Las Alpujarras, la rebelión que complicó la vida a Felipe II
Guerras internas
Más de dos años le llevó poner fin a la insurrección de los moriscos que se sublevaron contra la represión de sus costumbres
Si Felipe II tuvo un annus horribilis, ese fue 1568. En el terreno doméstico se sucedieron las desgracias, con las muertes su hijo, el príncipe don Carlos, y su tercera esposa, Isabel de Valois. Mientras tanto, el soberano tenía que enfrentarse al estallido de revueltas en los Países Bajos y en Granada. Esta última, protagonizada por la población morisca, provocó a la monarquía hispana muchos más problemas de los inicialmente previstos.
Con la creación de una monarquía autoritaria, los Reyes Católicos impulsaron la unificación religiosa de sus dominios. En la mentalidad de los monarcas, la unidad política se fortalecía si los súbditos profesaban una misma fe. La conquista de Granada, en 1492, puso fin a casi ochos siglos de presencia islámica en la península ibérica.
Toda la cristiandad recibió la noticia con grandes demostraciones de alegría. Por fin había una buena noticia que aportaba esperanza, después de los repetidos desastres militares que habían sucedido a la caída de Constantinopla . El avance de los turcos parecía irresistible.
Para hacer frente a este ambiente de intransigencia, los perseguidos utilizaron un idioma secreto, la aljamía
Sobre el papel,Isabel y Fernando se habían comprometido a respetar la religión de sus nuevos vasallos andaluces. En la práctica, estos enseguida se vieron frente a una política de intolerancia. Entre 1500 y1502 tuvo lugar una campaña de conversiones forzadas que se repetiría entre 1525 y 1526, ya bajo el reinado de Carlos V. Este ambiente de hostilidad antimusulmana explica la publicación de gran cantidad de títulos dedicados a la crítica de los principios del islam.
Había que lograr que los “moros” se bautizaran. El bautismo, en la sociedad de la época, era un acto trascendente, no solo por razones religiosas, sino también jurídicas. Los convertidos pasaban a tener los derechos y deberes de los cristianos. Otra cuestión es la consideración que tuvieran a ojos de los cristianos viejos, recelosos ante su sinceridad religiosa.
Para hacer frente a este ambiente de intransigencia, los perseguidos utilizaron un idioma secreto, la aljamía, que consistía en utilizar los caracteres árabes para escribir en lengua castellana.
Presiones del papa
Carlos V trató de obligar a los moriscos a modificar sus costumbres, pero cambió de opinión cuando recibió de los afectados un suculento donativo. El Estado, siempre en números rojos, no estaban en situación de despreciar 80.000 ducados así como así.
Felipe II, algunas décadas más tarde, no iba ser tan flexible. Tras el fin del Concilio de Trento, la Iglesia presionaba para controlar la ortodoxia de los moriscos. El papa Pío V se quejó de que la diócesis de Granada era la menos cristiana de Europa y mandó decir al monarca español, de su parte, que había que encontrar una solución. Poco después, en 1567, el rey promulgó una pragmática que obligaba a los moriscos de la zona a abandonar su lengua, sus trajes típicos y otros elementos de su cultura.
Esta imposición hizo que el malestar se extendiera como la pólvora. La situación se agravó todavía más cuando se supo que las autoridades iban a obligar a la población de origen musulmán a justificar la propiedad de sus tierras. Los que no pudieran presentar documentos acreditativos se verían despojados de las mismas.
Un aristócrata morisco, Francisco Núñez Muley, elevó un memorial en protesta contra esta política de represión. Argumentó que no era justo arrebatar a la gente su lengua natural, aquella que en la “nacieron y se criaron”. Ser católico y hablar árabe no era incompatible. Ahí estaban los cristianos de Egipto o Siria para demostrarlo. Además, ¿por qué eliminar unas costumbres que en nada iban contra la verdadera religión?
La rebelión de las Alpujarras
Núñez Muley no fue escuchado. El levantamiento que se gestaba estalló finalmente en la Nochebuena de 1568. Los rebeldes tomaron como monarca a Hernando de Córdoba, un aristócrata morisco que adoptó el nombre de Abén Humeya en recuerdo de la dinastía omeya, de la que su familia aseguraba descender. La ceremonia de su entronización se efectuó según el antiguo ritual nazarí, con el nuevo soberano vestido de púrpura.
Los sublevados, sin embargo, no pudieron tomar la ciudad de Granada. Este fracaso, a la larga, sellaría el destino de su movimiento, reducido a una revuelta rural. En el campo, el alzamiento encontró más apoyos porque la población de origen musulmán era abrumadoramente mayoritaria. En cambio, en los entornos urbanos, los antiguos musulmanes tendían a confundirse con los cristianos viejos.
La situación degeneró hacia la guerra total, con actos de increíble violencia por ambos bandos. Los moriscos profanaban templos católicos y asesinaban a los sacerdotes y religiosos. Según el relato del cronista Luis del Mármol Carvajal, aprovecharon para tomar venganza por las humillaciones pasadas, cuando los curas tomaban buena nota de quien no asistía a misa, o llamaban la atención a las mujeres por no descubrirse el rostro.
Las autoridades cristianas temían que el Imperio otomano intentara capitalizar la revuelta en su favor
En el bando contrario, la brutalidad no era menor: los cristianos pasaban a cuchillo a los hombres adultos y hacían prisioneros a los niños, las mujeres y los ancianos.
Más difícil de lo que parecía
Si Felipe II imaginó que la rebelión sería aplastada sin grandes dificultades, debió de salir pronto de su error. Los sublevados utilizaban su conocimiento del terreno, una zona de montaña abrupta, para organizar una temible guerrilla.
En esos momentos, las autoridades cristianas temían que el Imperio otomano intentara capitalizar la revuelta en su favor. Pero la sorprendente realidad fue que los turcos apenas enviaron ayuda a sus correligionarios de Granada. Llegaron desde el norte de África algunos combatientes, pero en cantidades que nunca fueron significativas.
Las tropas castellanas vieron obstaculizado su avance por la rivalidad entre sus mandos. El marqués de los Vélez prefería aplicar la mano dura. En cambio, el marqués de Mondéjar apostaba por la negociación.
Cansado de la poca efectividad de ambos aristócratas, Felipe II zanjó la cuestión otorgando el mando supremo a don Juan de Austria , su medio hermano. El joven comandante acabó con todos los núcleos de resistencia, aunque al precio de métodos drásticos: hizo destruir los pueblos y las cosechas de sus enemigos.
Las disensiones internas habían resquebrajado a los rebeldes. Su líder, Abén Humeya, murió asesinado. A los vencidos les esperaba la muerte, la esclavitud o la deportación. La Corona repartió a miles de moriscos granadinos en ciudades como Toledo, Sevilla y Ciudad Real, a la vez que mandaba repoblar con cristianos el reino de Granada.
Poco después, Juan de Austria, al frente de la flota de la Santa Liga, alcanzó en Lepanto una épica victoria. El triunfo demostró, por fin, que la escuadra turca no era imbatible. Los cristianos no supieron sacar todo el partido posible de su éxito, pero tampoco es cierto que ganaran una batalla inútil, como a veces se ha dicho. Las costas de los dominios españoles siguieron sufriendo incursiones, pero no con la misma intensidad.
Hacia la expulsión
Tras la guerra de las Alpujarras se recrudeció el sentimiento antimusulmán. La fallida rebelión proporcionó argumentos a los partidarios de la línea dura: los moriscos no eran verdaderos cristianos, constituían una quinta columna en el interior del país. En cualquier momento podían colaborar con los turcos. Existía, además, otro peligro: como tenían muchos más hijos que los cristianos viejos, con el transcurso del tiempo acabarían aventajándolos en número.
Este tipo de prejuicios creó el clima favorable para su expulsión en 1609, en un momento en que los fracasos europeos empujaron a la monarquía a buscar un éxito fácil. Sin embargo, no fueron pocos los que consiguieron regresar de forma clandestina a sus hogares, en medio de la actitud cómplice de sus vecinos. La España de los Austrias era así: plural y compleja. La intransigencia de las autoridades no siempre reflejaba una intolerancia equivalente por parte del pueblo llano.