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Carlos III y los colonos alemanes de Sierra Morena

El Wild West español

Las Nuevas Poblaciones, conjunto de colonias establecidas en Sierra Morena por iniciativa de un grupo de ilustrados, fueron una utopía social sin parangón en la España de Carlos III

Palacio del intendente Olavide e iglesia de la Inmaculada Concepción en La Carolina, localidad fundada en tiempos de Carlos III.

Luis Rogelio HM / CC BY-SA 2.0

Sierra Morena era un emplazamiento idóneo para el refugio de malhechores. Sus lomas de vegetación abundante, sus gargantas y sus desfiladeros parecían creados para el escondite y la emboscada. Asesinos, secuestradores, reclusos fugados, contrabandistas... habían encontrado en las montañas un lugar confortable para el delito y la vida solitaria.

No pasaría de ser un problema local si no fuera porque Sierra Morena era paso obligado en el trayecto entre dos de las principales ciudades de España: Sevilla y Madrid. Trayecto que, a pesar de su importancia, apenas contaba con dos docenas de ventas salpicando un mapa que perdía toda referencia urbana tan pronto como se descendía de Ciudad Real.

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El caminante estaba expuesto a cruzarse con individuos de la peor calaña, y el viaje se convertía en una aventura de incierto desenlace. Ni siquiera las ventas brindaban al viajero un cobijo seguro, pues los venteros, a menudo conchabados con las cuadrillas, podían ser delatores e incluso cómplices del pillaje.

Un país desierto

Desde la segunda mitad del siglo XVI, la despoblación se había convertido en un problema endémico en España. Las guerras durante la dinastía de los Austrias, la emigración a las Indias, el excesivo número de vocaciones religiosas, las pestes en el siglo XVII y la definitiva expulsión de los moriscos habían esquilmado la población española, dejando tras de sí profundos desequilibrios entre regiones.

El poblacionismo fue la gran obsesión de los reformistas del siglo XVIII, que entendían que, cuanta más población, mayor riqueza y mayor recaudación para el Estado, artífice de todas las reformas. Sin embargo, más que brazos para trabajar, lo que faltaba en España eran campos trabajables y unas leyes que elevasen la condición de los agricultores ante los dueños de la tierra.

Sierra de Aracena, que forma parte de Sierra Morena.

Dominio público

En 1768, el Consejo de Castilla envió un cuestionario a los intendentes de las provincias del sur solicitándoles su opinión acerca de los problemas del campo. Todos los interpelados dieron respuestas cortas y sencillas excepto uno: el asistente de Sevilla, don Pablo de Olavide. Este envió a Madrid un larguísimo informe en el que enumeraba las trabas del agro andaluz y esbozaba una serie de recomendaciones.

Olavide, el ilustrado

Pablo de Olavide era un criollo peruano, hijo de un emigrante navarro, que contaba con una corta y fulgurante carrera en la función pública. Casado con una rica viuda, vivió varios años entre Francia e Italia, comprando libros y cuadros, filosofando en los cafés y trabando amistad nada menos que con Voltaire, quien aseguró que hacían falta “cuarenta hombres como él para salvar España”. Se comportó, en definitiva, como un bon vivant.

En Madrid empezó a celebrar tertulias de las que sería un asiduo Campomanes, ministro de Carlos III. A través del asturiano accedió al conde de Aranda, grande de España. Gracias a estas amistades, Olavide pudo desempeñar cargos públicos cada vez más importantes, el último como asistente de Sevilla. Fue entonces cuando redactó su informe sobre la reforma agraria, en el que denunció que dos tercios del campo andaluz eran pasto o pura maleza y el tercio restante estaba mal cultivado.

Retrato del escritor y político español Pablo Antonio José de Olavide y Jáuregui.

Dominio público

Aunque el memorial que el Consejo de Castilla publicó a partir de todos los informes no se materializó en una ley agraria, las ideas de Olavide pudieron plasmarse a pequeña escala en un experimento urbano, social y económico que le permitiría levantar de la nada una sociedad agrícola perfecta a la luz del pensamiento ilustrado: las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena.

Experimento para aleccionar

Las Nuevas Poblaciones fueron la gran empresa utópica de la Ilustración española, un proyecto de ingeniería social que había de servir de modelo a todas las comunidades rurales del país. Con el triple objetivo de hacer más seguros los caminos de Sierra Morena, repoblar un territorio baldío y, sobre todo, crear una sociedad rural ejemplar, Olavide y Campomanes iniciaron la titánica tarea de repoblar las tierras de Sierra Morena con seis mil colonos traídos de Europa central.

Se partió del ofrecimiento de un personaje un tanto oscuro, el militar bávaro y empresario aventurero Gaspar de Thurriegel. Este recibiría por cada colono 326 reales, siempre que cumplieran una serie de requisitos: tenían que ser ciudadanos útiles, agricultores o artesanos que conocieran el oficio, hallarse en una edad activa y ser buenos católicos.

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En 1767, Olavide, que ya trabajaba junto a Campomanes en el Fuero de las Nuevas Poblaciones, fue designado su superintendente. Según el Fuero, a cada colono se le adjudicaría un terreno de cincuenta fanegas, y cada colono contaría para su sustento con dos vacas, cinco ovejas, cinco cabras, cinco gallinas, un gallo y una marrana de parir, todos debidamente estabulados y con terrenos comunales para el pasto. La tierra de cada colono era inacumulable, inajenable e indivisible, estaba libre de impuestos y debía ser ocupada por un período no inferior a diez años.

Haciendo la vista gorda

Thurriegel confeccionó unos panfletos que tradujo al alemán y al francés y los distribuyó por Baviera, Lotaringia, Alsacia, Suiza y Suabia, ofreciendo a las gentes humildes un clima excepcional, una tierra fértil, un comercio prodigioso, sol, valles, montañas, frutas exóticas y prácticamente una cosecha que se recogía sola.

Apresurado por empezar a cobrar, Thurriegel aceptará a todos aquellos que se presenten, ya sean jóvenes o viejos, sanos o lisiados, católicos o protestantes. Algunos comisarios, sobornados por los armadores, hicieron la vista gorda, y el propio Campomanes optó por levantar un poco la mano.

Carlos III entregando las tierras a los colonos de Sierra Morena por José Alonso del Rivero, 1805.

Dominio público

Sin embargo, al formarse los primeros grupos de trabajo, Olavide constató que estaba ante “colonos díscolos y de baja calidad”. La roturación avanzaba diez veces más lenta de lo esperado, y entre los colonos se dieron las primeras deserciones. Expuestos a los golpes de calor por el día y hacinados en barracones por la noche, el agosto andaluz resultó demasiado duro para ellos, y solo el otoño alivió la espantosa mortalidad inicial.

Thurriegel presentó quejas por el trato dispensado a sus colonos a fin de cubrir su mal desempeño, aunque no logró derribar al peruano. El mayor de los problemas para Olavide se manifestó con la llegada de doce capuchinos alemanes, entre ellos, fray Romualdo de Friburgo.

Olavide se vio, a finales de su querido Siglo de las Luces, rindiendo cuentas ante el Santo Oficio

Severo y urdidor, fray Romualdo tenía su propio proyecto de comunidad, totalmente contraria a la de Olavide. Acostumbrado a mandar, el fraile quiso mantener su cargo de prefecto a pesar de no tener validez en las colonias. Además, en contra del parecer de Olavide, luchó para que los alemanes mantuvieran su lengua y sus costumbres.

Enemigos irreconciliables

Olavide convirtió al viejo fraile en un asiduo a sus tertulias y se divirtió a costa de sus supersticiones. Este, que tomaba nota de sus provocaciones, hizo llegar al padre Eleta, confesor de Carlos III, y al inquisidor general, don Felipe Beltrán, un prolijo relato de la vida y milagros del impío. Sorprendentemente, la delación puso en marcha la vieja maquinaria inquisitorial, y Olavide se vio, a finales de su querido Siglo de las Luces, rindiendo cuentas ante el Santo Oficio.

El peruano no era más hereje que sus amigos. Aranda, Campomanes y Floridablanca habían sido delatados ante el Santo Oficio en multitud de ocasiones, pero sus autos no pasaron de las diligencias previas. Eran bocados demasiado grandes. Olavide, en cambio, no era más que un nuevo rico, un blanco perfecto para escarmentar a la minoría ilustrada, que, en esa ocasión, tuvo que callar.

Retrato de Campomanes.

Dominio público

Pasó dos largos años en las mazmorras, enfermo de gota y tan grueso que no podía tenerse en pie, antes de someterse al auto de fe. Cuando oyó la acusación, “hereje formal y miembro podrido de la religión”, cayó desvanecido. Europa entera se estremeció ante lo que parecía una pena de muerte sin remedio. Sin embargo, la herrumbrosa maquinaria no pretendía hacer tan flaco favor al monarca ilustrado. El condenado tuvo que abjurar de sus creencias, fue despojado de sus títulos y bienes, desterrado a veinte leguas de Madrid, Lima, Sevilla y los Sitios Reales y penado a pasar ocho años recluido en un convento.

¿Fracasó la iniciativa?

Fueron tantas las fuerzas que conspiraron contra Olavide que la mera realidad física de las Nuevas Poblaciones puede considerarse un logro extraordinario, aunque el balance de su legado estuviera lejos de lo prometido.

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El ingenuo cálculo del superintendente respecto al carácter modélico de las Nuevas Poblaciones resultó equivocado. No fue admiración, sino recelo, lo que causó entre sus vecinos aquel fuero privilegiado que repartía entre los extranjeros unas tierras que a ellos se les negaban. Además, sus resultados económicos no fueron precisamente ejemplares, y las malas cosechas se impusieron a las buenas.

Sí tuvo éxito a la hora de repoblar las zonas baldías, y los colonos alemanes –pese a las tensiones creadas por los capuchinos– alcanzaron una asimilación perfecta en su segunda generación, que se expresaba ya en perfecto andaluz.

Monumento conmemorativo de la fundación de La Carlota.

Raefelji / CC BY-SA 2.0

Los caminos de Sierra Morena ganaron en seguridad, y aunque la guerra de la Independencia reavivó el bandidaje, la carretera cambió sustancialmente de paisaje. Aún hoy sobreviven pueblos como La Carolina, La Carlota, La Luisiana, Guarromán, Fuente Palmera o Aldeaquemada, con sus trazados ortogonales y sus plazas de formas geométricas (circulares, rectangulares, octogonales...) al estilo ilustrado.

Con todo, la historia de las colonias, como diría el último de sus intendentes, Pedro Polo de Alcocer, “es antes la de sus desgracias que las de su prosperidad”. Pudo dar fe Olavide, que en ellas labró su fama y su infortunio. Tras dos años recluido, huyó a Francia, pero regresó en 1798 ya anciano y sinceramente convertido para morir en Baeza en 1803. Él, que había prohibido las misas multiplicadas por los difuntos –inútiles a los ojos de Dios y ruinosas para las familias, había dicho–, ordenó cuatrocientas para el descanso de su alma. 

Este artículo se publicó en el número 558 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.

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