Una obra maestra, un desastre comercial y una pizca de misterio: la Santísima Trinidad de Leonardo. La Virgen de las Rocas, lanzada a la estratosfera de la popularidad hace casi dos decenios merced a El código Da Vinci, de Dan Brown, cumple a la perfección con el canon, con un jugoso giro: hay dos versiones, una expuesta en el Louvre parisino y otra en la londinense National Gallery.
Como en muchas de las obras del maestro, la documentación no puede explicarlo todo. Los principales expertos han construido un castillo de hipótesis acerca de la duplicidad de esta pieza y su contenido. Sin embargo, para horror de los anteriores, las teorías que difundió el best seller de Brown calaron hondo entre el gran público.
Un trabajo para tres
Hacia la treintena, Leonardo empaquetó sus bultos, dejó Florencia y partió a Milán, ducado de los Sforza, donde permaneció dieciséis años. El joven artista ya era doblemente famoso en su Toscana natal, tanto por sus geniales ideas como por su incapacidad para completarlas con éxito. En la Lombardía repetiría el patrón: el colosal caballo de bronce para los Sforza nunca se materializó, el icónico fresco de La Santa Cena empezó a pelarse poco después de finalizado.
Antes de ambos fiascos estuvo La Virgen de las Rocas. El encargo, plasmado en contrato en abril de 1483, procedía de la Cofradía de la Inmaculada Concepción, una asociación de las más ricas familias locales. Pedían una ancona (un retablo con la parte superior curva) para decorar su capilla en San Francesco Grande, templo desaparecido que en su día era el segundo mayor de la ciudad, tras el Duomo.
Leonardo se asoció con unos artistas locales amigos suyos, los hermanos De Perdis, Ambrogio y Evangelista. El florentino se encargaría de la tabla central. Ambrogio pintaría las dos laterales, de menor tamaño. Evangelista, por su parte, pondría sus habilidades en miniaturismo al servicio de los marcos.
La cofradía había dado instrucciones muy precisas de lo que quería: en el centro, una Virgen con Niño rodeados de ángeles y profetas; los laterales debían incluir, cada uno, cuatro ángeles cantando o tocando instrumentos. Casi nada se cumplió. Los paneles de los lados acabaron protagonizados por una única criatura alada. En el central, Leonardo pintó La Virgen de las Rocas, es decir, prácticamente lo que le dio la gana.
No sería extraño, opina algún biógrafo, que plasmara una idea que ya le rondaba por la cabeza desde sus tiempos en Florencia. De hecho, la escena, procedente del evangelio apócrifo de Santiago, era muy popular en la Toscana de la época: cuando la Sagrada Familia se encontraba en plena huida hacia Egipto, se topó con san Juan Bautista niño.
Además, existe un breve episodio escrito por Leonardo hacia 1480 en que alude a una escenografía sospechosamente parecida a la del cuadro. “Después de vagar algún tiempo entre rocas sombrías, llegué a la entrada de una enorme cueva... Despertaron en mí dos sentimientos: el miedo y el deseo. Miedo a aquella oscura y amenazadora cueva. Deseo de ver si en su interior había algo maravilloso”.
La Virgen de las Rocas incluye, en efecto, un “sombrío” capricho geológico al fondo. La escena principal transcurre en una cueva donde, de repente, ha emanado una fosforescencia que nos deja ver “algo maravilloso”: el mensaje redentor del cristianismo, encarnado en san Juan Bautista y Jesús.
Los grandes leonardistas han hecho correr ríos de tinta acerca del misterio de la obra. Pero no entendido a lo “código Da Vinci”, como un herético mensaje oculto, sino como algo intrínseco a la pieza: su onírica atmósfera conseguida mediante el sfumato (la vaporosa gradación de colores que sustituye a las líneas, inventada por Leonardo), su peculiar iluminación, la composición piramidal cuya rigidez rompen la coreografía de manos y miradas, la mezcla entre escena religiosa y estudio de la naturaleza...
Tal como era habitual en el artista, san José brilla por su ausencia. Leonardo obvió sistemáticamente al padre en este tipo de escenas y abogó por una Sagrada Familia monoparental. Ya lo había hecho en La adoración de los Magos y lo haría después en La Virgen y el Niño con Santa Ana. Acudir a la psicología freudiana resulta de utilidad: el artista era el hijo bastardo de una joven de clase humilde, Caterina, y un mozo de buena familia, Piero Da Vinci, que no quiso o no pudo desposarse con ella.
Dos y hasta tres versiones
La obra tenía que estar terminada el 8 de diciembre de 1483, fiesta de la Inmaculada Concepción, patrona de la cofradía y a la que estaba dedicado el altar. Pero Leonardo y los De Perdis la entregaron en 1485. Entre los artistas y la cofradía existían serias desavenencias en cuanto al precio. Los primeros clamaban que el inicial no les había permitido ni cubrir el coste del marco, y exigían un ajuste al alza. Las protestas prosiguieron incluso después de completado, y en 1492 está fechado un documento clave: los pintores pedían recuperar la obra, pues habían recibido una suculenta oferta.
Los más reputados especialistas defienden que el florentino recuperó la pieza y la vendió a Ludovico el Moro, duque de Milán. De hecho, alguna temprana biografía acredita el cuadro como pintado para este. El Sforza, a su vez, la habría regalado al emperador Maximiliano de Habsburgo, según deja entrever la documentación. En algún momento la obra viajó a Francia, quizá cuando Leonor, la nieta de Maximiliano, se casó con Francisco I. En cualquier caso, en 1625 está probada su presencia en Fontainebleau. Hasta aquí, la muy posible historia de la versión del Louvre, la primera y original.
¿Por qué existe una segunda versión? ¿Por qué Leonardo, que tan poca obra legó y tanta dejó por terminar, pintó dos veces el mismo cuadro? La teoría más defendida es la más sencilla: la cofradía tenía un altar vacío y, pese a que había permitido la venta de la primera pieza, seguía vigente el contrato con Leonardo para decorarlo.
La segunda tabla ocupó la capilla de San Francesco Grande desde mediados de 1508. Allí permaneció hasta 1781, cuando la cofradía quedó disuelta y un coleccionista escocés, Gavin Hamilton, la embarcó hacia Gran Bretaña, donde hoy reside en la National Gallery. Ningún especialista titubea en considerar esta segunda versión como de inferior calidad. Tampoco en creer que, dado que Leonardo partió a Florencia entre 1499 y finales de abril de 1508, en ella metió mano Ambrogio de Perdis.
Entregada esta pieza, los artistas se quedaron con las ganas de recibir el ansiado pago que pretendían. Sin embargo, existe un documento en que se cita que la cofradía les permite efectuar una tercera copia para su venta. De todas las imitaciones que surgieron de esta en su día popularísima obra, algunos creen que esta tercera es la que se encuentra en una colección privada en Suiza. Hipótesis podría ser el segundo nombre de Leonardo.
Encuentre las diferencias
Entre las dos versiones hay diferencias importantes. Según las teorías recogidas por El código Da Vinci, ya conocidas con anterioridad a la aparición de la novela, los cambios habrían querido eliminar un mensaje herético. Los académicos creen que la versión de la National Gallery simplifica la lectura y reconduce la iconografía a los parámetros clásicos. En todo caso, no se sabe quién es responsable de esas diferencias: Leonardo, su ayudante o una mano posterior. Para colmo, los rayos X sobre la tabla de la National Gallery revelan que la idea inicial de Leonardo era pintar una escena distinta: una Virgen adorando al Niño.
San Juan Bautista. Según el best seller de Dan Brown, el niño que bendice, es decir, el de jerarquía superior, es san Juan Bautista, cuya preeminencia la Iglesia llevaría siglos escondiendo. Esta teoría se apoya en que, en la versión del Louvre, María sostiene sobre el Niño una cabeza imaginaria y Uriel hace sobre el cuello de esta el símbolo del degollamiento, la forma de martirio del Bautista. El Louvre considera la hipótesis “una parodia de la historia del arte”. En la tabla de la National Gallery, el Bautista está identificado por su clásica cruz de pie largo.
Uriel. En la primera versión, es el arcángel quien nos introduce en el cuadro con su mirada y quien con su mano nos guía hacia el Bautista. Con su gesto de adoración, san Juan nos lleva, a su vez, hacia el pequeño Jesús, que le bendice. Los expertos creen que, dado que el Bautista y Jesús están bien identificados en la segunda versión, no era necesario pintar la mano de Uriel.
Los halos. En la versión del Louvre, las figuras carecen de halos, lo cual no es del todo raro en Leonardo: tampoco los tienen los protagonistas de La Santa Cena. Sin embargo, algunos creen que la ausencia de halo se debe a que el artista tomó posición junto a los que se oponían a la inmaculada concepción de María, un debate en pleno furor en aquella época.
Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 499 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.