En China se ha bebido té desde tiempos inmemoriales. Entre las teorías que circulan sobre su origen, una lo atribuye al emperador Shen Nung, en 2737 a. C., pero puede que antes de esa fecha ya lo bebieran en el norte de la India. La primera referencia fiable sobre el uso del té probablemente sea la de Hua Tuo, un famoso cirujano a quien se atribuye haber aplicado por primera vez la anestesia, que, en el año 220 a. C., apuntó que el té mejoraba el estado de alerta y concentración y que, incluso, aliviaba la depresión.
En los siglos siguientes se consolidó su reputación de bebida agradable y medicinal, y como tal figura en varios tratados y diccionarios asiáticos. Poco a poco, el consumo de té creció tanto que, como la recolección ya no era suficiente, hubo que empezar a cultivarlo. De China pasó a Japón hacia el siglo VI, y allí crearon una ceremonia muy elaborada para beberlo.
Mitos de una bebida curativa
También circulan varias leyendas en cuanto al origen del café. Según una de ellas, hacia el siglo IX, en Etiopía, un campesino llamado Kaldi se dio cuenta de que, después de comer granos de café, sus cabras parecían más contentas y juguetonas de lo habitual, y así fue como empezaron a experimentar con los granos.
Lo único probado es que las tribus que poblaban esas regiones conocían el efecto de los granos de café, que hervían con la cáscara para producir una bebida que llamaban qahwa, y que tanto la planta como el qahwa pasaron de Etiopía a Yemen. Luego, el consumo se extendió por el Imperio otomano. En el siglo XV, a alguien se le ocurrió tostar los granos y molerlos.
Los turcos hicieron lo posible por mantener el monopolio del cultivo de café hasta que un peregrino se llevó granos a la India, a la región de Mysore, y los holandeses liquidaron la exclusividad otomana: se las arreglaron para hacer crecer la planta en los invernaderos de Ámsterdam y empezaron a cultivarla en sus colonias de Indonesia hacia 1700. Un militar francés se llevó una planta a Martinica, en el Caribe, y desde allí se diseminó por las zonas de América bajo dominio colonial que le eran favorables.
Entre tanto, al menos desde las primeras décadas del siglo XVII, ya llegaban a Europa cargamentos comerciales de café a los puertos de Venecia y Marsella, y de té a Ámsterdam. Desde allí circulaban a precios exorbitantes. Hay que tener en cuenta que el café venía precedido por la reputación que le había asignado el Canon de medicina de Avicena, del siglo XI, en el que se decía que, entre otras bondades, fortificaba y limpiaba el cutis.
La popularización del café conoció su mayor impulso en Oxford, cuando en 1650 se abrió la primera coffeehouse, o coffee shop, similar a las que proliferaban en el Imperio otomano. Allí, los cafés eran un espacio de sociabilidad donde la gente podía estar durante horas conversando, leyendo periódicos y pasando el rato.
Los peligros de los cafés
En algún momento alguien tuvo la idea de agregar azúcar a esas bebidas amargas, y así, además de hacer más agradable el sabor, añadió un subidón de energía al estímulo de la cafeína: los adeptos aumentaron exponencialmente, y, en muchos casos, el alcohol fue reemplazado como bebida de extroversión. Si bien el chocolate proveniente de América también tuvo su hora en los coffee shops, con el tiempo pasó de moda, y quedó relegado en beneficio del café y el té.
Tanto las bebidas como los establecimientos donde las servían generaron interminables debates, e incluso prohibiciones, a medida que se difundían por Europa. Más allá de si mejoraban o no la salud, las autoridades eran conscientes de que el clima relajado de los cafés favorecía las charlas y, por consiguiente, las revueltas, hasta el punto de que Carlos II de Inglaterra prohibió en 1676 las coffeehouses. El revuelo que provocó fue tal que tuvo que dar marcha atrás un par de días antes de que la proclama entrara en vigor. Y no fue el único caso.
Aunque el té hoy es indisociable de la cultura británica, al principio no tuvo buena acogida allí: hasta 1730, el consumo de café era unas diez veces superior al de té. La evolución tuvo que ver con varios factores, entre ellos, la política arancelaria y la influencia de portugueses y holandeses. Estos fueron los primeros en comprender que el té podía resultar un buen negocio, y empezaron a traer a Europa grandes cantidades a principios del siglo XVII.
A su vez, los portugueses se beneficiaron de sus virtudes gracias a la boda de la princesa Catalina de Braganza con Carlos II, en 1662. Su dote incluía, además de sedas, gemas, especias como el jengibre y otras maravillas orientales, una gran cantidad de té y un servicio de cuencos chinos de porcelana azul y blanca que fascinaron a la corte.
La cesión de la colonia de Bombay a los británicos fue también parte de esa dote: para la Compañía Británica de las Indias Orientales significó tener por fin un puerto que facilitaba el acceso a las riquezas de la India. Los aranceles que los gobiernos ajustaron, según los intereses geopolíticos de cada momento, incidieron en los precios y fueron determinantes para que los consumidores se volcaran con una u otra bebida.
Portugal, Holanda e Inglaterra
Los portugueses habían sido los primeros europeos en llegar a China por mar, en 1513, pero, una vez allí, les costó varios años vencer la resistencia del imperio gobernado por la dinastía Ming para comerciar con otras naciones. Solo en 1557 les autorizaron a establecerse en Cantón, a cambio de tributos, y Macao se convirtió en el único punto accesible al comercio con los europeos. Durante algunas décadas, los portugueses no tuvieron competencia en esas rutas marítimas, y si bien está claro que conocían el té, se centraron en importar otros productos apreciados en Europa, como la seda, la porcelana o las especias.
En 1641, los holandeses arrebataron Malaca (en Malasia) a los portugueses, y, al cabo de unas décadas, ya eran ellos quienes dominaban el tráfico comercial con Asia. A principios del siglo XVIII también liquidaron el monopolio de los otomanos sobre el café: lo exportaban desde sus colonias en Indonesia.
Los ingleses también produjeron café, poco después, en Jamaica, aunque allí las mejores tierras se dedicaban al cultivo más rentable de todos, el del azúcar. En todo caso, una vez que quedó claro que esas bebidas representaban un negocio lucrativo, los ingleses fueron los principales rivales de los holandeses, y las Compañías de Indias Orientales compitieron por la producción en las colonias y las rutas comerciales.
La historia en los posos
Erika Rappaport explica en Thirst for Empire (Princeton, 2017) que el déficit comercial era un problema para las finanzas, pero también para la mentalidad mercantilista de Gran Bretaña: se pensaba que el consumo masivo de bienes importados, que había que pagar con plata, traía aparejadas para la nación dependencia y debilidad, así que los británicos buscaron pagar el té chino con el opio cultivado en la India para limitar la fuga de metálico.
Cuando China prohibió el consumo de opio y se puso firme en su posición, negándose a toda negociación al respecto, las dos guerras del Opio (1839-1842 y 1856-1860) solucionaron ese problema para los ingleses: se forzó a los chinos a abrir sus puertos al comercio sin restricciones, y, en adelante, los británicos pudieron pagar el té chino con opio cultivado en la India.
Mientras tanto, en la década de 1820, un soldado británico había descubierto plantas de té salvaje en Assam, una zona de la India que se encontraba fuera del dominio de los ingleses: se apropiaron por la fuerza de esas tierras y de su mano de obra, y así pudieron obtener té propio, es decir, cultivado en sus mismas colonias.
Colonias y metrópoli
Pero los problemas no menguaron. La Compañía de las Indias Orientales recibió el monopolio del suministro de té a las colonias. Esto, sumado a los nuevos impuestos, llevó la paciencia de los colonos al límite: compraron té de contrabando a los holandeses y organizaron el boicot al té de la Compañía: cuando los cargamentos llegaron a los grandes puertos norteamericanos, los echaron al mar en señal de protesta. Es lo que se conoce como motín del té (Boston Tea Party), símbolo de la revuelta de los contribuyentes contra un gobierno monopolista.
Tras ese boicot, fueron muchos los que se volcaron en beber café, que, después de todo, se cultivaba más cerca de Estados Unidos y, encima, era más barato. En efecto, el consumo medio de café en las colonias pudo multiplicarse por siete entre 1772 y 1799. Esa tendencia a privilegiar el café fue en aumento en EE. UU. y continúa hasta el día de hoy. Gran Bretaña, en cambio, se mantuvo fiel al té.
A principios del siglo XIX, el fin de la esclavitud representó un problema para los productores estadounidenses, que tuvieron que buscar alternativas para conseguir mano de obra barata. Intentaron solucionarlo gracias a los migrantes europeos, que en esa época pretendían huir de la miseria: se les prometía un espléndido futuro en América para luego someterlos por medio de deudas impagables y condiciones de vida deplorables.
La cara B
No obstante, lo más frecuente (e infame) fue la captación de trabajadores asiáticos, que firmaban un contrato y luego se encontraban en situaciones asimilables a la esclavitud. Algunos países iberoamericanos, como Colombia, Guatemala, Costa Rica o Brasil, encontraron su lugar en la economía mundial gracias al cultivo y exportación de café, que les permitió explotar recursos para consolidar sus nacientes Estados, pero, al mismo tiempo, los intereses detrás de la comercialización de esas materias primas eran tan poderosos que no faltaron baños de sangre y ocasionales golpes de Estado para asegurar los beneficios de la producción.
En ese sentido, la extracción de materias primas permitió que se acumularan fortunas colosales a costa de una miseria generalizada de los trabajadores. Paradójicamente, mientras la producción de café, té y azúcar promovía la esclavitud o el trabajo en pésimas condiciones en América y Asia, esas bebidas se convertían en fuente de energía y sobriedad para los trabajadores europeos.
Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 678 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.