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La guerra de las Dos Rosas, auténtico ‘Juego de Tronos’

Duelo por el trono inglés

¿Cómo discurrió el enfrentamiento inglés en que inspiró George R. R. Martin su serie de novelas ‘Canción de hielo y fuego’?

Pintura de Henry Payne de comienzos del siglo XX que muestra a los aliados de las facciones rivales escogiendo rosas rojas o blancas.

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Las dos rosas, con cuyo nombre se conoce una larga guerra que tuvo lugar en Inglaterra en la segunda mitad del siglo XV, eran los emblemas de las dos familias rivales que se disputaban el trono. Se trataba de los duques de Lancaster y de los duques de York, primos entre sí, pertenecientes a distintas ramas de la dinastía Plantagenet, la misma que había visto nacer a Ricardo Corazón de León tres siglos atrás.

Las dos rosas emblemáticas se distinguían por el color. La que correspondía a los duques de York era blanca. La de los duques de Lancaster, roja. Miembros de esta última familia habían ocupado el trono durante la primera mitad del siglo XV. Fueron tres reyes (abuelo, hijo y nieto) con el mismo nombre: Enrique IV, Enrique V y Enrique VI.

La semilla del mal

El primero de ellos, Enrique IV, no era el heredero legítimo del monarca anterior. Había desposeído a su primo Ricardo II de la Corona con la ayuda de la nobleza y parte del Parlamento. Este ascenso al trono fue la semilla de los conflictos familiares que terminarían desembocando en la guerra de las Dos Rosas. 

Retrato de Enrique IV.

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Su padre, Juan de Gante, era el tercer hijo de Enrique III, por lo que sus derechos en la línea de sucesión eran escasos. La Corona debería haber pasado a los descendientes varones del segundo hijo de Enrique III.

Enrique IV pasó buena parte de su reinado luchando por mantener el control de su territorio. Estaba en deuda con parte de la nobleza, que le presionaba para favorecer sus intereses, e incluso se vio amenazado por una conspiración para derrocarle.

El conflicto galo

Su hijo y sucesor, Enrique V, pasó la mayor parte de su reinado en Francia. Aspiraba a la Corona de aquel país y quería poner fin al interminable conflicto anglofrancés que, por su larga duración, la historia conoce ahora como la guerra de los Cien Años (1337-1453). 

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El motivo del enfrentamiento era de naturaleza feudal. Los reyes de Inglaterra eran descendientes del duque de Normandía, y, como ostentores de este título, debían rendir pleitesía al soberano francés. Con el paso de los siglos y alianzas matrimoniales, los reyes ingleses habían reunido la posesión de una extensa parte de Francia. Era cuestión de tiempo que la Corona gala y su poderoso vasallo se enfrentaran por la supremacía.

Los éxitos militares de Enrique V en tierras francesas hicieron olvidar a los ingleses la anómala llegada al trono de su padre. Pero el brillante vencedor de los franceses en Azincourt murió relativamente joven, con solo 35 años, en la propia Francia. Se había casado con la hija del monarca francés Carlos VI, a quien había exigido por ello el título de heredero.

Una vulgar disentería acabó con su vida sin que hubiera consolidado sus triunfos. Dejaba atrás un hijo de corta edad que no solo heredaba el trono inglés, sino las aspiraciones de su progenitor a la Corona gala. Pero este pequeño de pocos meses, Enrique VI, no resultó ser, una vez adulto, un rey generoso y valiente como su padre, sino un personaje débil, acomodaticio e inseguro.

Miniatura que representa la victoria de las tropas de Enrique V contra los franceses en Azincourt.

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La pérdida de Francia

Todavía menor de edad, se encontró en Francia con la aparición estelar de Juana de Arco, que movilizó los sentimientos del pueblo francés a favor del delfín Carlos, heredero legal de Carlos VI, y provocó con éxito la reanudación de la lucha contra los ingleses. Estos, derrotados en Orleans, Patay, Auxerre y muchas otras regiones francesas, tuvieron que regresar a su país, conservando únicamente el puerto de Calais. 

La sombra de aquella derrota, que ponía fin a la guerra de los Cien Años, recayó sobre Enrique VI. La oposición al rey y a su gobierno fue fomentada, en parte, por muchos de los combatientes ingleses procedentes de Francia, entonces inactivos.

Pero la resistencia armada la dirigió sobre todo un miembro joven y decidido de la familia rival, Ricardo de York. Ricardo no consiguió suplantar en el trono a su débil primo, pero sí dejar a su hijo Eduardo el camino abierto hacia la victoria y el cambio de dinastía.

La decadencia de los Lancaster no pudo detener el ímpetu de los que apoyaban a los York

Estos fueron precisamente los años de la contienda que sería llamada más tarde guerra de las Dos Rosas. Se desarrolló en la campiña inglesa, con escasa participación de los habitantes de las ciudades y ante la indiferencia de casi todos los campesinos, pero con una activa intervención de la nobleza. Duró casi toda la segunda mitad del siglo XV, cuando la decadencia de los Lancaster, personificada en el inepto Enrique VI, no pudo detener el ímpetu entusiasta de los que apoyaban a los duques de York.

Frente a la rosa roja, que comenzaba a marchitarse, surgían la novedad, la fuerza y la fragancia de la rosa blanca. Y un nuevo concepto de la monarquía, el absolutismo, que no acabaría imponiendo ninguno de los soberanos de la casa de York. Lo realizaría años más tarde –una vez arruinada por la guerra civil casi toda la aristocracia inglesa– la implacable familia Tudor, curiosa mezcla de sangres provenientes de York y de Lancaster.

La rosa blanca

Pero todavía faltaba mucho para todo eso. La casa de York, con Ricardo a la cabeza, no consiguió imponerse con facilidad pese al descrédito y la precoz locura de Enrique VI, el último rey Lancaster. 

Los líderes de la rosa blanca, primero el propio Ricardo y después su hijo Eduardo, mostraban cualidades que entusiasmaban al pueblo y a la nobleza. Sin embargo, el comportamiento ambiguo de aristócratas influyentes como el conde de Warwick –que tan pronto favorecía a uno de los pretendientes como se inclinaba por el otro– y la actitud enérgica y la capacidad de la reina Margarita de Anjou, esposa de Enrique VI, determinaron la evolución larga e indecisa de aquella guerra civil.

Retrato idealizado de Margarita de Anjou

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En 1455, Ricardo de York derrotó e hizo prisionero al rey Enrique en la batalla de St. Albans. Pero no fue una victoria definitiva. Los Lancaster recobraron el poder cuatro años después, gracias sobre todo al talento de la reina Margarita.

Ahora bien, pasados dos años, cambió otra vez la suerte de los Lancaster. El hijo de Ricardo de York, Eduardo, que entonces contaba con la ayuda de Warwick, se hizo coronar como Eduardo IV. Tenía dieciocho años, un físico espléndido, un carácter optimista y cualidades de gran jefe. Enrique VI, sin fuerzas ni ánimo para luchar, dejó que su mujer buscara ayuda en Escocia, mientras él vegetaba lejos del trono perdido.

Pero más tarde el poderoso Warwick, conocido no en vano como “the Kingmaker”, “el Hacedor de reyes”, cambió de bando y abandonó al joven Eduardo, poniendo sus armas y su dinero al servicio del monarca destronado y de su ambiciosa esposa, que así pudo recobrar el poder.

Retrato de Eduardo IV.

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El jefe de la casa de York se refugió en Francia, dispuesto a realizar en su momento el asalto definitivo al trono inglés. No tardaría en hacerlo. Regresó a la isla menos de un año después y se enfrentó a Warwick, que acabó vencido y muerto en la batalla de Barnet. En 1471, el duque de York, amo de la rosa blanca, convertido en rey de Inglaterra de nuevo como Eduardo IV, pudo considerarse por fin seguro en el trono.

Problemas de familia

La ambición de sus dos hermanos, los duques de Clarence y de Gloucester, fue muy pronto una fuente de problemas para él. El menor de ellos, Ricardo de Gloucester, astuto, ambicioso y cruel, consiguió engañar al rey para que autorizase el asesinato del otro hermano. El joven intrigante apartaba a uno de sus competidores del camino hacia el trono.

Quedaban los dos hijos de Eduardo IV, menores de edad. Al morir este, la única forma de apartarlos de la Corona era la calumnia, la prisión y la muerte. El joven Eduardo y su hermano menor Ricardo fueron encarcelados en la torre de Londres, donde murieron misteriosamente poco después. Su desaparición dejaba el campo libre a su tío, que en aquel momento actuaba como regente. Y, de esta forma, el personaje pudo proclamarse rey con el nombre de Ricardo III.

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El fin de los York

Fue un triunfo efímero. Las sospechas de asesinato recaídas sobre él le habían hecho perder la confianza de sus nuevos súbditos. Y otro pariente suyo, Enrique Tudor, conde de Richmond, refugiado en Francia y ayudado por el rey de aquel país, había vuelto subrepticiamente a Gales con tropas leales y bien armadas. Descendiente de los Lancaster por la vía materna y dispuesto a casarse con Isabel, hermana de los pequeños, Enrique Tudor ofrecía las mejores credenciales para sustituir en el trono a Ricardo

Ambos rivales, con sus respectivas tropas –más numerosas y bien armadas las de Enrique–, se enfrentaron en el campo de Bosworth. Ricardo se comportó heroicamente en aquel combate, pero acabó perdiendo su caballo y la propia corona, que, según la leyenda, quedó oculta entre unos matorrales. Allí la encontró el pretendiente victorioso, que se coronó en el acto.

La batalla de Bosworth, según un cuadro de Philip James de Loutherbourg.

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El destino trágico de Ricardo III significó el fin de los York en la monarquía inglesa y también la conclusión de aquella larga contienda entre las dos rosas, reconciliadas por fin en la persona de un lejano pariente de la casa Tudor. La rosa roja y la rosa blanca siguieron figurando en muchos escudos de armas ingleses, pero ya no como flores enemigas y enfrentadas, sino juntas y como aliadas bajo la nueva dinastía.

Este artículo se publicó en el número 458 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.