Los beaterios de Flandes, ciudades ¡solo para mujeres!
Islas de independencia
Flandes está salpicado de antiguos beaterios, recintos fundados a partir del siglo XIII y destinados en exclusiva a mujeres. Trece son hoy Patrimonio Mundial
Un visitante extranjero en el Flandes de los siglos XIII, XIV o XV no ganaba para sustos y escándalos. Allí podían verse mujeres campando a sus anchas al frente de su propio negocio: pescaderas, posaderas, pintoras..., ¡incluso albañiles y herreras! Si todo lo anterior no había dejado al foráneo en estado de shock, el golpe de gracia llegaba cuando se enteraba de la existencia de beaterios, unos barrios habitados únicamente por mujeres –las beguinas– que lucían hábitos, pero que no eran exactamente monjas.
No pertenecían a una orden, no tomaban votos perpetuos, ganaban un sueldo con algún oficio y, cuando lo deseaban, podían abandonar la institución, casarse y tener hijos. Los beaterios fueron unos espacios para mujeres y regidos por mujeres, sin parangón en la historia.
El turista actual se maravilla ante la tozudez de las ciudades flamencas de Bélgica, las de la mitad norte del país, de habla neerlandesa. El siglo XXI no ha hecho saltar los adoquines que cubren sus calles, ni ha acallado los carillones que tintinean cada pocos minutos, ni tampoco ha impuesto rascacielos a unos cascos urbanos que parecen no haber cambiado un ápice desde hace centurias. Dentro de algunas de estas ciudades aún se conservan, aisladas por muros y fosos, aquellas antiguas ciudades de mujeres. Numerosos beaterios del país fueron reconocidos como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1998.
Una tierra de disidencia
Las primeras beguinas aparecen documentadas a finales del siglo XII en Lieja y alrededores. Se trataba de mujeres que, sin entrar en ninguna orden religiosa, solas o en grupos informales, se apartaban de sus familias y llevaban una vida de castidad, de rezos y, en muchos casos, de trabajo en hospitales o leproserías, cerca de los cuales se instalaban.
No fue hasta principios del siglo XIII cuando se construyeron establecimientos permanentes, los beaterios. Algunos eran edificaciones semejantes a conventos. Otros, los que acabarían perdurando, eran barrios que se cerraban de noche. Con esta medida, que pretendía asemejar su estilo de vida al de clausura, se esperaba acallar a los detractores que tachaban a estas mulieres religiosae, como también se las conocía, de herejes.
Algunos beaterios se configuraron con calles convencionales, como los que pueden verse en Malinas o Lovaina. Otros, caso de Brujas, consistían en una gran plaza rodeada de casitas.
El primer beaterio del que existe mención, en 1230, fue el de Aasche, ciudad alemana colindante con Holanda y Bélgica, antaño conocida también como Aquisgrán o como Aix-la-Chapelle. Rápidamente, en años sucesivos, se alzaron los de Cambrai, Lovaina, Gante, Namur y Valenciennes.
La región de Flandes, gracias a lo bien conservado de su patrimonio y a la designación de la Unesco, pasea el legado de los beaterios por el mundo, pero estos fueron un fenómeno de todo el territorio de la actual Bélgica, así como de las regiones francesas y holandesas colindantes.
Las beguinas y los beaterios están perfectamente enmarcados dentro de un espontáneo fervor de disidencia espiritual que recorrió Europa entre los siglos XI y XIII. Por todos los puntos cardinales surgieron predicadores laicos o de los estratos más bajos del clero, con ideas y estilos de vida que retaban a los ejemplarizados y defendidos por las altas jerarquías eclesiásticas. En Roma se llevaron las manos a la cabeza, y algunos de estos movimientos acabaron perseguidos y aniquilados por herejía: los cátaros son el ejemplo más sangrientamente famoso.
La zona que en un futuro constituiría las provincias del sur de los Países Bajos era un campo abonado para la disidencia religiosa. El territorio estaba formado por un enrevesado puzle de señoríos, condados y ducados que, sobre el papel, rendían vasallaje al rey de Francia o al emperador del Sacro Imperio Germánico, aunque ni el uno ni el otro lograron ejercer demasiado poder efectivo.
Un tercio de la población residía en ciudades (una tasa altísima, solo comparable a algunas zonas de Italia), y un elevado porcentaje estaba alfabetizada. Ello dio origen a unas urbes con mucha personalidad, fieramente independientes, con potentísimos sectores textil y comercial. Entre los feligreses de estas tierras y las dos lejanas sedes arzobispales de las que dependían, Reims y Colonia, no existía demasiada sintonía y, en algunos casos, ni siquiera hablaban la misma lengua.
Que el movimiento religioso popular que acabó prendiendo fuera uno femenino, el de las beguinas, se explica por la peculiar demografía de las ciudades de estas tierras, donde residían más mujeres que hombres, y por unas costumbres que eran mucho más permisivas hacia la iniciativa femenina que las de otros puntos de Europa. Las mujeres aquí podían heredar casi en las mismas condiciones que sus hermanos y se involucraban a menudo en los negocios familiares.
Los historiadores de antaño creían que la mayor población urbana femenina respondía a la elevada mortalidad masculina en guerras, disturbios y cruzadas, pero hoy los estudiosos defienden que se trataba de una cuestión estructural: las mujeres emigraban del campo a las ciudades en mayor medida que los hombres, pues allí tenían mayores oportunidades de trabajo, fuese en la industria textil o en el servicio doméstico.
Un retiro a medias
La creación de un beaterio requería una gigantesca inversión, un terreno y recursos para urbanizarlo. Por ello, muchos contaron con el patrocinio de pudientes bolsillos para arrancar. Dos sucesivas condesas de Flandes del siglo XIII, Juana y Margarita, fueron las grandes impulsoras del movimiento, y están asociadas a la fundación de beaterios en, como mínimo, ocho ciudades, entre ellas Gante y Brujas. A finales del siglo XIV estas tierras quedaron agrupadas bajo el ducado de Borgoña, de donde pasarían a engrosar los territorios del imperio de Carlos V. Ninguno de estos cambios políticos frenó el movimiento beguinal, que se había convertido en parte integral del tejido social de las ciudades.
Se llegaron a contabilizar en un reducido territorio –la superficie de Bélgica es comparable a la de Galicia– hasta 77 barrios de beguinas, algunos de ellos gigantescos. El de Saint-Christophe de Lieja albergaba a unas mil inquilinas a mediados del siglo XIII, mientras que en el de Sint-Elisabeth de Gante se contabilizaban más de seiscientas a finales de la misma centuria. El récord se lo llevó el de Malinas, donde habitaban entre 1.500 y 1.900 beguinas al término del siglo XV.
Lo de que eran ciudades de mujeres es mucho más que una metáfora. Tenían iglesia o capilla propia y se erigían en parroquia independiente, atendida por un cura que vivía extramuros. Contaban con panadería, cervecería e incluso pequeñas granjas y explotaciones agrícolas.
¿Por qué hicieron furor los barrios de beguinas? Los historiadores todavía están construyendo teorías. Los beaterios tenían un atractivo práctico obvio: no exigían dotes y, por tanto, no estaban restringidos a damas nobles o de la alta burguesía, como sí sucedía con los conventos y monasterios. Algunas mujeres, además, independientemente de que contaran con los medios económicos para acceder a una orden religiosa, no estaban por la labor del retiro total del mundo, y preferían la situación intermedia que les ofrecían los beaterios: podían salir de ellos durante el día y, muy importante, en cualquier momento podían abandonarlos para siempre sin escándalo.
Para muchas mujeres, sin menospreciar su vocación religiosa, el beaterio era una escapatoria. Algunas huían de matrimonios concertados no deseados. Los beaterios se tomaban muy en serio su tarea de proteger a novias a la fuga, sobre todo a las que tenían derechos económicos o propiedades a su nombre, pues no era raro que sus familiares mandaran raptarlas. En 1335, en Brujas, un secuestrador pillado in fraganti fue despojado de todas sus posesiones y condenado a cien años de ostracismo.
Otras mujeres, sobre todo las de menos recursos, consideraban el beaterio como un modo de vida. A través de la institución podían conseguir trabajo, y en ella tenían un lugar protegido donde vivir.
En cuanto al extracto social de las beguinas, las más pudientes tenían una casa para ellas, eran atendidas por sirvientas y podían vivir de rentas. Las más pobres trabajaban y compartían domicilio. En momentos de depresión económica, estas últimas podían quedar desempleadas, y para tales circunstancias se creó un fondo común conocido popularmente como “la mesa del Santo Espíritu” o “el cofre”.
Sanidad e industria
Cada beaterio tenía sus propias normas y órgano de gobierno. Al frente se situaba una Grande Dame, en muchos casos asistida por un consejo. Todos estos cargos eran rotatorios. La desobediencia de las reglas estaba penada con la expulsión. Al igual que la de las monjas, la vida de las beguinas se regía por la castidad, aunque ello no constituía necesariamente una situación vitalicia: era completamente normal que las mulieres religiosae abandonaran la institución, se casaran y tuvieran hijos.
Algunos beaterios mostraban una enorme comprensión con las inquilinas a las que un desliz había dejado embarazadas. Se las expulsaba durante un año, tras el cual, si demostraban buena conducta, eran readmitidas, tanto ellas como su bebé. Ello evitaba que la madre soltera se viera abocada a la prostitución. Había algunas excepciones: el retorno se hacía imposible si se descubría que el padre estaba casado o era un clérigo.
Las diferencias sustanciales entre monjas y beguinas radicaban en que estas podían acumular propiedades, aunque sin hacer ostentación de ello, y en el hecho de que muchas trabajaban para ganar un sueldo con que pagar su manutención. Sus salidas laborales más frecuentes eran la enseñanza, el cuidado de enfermos (tanto a domicilio como en hospitales, que solían estar cerca de los beaterios) y, sobre todo, el importantísimo sector textil de estas tierras.
Las beguinas eran mano de obra vital para algunos procesos de preparado de la materia prima y de acabado de las telas, en muchas ocasiones por debajo del salario que marcaban los gremios, de cuya jurisdicción escapaban. No es de extrañar que en algunas poblaciones se creara rápidamente un beaterio nada más instalarse en ellas la industria textil.
Las revueltas contra los españoles, las guerras de Religión y movimientos iconoclastas que segaron estos dominios desde mediados del siglo XVI fueron el primer mazazo contra el movimiento beguinal. Muchos beaterios serían destruidos o cerrarían para siempre. Otra oleada de cierres se produjo a finales del siglo XVIII, con la invasión de las tropas revolucionarias francesas. Contra viento y marea, sin embargo, a mediados del siglo XX se contaban once beaterios en activo en Bélgica.
Hoy, los que siguen en pie son reliquias del pasado, pero reliquias vivas, pues muchos de ellos, incluidos los inscritos en la Unesco, se utilizan como viviendas. Para el paseante estos barrios son, además, inconfundibles: las casas, en lugar de con números, están identificadas con nombres de santos.
Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 530 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.