compraban en China y atravesar el territorio persa para llegar hasta Bizancio. Pero la embajada fue un fracaso. Cosroes no tenía intención de poner en peligro su monopolio de la seda. Los sogdianos propusieron entonces a los turcos una estrategia que acabaría con el monopolio sasánida: llegar a un acuerdo con los bizantinos. Ambos imperios compartían el interés por el comercio de la seda y la animadversión hacia los persas.

Muchos extranjeros acudían a Samarcanda a hacer negocios, un mercado que fomentaban los gobernantes

La alianza se selló: Bizancio compraría seda al kan turco. La ruta del Cáucaso era ardua, pero a partir de entonces sería mucho más utilizada. Y los grandes beneficiados, aparte de los bizantinos, fueron los sogdianos.

Pérdidas y ganancias

Entre los siglos VI y VIII, Sogdiana vivió su apogeo bajo el kanato turco y después como protectorado de la dinastía china Tang. Con Samarcanda al frente y las colonias mercantiles fundadas en los oasis de la ruta de la seda, su civilización hizo de correa de transmisión de bienes, inventos y religiones en Asia central. 

La arqueología y las crónicas confirman la prosperidad y el carácter abierto y cosmopolita de la capital sogdiana. Retratan una ciudad extensa y densamente poblada, con una agricultura rica y un notable dinamismo artesanal y comercial. Muchos extranjeros acudían a Samarcanda a hacer negocios, un mercado que fomentaban los gobernantes. La sofisticación alcanzó también su sistema administrativo y legal.

Toda esta civilización se desvaneció a partir del siglo VIII con la invasión del califato abasí. Los sogdianos que no emigraron fueron convirtiéndose al islam. Samarcanda, como núcleo urbano, experimentó un auge todavía mayor hasta el siglo XIII, aunque siguió cambiando de manos con la misma frecuencia que antes, solo que la dinastía persa samánida y las turcas karajánida, selyúcida y otras tenían en común el islam.

Cúpula de la mezquita Bibi Khanum de Samarcanda.

Cúpula de la mezquita Bibi Khanum de Samarcanda.

Dominio público

Durante este período, la ciudad devino en uno de los principales centros de la vida intelectual musulmana. Allí, por primera vez, los árabes produjeron papel, innovación china que divulgaron por todo el mundo islámico, de donde pasaría a Europa. Y, al calor de la boyante ruta de la seda, que los sucesivos emires y kanes explotaron al máximo, Samarcanda creció hasta tener medio millón de habitantes, más de los que contaba a finales del siglo XX.

El rápido desarrollo por la parte baja de Afrasiab, la colina original de la ciudad, se completó, como ya era tradición en Samarcanda, con nuevos anillos de fortificaciones, presas y acueductos. Pero poco queda de las construcciones de esa época. En 1220, Gengis Kan llegó, saqueó y arrasó. La destrucción y el abandono provocados por las hordas mongolas fueron tales que aún eran visibles un siglo después, cuando Ibn Battuta visitó la que había sido “una de las más grandes, hermosas y espléndidas ciudades del mundo”.

La mayor parte de los prodigios arquitectónicos de la ciudad son obra de Tamerlán

Samarcanda volvería a superarse a sí misma. La mayor parte de los prodigios arquitectónicos de la ciudad que hoy conocemos –mezquitas, madrasas, sepulcros y mausoleos que centellean con azulejos de color lapislázuli, azul turquesa y oro– son obra de Tamerlán, un personaje decisivo en la historia del Asia musulmana.

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Este príncipe de la tribu Barlas, una de las muchas que compusieron los ejércitos de Gengis Kan, eligió Samarcanda en la década de 1370 como capital de su abrumador imperio, que se extendió de India a las puertas de Anatolia y Siria. Fue ese poder, y la presión que ejercía sobre los turcos otomanos, que amenazaban con proseguir la invasión de Europa, lo que llevó al audaz Enrique III de Castilla a buscar la complicidad de Tamerlán en 1403.

La misión no fructificó, más que nada porque le encontró enfermo (moriría al poco tiempo), pero Clavijo, uno de los diplomáticos, dejó escritas sus impresiones en Embajada a Tamorlán, el primer libro de viajes en lengua castellana. Y lo que vio fue una de las ciudades más espectaculares del mundo conocido.

Mausoleo del Tamerlán en Samarcanda.

Mausoleo de Tamerlán en Samarcanda.

Faqscl / CC BY SA-3.0

El emperador no solo era un guerrero consumado, también un ambicioso y visionario patrón de las artes. Construyó una nueva y amplia urbe al sur de Afrasiab, embellecida bajo sus directrices por arquitectos, artesanos, pintores y escultores traídos de todos sus territorios. De ese modo, sentó las bases del renacimiento artístico y cultural que marcó el islam durante los dos siglos siguientes.

Seguir pese a todo

De la mano de Tamerlán y su nieto Ulug Beg, Samarcanda se convirtió en el polo económico, religioso y académico de Asia central. Concentró la mitad del comercio, la mezquita más grande, las escuelas islámicas más prestigiosas y un observatorio astronómico (el mayor del mundo) alrededor del Registán, la imponente plaza que preside la ciudad. Aglutinó, además, a matemáticos, científicos, poetas y filósofos, gracias a los cuales la cultura y el saber islámicos alcanzaron uno de sus momentos más gloriosos. 

'Samarcanda', representación artística de la ciudad de Richard-Karl Karlovitch Zommer.

'Samarcanda', obra de Richard-Karl Karlovich Zommer.

Dominio público

Pero, en otro de sus vaivenes típicos, tras la muerte de Ulug Beg en 1449, Samarcanda languideció. Al fin de la dinastía timúrida se sumó el declive de la ruta de la seda, cuyos itinerarios terrestres quedaron eclipsados por el despegue marítimo del comercio entre Oriente y Occidente y, finalmente, cayeron en desuso.

Cuando los uzbekos se hicieron con Samarcanda en el siglo XVI, trasladaron la capital a Bujará. Los gobernantes persas, turcos y chinos que les sucedieron no lograron detener la decadencia de la ciudad, que dos siglos más tarde fue prácticamente abandonada debido a una serie de terremotos. Aunque el emir de Bujará la repobló, serían los rusos quienes la resucitaran tras anexionarla a su imperio en 1868.

Ilustración para una novela de Julio Verne de un bazar en Samarcanda.

Ilustración para una novela de Julio Verne de un bazar en Samarcanda.

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Sovietizada después, cultural y paisajísticamente, volvería a asomarse al mundo con la independencia de Uzbekistán en 1991. No recuperó su capitalidad, que había cedido a Taskent en tiempos de la URSS. Y tampoco le hicieron un gran favor los invasivos trabajos de restauración de sus monumentos ni los grandilocuentes planes urbanísticos de Karímov, que destruyó partes históricas de la ciudad para dar un absurdo realce al Registán. Pero lo importante es que Samarcanda ha vivido para contarlo.

Este artículo se publicó en el número 554 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.

Logo LV Este artículo se publicó en La Vanguardia el 26 de agosto de 2020
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