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Darío el Grande y el secreto del éxito persa

Antigüedad

¿Cómo se domina un imperio de tres millones de kilómetros cuadrados? Con un modelo de gestión que Alejandro Magno no dudaría en plagiar

Los restos de la ciudad de Persépolis, capital fundada por Darío I el Grande.

Delbars / Getty Images/iStockphoto

“Yo soy Darío, el Gran Rey, el Rey de reyes, rey de países que contienen toda clase de hombres, rey de esta gran tierra larga y ancha, hijo de Histaspes, un aqueménida, un persa, hijo de un persa, y ario, teniendo linaje ario”. Así se dirige al mundo todavía, desde una inscripción funeraria de Naqs-i Rustam, cerca de Persépolis, en Irán, el hombre que gobernó el Imperio persa en el siglo VI a. C., una potencia que equivalía a medio mundo.

Darío I fue llamado el Grande precisamente por la edificación de ese imperio. El otro grande de la dinastía aqueménida, Ciro II, había conquistado casi todos sus confines. Pero fue Darío, en la generación siguiente, quien lo dotó de estructura institucional. Alejandro Magno acabará con el orgulloso linaje del Rey de reyes. No obstante, escogió como modelo de su imperio justamente el diseñado por Darío.

Línea de sangre

Ciro II el Grande, el fundador del Imperio aqueménida, había sido sucedido por su hijo Cambises II, que murió cuando regresaba a Persia tras una campaña. El trono fue ocupado un personaje dudoso, y un grupo de nobles persas se rebeló contra él. Al frente de estos conjurados, que consiguieron eliminarle, entró en la historia el futuro Darío I el Grande.

Antigua representación de Darío el Grande, donde aparece su nombre en griego.

Carlos Raso / CC BY-SA-2.0

Decía pertenecer al clan persa fundado por el legendario Aquemenes en el siglo VII a. C., pero a una rama secundaria.

El papel público más destacado de Darío hasta el complot había sido militar. Había comandado a los Inmortales (las 10.000 unidades de élite que formaban el núcleo duro del ejército persa y la guardia personal del emperador) durante las operaciones de Cambises II en Egipto. Esta experiencia le resultó de utilidad, porque el conflicto sucesorio abrió dos años de guerra civil.

Durante ese lapso, Darío no solo logró eliminar a los otros pretendientes al trono. También aplastó las insurrecciones nacionalistas que habían surgido en Media, Babilonia y otras zonas. Una larga serie de batallas y una purga de la corte aqueménida le dieron oficialmente el control hacia 520 a. C.

Tomó por esposas a dos hijas y una nieta de Ciro el Grande, para reforzar su derecho a la Corona, y se adueñó de los harenes de Cambises y Smerdis. La admirable labor de gobierno que desarrolló en los años siguientes borró cualquier sombra sobre su posible ilegitimidad. Darío, Darayarahush en su lengua natal, se ganaría el epígrafe de su antecesor, el Grande.

Relieve de Darío I en Persépolis.

درفش کاویانی / CC BY-SA-3.0

Un estadista formidable

El nuevo rey dirigió el Imperio persa durante tres decenios y medio. Sin embargo, su grandeza no residió en su capacidad para permanecer en el poder, sino en otro talento aún más raro: sus dotes de organizador.

Pese a que algunas medidas se habían ensayado con anterioridad, el modelado definitivo del Imperio persa fue obra de Darío. Heredó de sus antecesores un territorio inmenso que había sido ganado en menos de medio siglo, sin dar tiempo a diseñar una maquinaria gubernamental adecuada.

Ese aparato debía conjugar unidad y diversidad. Unidad para conservar la soberanía en un espacio sumamente dilatado, de unos tres millones de kilómetros cuadrados repartidos en tres continentes. Y diversidad para regir a sus diez millones de súbditos, de etnias, culturas, lenguas y religiones diferentes. El esquema concebido por Darío el Grande armonizó brillantemente ambos requisitos.

A cargo de estas provincias estaba un sátrapa, designado por el Rey de reyes habitualmente entre sus allegados

Autonomías centralizadas

Para empezar, dividió el Imperio en veintitrés satrapías. Eran unidades político-administrativas que, gestionadas con una notable autonomía, debían pagar tributos y aportar tropas al poder central.

A cargo de estas provincias se encontraba un gobernador, o sátrapa, designado por el Rey de reyes habitualmente entre sus allegados, para asegurar su fidelidad. Un general y un secretario de Estado secundaban a este legado imperial en las áreas militar y civil. Y espías llamados los “ojos y oídos del rey” deambulaban por el suelo aqueménida con el cometido de vigilar para informar directamente a la Corona.

También ocupaban puestos relevantes en la administración provincial los oligarcas locales, en una concesión a las estructuras políticas y sociales preexistentes que buscaba mantener la paz interna. Un equipo de burócratas se dedicaba a la administración propiamente dicha, en cada satrapía y en el gobierno central. Dada la multiculturalidad del Imperio, estas secretarías las ejercían persas, hebreos, egipcios, babilonios o griegos.

Guerreros persas con arco y flechas, relieve mural en el palacio de Darío.

Dominio público

Otro instrumento básico del aparato estatal era el ejército. El eje de esta institución estaba formado por los Inmortales, que protegían el corazón del Imperio y la persona del rey, mientras que cada satrapía contaba con su propia dotación armada. Desde Darío, las tropas, tradicionalmente persas, comenzaron a combinarse con unidades procedentes de los territorios sometidos.

La red de comunicaciones

También mantuvo el monarca la itinerancia ancestral de la corte aqueménida por distintas capitales. Ciro había privilegiado la meda Ecbatana, la persa Susa y, sobre todo, Pasargada, también en Irán. Darío conservó el estatus de sedes imperiales de estas ciudades, así como el de Babilonia, la favorita de Cambises, en Mesopotamia. Pero otorgó una importancia especial a Susa, donde edificó un espléndido palacio, y a una nueva fundación: Parsa, Persépolis para los griegos.

Para conectar entre sí estas ciudades, ordenó trazar una red vial que atravesaba sus dominios. Las rutas eran espléndidas, tanto que algunas continúan utilizándose hoy. Estaban pavimentadas, su anchura permitía el tránsito de carros, y guardias apostados en distintos tramos del circuito se encargaban de su seguridad.

Mandó abrir un canal que unió el Nilo con el mar Rojo, en el que dos barcos podían navegar sin rozarse

La joya de esta infraestructura tan extensa como intrincada la constituía el Camino Real Asirio, dos siglos anterior a Darío, pero reconstruido por completo por él. Unía Susa, en Elam, con Sardes, en Lidia, además de relacionar un centenar de estaciones situadas a lo largo del trayecto.

Aprovechando la red de caminos, se desplazó por primera vez en la historia un servicio de correo, también idea del monarca. Los mensajeros, acreditados con un salvoconducto real, montaban veloces caballos hasta una posta a una distancia no superior a los 30 kilómetros. Allí eran sustituidos por otros jinetes hasta la estación siguiente, y así sucesivamente. Este sistema permitía cruzar el imperio en pocas jornadas.

Con un fin similar, Darío mandó abrir un canal que unió el Nilo con el mar Rojo. Tenía 140 km de longitud por 50 m de anchura, suficiente para que dos barcos de la época pudieran navegar a la vez sin rozarse. Se podía surcar el canal en apenas cuatro días. También incrementó en suelo imperial los qanats, conductos subterráneos de agua, con el objeto de irrigar las zonas áridas para aumentar la productividad agrícola.

Anverso de un dárico doble, moneda introducida por Darío el Grande.

Marie-Lan Nguyen / CC-BY-2.5

Todo por el oro

Para simplificar el pago de tributos –pilar del Imperio, que era de tipo patrimonial, no racial, ni cultural ni teocrático–, Darío fijó un patrón oficial de medidas. También acuñó moneda, una novedad en la época. Sin embargo, su idea no era instaurar una economía monetaria, sino hacer más sencillas y portátiles las recaudaciones de impuestos.

El sistema fiscal de la antigua Persia fue uno de los mayores logros de Darío I. Intentó solventar los ingentes gastos públicos sin asfixiar a los contribuyentes. Estos acudían a centros de recaudación locales, donde abonaban, generalmente en especie, sus obligaciones tributarias con la Corona. La cuota, que rondaba el 20% de lo producido por cada cual, era agrupada en la satrapía y enviada a la corte real.

Tanto prosperó el sector mercantil bajo Darío que se crearon casas de crédito, públicas y privadas, para quien necesitara un capital con que ampliar sus negocios. Eran remotos antecedentes de los bancos actuales.

Ruinas de Persépolis (irán), la antigua capital del Imperio persa.

Flickr / Martijn Munneke

Leyes y ceremonias

Darío ordenó recopilar y codificar las leyes imperantes en diversos puntos de sus dominios, sobre todo en Egipto. Este corpus jurídico no solo permitió uniformar el estado en materia legal. También sirvió de referencia a futuros dirigentes iranios, fueran aqueménidas, sasánidas o de otras dinastías.

Otro aspecto con que Darío encauzó la gestión de la potencia persa fue el religioso. Por un lado, se hizo eco de la tolerancia de Ciro el Grande. Pero, aun respetando la diversidad confesional, convirtió en religión de Estado la de Ahura Mazda, el Sabio Señor. Ello contribuyó a la cohesión del Imperio, dado que este credo monoteísta era universalista.

Finalmente, aquellos exquisitos refinamientos cortesanos de los persas que asombraban a los antiguos griegos también tuvieron su origen, o al menos su primer entusiasta conocido, en el organizador del Imperio aqueménida.

El motivo por el que Darío, un hombre pragmático, estableció el rígido y complejo protocolo palaciego fue que este simbolizaba la preeminencia del soberano sobre sus súbditos. Afianzaba su poder al distanciarlo del resto de los mortales.

La inscripción de Behistún, grabada en un acantilado, contiene el mismo texto en tres idiomas y explica la historia de las conquistas del rey Darío I.

Dominio público

También había un objetivo práctico en costumbres de palacio como la de que los visitantes tuvieran prohibido mostrar las manos durante una audiencia real. Era una medida cautelar, para prevenir posibles atentados.

Reconstrucción del hombre

Poco se sabe a nivel personal del monarca. Los rasgos morales en inscripciones como las de Behistún, en el Kurdistán iraní, fueron obra de la propaganda imperial. Otras descripciones, incluidas algunas del historiador griego Herodoto, están teñidas por las fantasías, cuando no por la animadversión de los helenos respecto a sus poderosos vecinos.

Con todo, gracias a ciertos bajorrelieves y fragmentos literarios puede componerse una imagen del rey. Dotado de una inteligencia manifiesta, se sabe que poseía una memoria magnífica y un semblante inescrutable, tres útiles cualidades, dadas sus responsabilidades políticas. Aun así, consta que en alguna ocasión podía dejarse llevar por arranques de ira.

Tumba de Darío I en Naqsh-e Rostam.

Bernard Gagnon / CC BY-SA-4.0

Las esculturas que representan al monarca, pese a su estilización, permiten formarse una idea de su aspecto. No era demasiado alto, pero sí proporcionado. Tenía una larga barba, cuidadosamente recortada en forma cuadrada, de rizos naturales y color rojizo.

Se sabe que, en sus últimos años, cojeaba levemente del pie izquierdo y tenía ciertos problemas motrices. A pesar de estos achaques, su decisión no tembló, ni siquiera en sus momentos finales. Tampoco su proyecto. Alejandro Magno destruiría siglos después su dinastía, pero no la grandeza de su modelo gubernamental.

Este artículo se publicó en el número 458 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.