La princesa de Éboli: así se la jugó Felipe II

En femenino

La ambiciosa Ana Mendoza reunió un gran poder en la corte de Felipe II, pero el rey que la había favorecido la sacrificaría como un peón al ajedrez

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La vida de Ana Mendoza ha sido llevado al cine en varias ocasiones, como en 'Princesa de Éboli' (1955), protagonizada por Olivia de Havilland.

Bettmann / Bettmann Archive

A Ana Mendoza de la Cerda (1540-92), de gran belleza, heredera de varios títulos nobiliarios y con una considerable fortuna material, la recordamos sobre todo por el parche que cubría su ojo derecho, maltrecho por un supuesto accidente mientras aprendía esgrima. El complemento añadía más carácter a una mujer realmente indómita.

Poco después de su boda con el secretario de Felipe II, Ruy Gómez de Silva, que era 24 años mayor, comenzó a hablarse en la corte de una posible relación entre ella y el rey, que entonces tenía 30 años y había enviudado de su segunda esposa (María Tudor, reina de Inglaterra).

Como sea, Ana y Gómez de Silva tuvieron un matrimonio plácido. No por ella, que era antojadiza, irascible y entrometida, sino por su marido, mucho más maduro y cabal. A la muerte de este en 1573, la princesa tuvo la extraña idea de meterse en un convento, pero el capricho duró poco.

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María Tudor y Felipe II en un cuadro de Hans Eworth, c. 1558.

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El asesinato de Escobedo

De vuelta a su palacio de Madrid, parece que dejó de tener un trato íntimo con el rey, que comenzaba a ser mayor y estaba muy enamorado de su cuarta esposa, Ana de Austria. Inició entonces una relación con un antiguo servidor de su marido, Antonio Pérez.

Pérez se había convertido en el hombre de confianza del monarca y por eso podía explicarle, cuando ella se lo pedía (que era casi siempre), la marcha de cualquier negocio de Estado. Fue así como la curiosa e intrigante princesa se vio envuelta en un turbio asunto ocurrido en Madrid el 31 de marzo de 1578: el asesinato de Juan de Escobedo.

Escobedo, que posiblemente era un antiguo agente o espía secreto de Felipe II y de Antonio Pérez, había sido enviado a Italia y luego a Flandes para controlar las acciones de don Juan de Austria, hermano del rey.

En 1576, don Juan había sido nombrado gobernador de los Países Bajos por Felipe II, que al principio confiaba en él. Pero, por diferentes motivos, tal vez por la falta de soldados y de recursos materiales, don Juan no pudo cumplir la misión asignada y perdió la confianza y también el afecto de su hermano.

Felipe II decidió aislar a la princesa y a Antonio Pérez metiéndolos en la cárcel

Parece que tampoco Escobedo actuó como esperaba el monarca. Cuando el enviado de Felipe II llegó a Flandes, Juan de Austria se ganó su simpatía, de modo que Escobedo se puso de su lado e incluso le dio consejos que no coincidían con la voluntad del rey.

Al regresar a Madrid para realizar algunas gestiones encomendadas por su nuevo amo, se encontró no solo con la secreta enemistad de Antonio Pérez, decepcionado por su inesperada conducta, sino también con el temor y la suspicacia de Felipe II. Este imaginaba que su hermano, influido por el “traidor” Escobedo, alimentaba crímenes y proyectos de revuelta que debían ser ahogados de inmediato.

No era difícil intuir los temores del rey cuando, pensando en la “maldad” de Escobedo, decía a su confidente Antonio Pérez: “Convendrá lo de su muerte antes de que haga algo con que no seamos después a tiempo. Daos prisa antes de que él nos mate...”.

Entonces, para defender al rey, que se consideraba amenazado de muerte, Pérez intentó eliminar a Escobedo por medio de un veneno en la comida, pero sin ningún resultado, y al fin, de acuerdo con el propio soberano, le hizo asesinar por unos espadachines en una calle de Madrid.

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Uno de los célebres retratos de la princesa de Éboli.

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Como los temores de Felipe II no eran claros, y este, para no descubrirlos, se había tomado la justicia por su cuenta actuando en secreto, el crimen parecía injustificado y nadie se lo podía explicar.

Pero la maledicencia popular no tardó en encontrar un motivo. Se dijo que Escobedo había sorprendido a Pérez y a la Éboli retozando en la cama y que les había amenazado con decirlo al rey. Entonces –siempre según los chismes de la calle–, los amantes descubiertos habrían organizado el crimen para evitar el escándalo.

Como el malévolo rumor apartaba la atención del público de los verdaderos motivos del asesinato, Felipe II no tenía más que fingir que daba crédito a la patraña. Y eso es lo que hizo, sobre todo a partir del verano de 1579, cuando las otras posibles salidas del embrollo, buscadas por él sin convicción ni acierto, ya se habían cerrado.

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Retrato de Antonio Pérez.

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La princesa, que sabía perfectamente por Antonio Pérez todo lo que había ocurrido la noche del asesinato de Escobedo y que incluso había facilitado la salida de Madrid de uno de los espadachines, podía revelar el secreto si la presión popular la acuciaba en exceso y se veía obligada a defender lo que ella consideraba su honor. Antonio Pérez podía hacer lo mismo, comprometiendo al rey con documentos manuscritos de este, bien guardados por el astuto secretario desde el día del crimen.

Los años de reclusión

Por eso, después de muchas dudas, problemas de conciencia, consultas a su confesor y un largo tira y afloja judicial, el 28 de julio de 1579 Felipe II decidió aislar a Pérez y a la princesa metiéndolos en la cárcel. El secretario sería llevado a la casa del alcalde de Madrid, y la dama permanecería incomunicada en la torre de Pinto, fortaleza próxima a la capital.

Felipe II, a pesar del afecto que quizá le había tenido en su juventud, no dudó en mantenerla alejada de la sociedad

Así terminaba la refulgente y ajetreada vida pública de aquella indómita señora que durante tantos años, a través de su marido, de Felipe II y de Antonio Pérez, había querido dominar la corte de Madrid, El Escorial, Castilla, Aragón, Portugal y todo el mundo conocido... Pero al final, pese a sus muchas intrigas, argucias y combates, solo pudo encontrar el fracaso, el descrédito y la ruina.

Felipe II, a pesar del afecto que quizá le había tenido en su juventud, no dudó, por precaución y prudencia, o tal vez por miedo (como le había ocurrido con su propio hijo don Carlos doce años antes, a quien también recluyó por temor a que se rebelara contra él), en mantenerla alejada de la sociedad entre cuatro espesos muros y un macizo portalón infranqueable.

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Palacio ducal de Pastrana, lugar del encierro de la princesa viuda de Éboli.

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La dama pasó un año y medio en Pinto, otro en el castillo de Santorcaz y el resto de su vida en su propia mansión de Pastrana, cuidadosamente vigilada y sin poder salir a la calle ni hablar con nadie del exterior. Murió por un fallo cardíaco a los 51 años, el 12 de febrero de 1592, mientras Antonio Pérez y Felipe II seguían discutiendo y luchando entre sí.

Ambos estaban viajando en aquel momento. El primero, por el territorio de Bearn (zona fronteriza entre los Pirineos centrales y el País Vasco francés), con sus nuevos amigos protestantes calvinistas, que le ayudaban a preparar unos textos conocidos como Relaciones, destinados a fomentar la leyenda negra contra el rey español. Felipe se dirigía a Aragón, donde las ascuas de la rebelión provocada por el fugitivo Pérez unos meses antes aún no se habían apagado por completo.

Este artículo se publicó en el número 409 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.

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