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La guerra medieval, solo para profesionales

Europa en la Edad Media

Las exigencias del combate aguzaron el ingenio en la creación de armas, y estas obligaron a cambiar el modo de luchar. La guerra medieval atravesó una marcada evolución.

La batalla de Agincourt, acontecida en 1415.

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La caballería como gran fuerza de carga, las nuevas armas pensadas para herir o matar a distancia, las armaduras de todo tipo para protegerse, los castillos como defensa suprema, la artillería para batirla... Esta gradual sofisticación del combate, que fomentó la percepción de que el caballero era superior al resto de los mortales, desembocó en la profesionalización de la guerra. Las innovaciones bélicas, como otros aspectos de la sociedad medieval, sirven para explicar el desarrollo de toda una época. Diez rasgos son reconocibles en esta progresión.

Muerte del rey Harold en la batalla de Hastings.

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1 La era de la caballería

Muchos historiadores marcan el inicio de la caballería en la batalla de Adrianópolis, en 378, cuando los jinetes de un ejército germánico desempeñaron un importante papel en el aniquilamiento de más de cuarenta mil romanos, casi todos de infantería, con el emperador Valente incluido. Fue un punto de inflexión, pues la caballería tendría un peso decisivo en la guerra durante casi mil años.

Tanto los germánicos que llegaron a Europa como los persas y luego los hunos, los ávaros, los húngaros y los árabes se distinguieron por un uso preferente del caballo como elemento de combate, que dejó en evidencia las limitaciones de la infantería clásica. Cada vez más pesados Entrada la Alta Edad Media, Bizancio y el Imperio carolingio, que eran las dos grandes entidades políticas que seguían resistiendo el embate de esos pueblos, tuvieron que incorporar a sus ejércitos grandes formaciones de caballería para contrarrestarlos.

Lo hicieron copiando los modelos de los atacantes y adoptando progresivamente el mismo tipo de caballos, su alimento (la avena), su armamento y su equipo. Bizancio utilizó el catafracto, una unidad en la que caballero y montura iban protegidos con armaduras, y Occidente cubrió a sus caballeros con cotas de malla cada vez más amplias. También les dotó de lanzas, espadas o arcos, con los que podían atacar con ventaja a la infantería enemiga o combatir en igualdad de condiciones contra la caballería.

Su uso facilitaba la monta y la estabilidad, sobre todo si se complementaba con una silla de montar

Pero fue el estribo el invento más importante para el desarrollo de la caballería. Sus primeras y sencillas modalidades aparecieron al inicio de nuestra era en India y luego, sujetando todo el pie, en China y los pueblos nómadas de Asia. Ellos lo exportaron poco después a Persia, Bizancio y Europa, donde se copiaron. Los ávaros, seguramente, lo trajeron de Asia central hacia el siglo VI o VII.

Su uso facilitaba la monta y la estabilidad, sobre todo si se complementaba con una silla de montar (otro invento de los pueblos esteparios) de amplio respaldo. Permitía ponerse en pie e incrementar la fuerza con que se golpeaba o se cargaba con la lanza, al proyectar todo el peso de jinete y caballo en el choque.

La decisiva batalla de Hastings, en 1066, representa bien el éxito de esta caballería pesada. Pero con ella coexistió otra más ligera. Acarreaba mucho menos metal, se equipaba con arcos y era capaz de agotar al enemigo. La desarrollaron sobre todo los árabes, y demostró su utilidad en los climas calurosos.

Armadura medieval al completo.

Rama

2 El imperio del hierro

A fines del siglo VIII, los francos supieron desarrollar una eficaz industria metalúrgica. Con mejores técnicas de fundición pudieron forjar espadas, piezas de armadura y corazas, cotas de malla, escudos, lanzas, mazas, estribos, cascos y otras piezas de hierro de gran calidad para uso militar. Esta producción a gran escala les permitió herrar masivamente a sus caballos, lo que facilitó su marcha por todo tipo de terrenos, así como su resistencia.

Ello hizo de los forjadores unos artesanos muy valorados, y las disposiciones legales prohibieron la exportación de sus productos a pueblos enemigos, como vikingos, eslavos o musulmanes. Además de las espadas y lanzas, los francos contaban con su célebre francisca, o hacha de guerra, que tanto podían emplear para asestar mandobles en la lucha cuerpo a cuerpo como para lanzarla contra el enemigo. Por su parte, el mundo bizantino perfeccionó aún más su caballería acorazada, y siguió empleando con éxito su infantería, también muy protegida, heredera de las disciplinadas legiones romanas.

Pese al incremento de la producción, algunas piezas siguieron siendo muy caras, como las cotas de malla, por lo que el ejército con mayores recursos siempre estaba equipado con más y mejores piezas de hierro. Aun así, a lo largo de la Edad Media se fue extendiendo su uso. Cada vez más soldados incorporaron complementos de este metal, aunque fuesen simples cascos.

Solo los más ricos podían conseguirlas, por lo que las armaduras se convirtieron en un signo de distinción

La extensión de la ballesta y la mejora de las armas ofensivas obligaron, a partir del siglo XI, a intensificar las protecciones, por lo que los yelmos se hicieron más cerrados, los escudos más grandes y las cotas de malla y las corazas más amplias y gruesas. Los nobles cubrieron sus caballos con protecciones metálicas cada vez más sofisticadas.

Obviamente, solo los más ricos podían sostener esta carrera metalúrgica, por lo que las armaduras en sí mismas se convirtieron en un signo de distinción. El problema era el peso: podían alcanzar los 30 kilos.

Los musulmanes permanecieron un tanto al margen de la carrera del hierro, sobre todo en la caballería. Si bien no renunciaron a cotas de malla, cascos y escudos, su preferencia por la movilidad hizo que monturas y jinetes nunca fuesen demasiado cargados de metal, lo que les reportó no pocas ventajas ante los cruzados.

Uso del fuego griego, según una ilustración de una crónica bizantina.

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3 El letal fuego griego

En el este de Europa y Oriente Próximo, Bizancio mantenía sus propias guerras por su supervivencia. Durante casi toda la Edad Media, y tras los intentos expansionistas de la era del emperador Justiniano, tuvo que hacer frente a continuas invasiones de pueblos que aspiraban a conquistarlo. Por el norte los eslavos, con los búlgaros a la cabeza, y por el sur y el este los persas, los árabes, los mongoles, los turcos...

Bizancio nunca gozó de un período prolongado de paz, y sus energías se centraron en la defensa de un territorio cada vez más menguado. Sus fortificaciones, sus tropas entrenadas con sus afamados arqueros y jinetes acorazados y la recluta de mercenarios, junto con una marina de guerra bien adiestrada, fueron los medios que permitieron sobrevivir al Imperio hasta mediados del siglo XV, compensando con ello su creciente inferioridad demográfica.

El llamado fuego griego fue la más afamada de sus armas. Existían fórmulas de proyectiles incendiarios desde hacía siglos, pero a finales del siglo VII se perfeccionaron. Al parecer, la fórmula definitiva la suministró un tal Calínico de Heliópolis. Se aplicó de inmediato para incendiar una flota árabe y esta se consumió por completo, con lo que Bizancio se salvó de la invasión.

Se sabe que era una sustancia líquida o pastosa, flotaba sobre el agua sin apagarse y se adhería a los cuerpos

Durante los siglos siguientes la flota bizantina venció a toda armada enemiga que pretendió asaltar sus costas, por lo que el Imperio pudo limitar sus esfuerzos a vigilar las fronteras terrestres. El mecanismo era sencillo. Se lanzaba la sustancia hacia las naves enemigas a través de unos tubos metálicos ubicados en la proa de los buques. La inflamación era inmediata.

Dada su eficacia, fue un secreto de Estado celosamente guardado, así que se desconoce su composición exacta. Se sabe que era una sustancia líquida o pastosa, flotaba sobre el agua sin apagarse y se adhería a los cuerpos, y era imposible sofocar sus llamas más que con tierra o arena. Recuerda al actual napalm y, con toda probabilidad, estaba compuesta por una base de petróleo (nafta), cal viva, salitre y una serie de resinas espesantes. Su éxito fue tan rotund o que solo pudo desbancarse del arsenal cuando llegaron la pólvora y la artillería.

Detalle de el asedio a Antioquía durante las cruzadas.

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4 El valor religioso de combatir

Guerra y religión estaban indisolublemente unidas desde que en 380 el emperador Teodosio convirtió el cristianismo en religión oficial del Estado. A partir de ese momento, corona y tiara fueron de la mano, apoyándose mutuamente en sus empresas. La persistencia del paganismo o la herejía entre los pueblos invasores germánicos debilitó la influencia de la religión, pero en los siglos VIII y IX ya comenzaba a recobrarse.

La Iglesia alentó a los vasallos a cumplir con las prestaciones militares que debían a sus señores, advirtiendo del pecado en que se incurría en caso de no hacerlo. El clero proclamaba que su cometido era combatir espiritualmente contra el mal, mientras que la nobleza decía acometer esto mismo en el ámbito terrenal. Los santos se convirtieron en patrones de los diversos ejércitos y armas, y numerosos obispos marcharon al frente de sus tropas a la guerra.

Las órdenes militares fueron el máximo exponente de la conjugación de guerra y religión

Así, en cada batalla la presencia religiosa era absoluta: antes de ella se rezaba, confesaba y comulgaba, se celebraban procesiones con imágenes de santos... A su término se oficiaban solemnes funerales y se efectuaban actos de penitencia por los muertos, incluso los del enemigo (siempre que fuesen cristianos). Detrás de todo ello figuraba la convicción de que el Reino de los Cielos esperaba a los que combatían con ardor.

Este razonamiento se multiplicaba exponencialmente si el enemigo era el infiel. La movilización de las cruzadas, que arrastró a miles de voluntarios a Tierra Santa, no habría sido posible sin la creencia de que con ello se expiaban los pecados y se ganaba la salvación eterna. Las órdenes militares fueron el máximo exponente de la conjugación de guerra y religión, convirtiendo al monje en soldado y al soldado en monje.

Lo mismo sucedió en el mundo musulmán. Morir luchando contra los cristianos era alcanzar el paraíso, lo que confería al islam un efecto movilizador formidable en las conciencias de los soldados. Los mamelucos, como los jenízaros más adelante, constituyeron un combativo cuerpo militar gracias, en buena parte, al profundo fervor religioso del que estaban imbuidos desde niños. En realidad, sin el poder de la religión los soldados medievales no habrían sido tan eficientes.

Visión victoriana de una dama dando el favor a un caballero antes de la batalla.

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5 El castillo como centro de poder

Al finalizar el siglo IX la fragmentación del poder era evidente en toda Europa occidental. El Imperio carolingio había desaparecido y el feudalismo se había extendido como sistema político y económico. Al mismo tiempo, influyendo en el proceso de disgregación, los saqueos masivos de invasores extranjeros se convirtieron en otra constante. Las comunidades rurales se vieron obligadas a buscar la protección de su señor, que residía en un castillo o fortaleza, desde donde extendía su dominio sobre sus vasallos.

Casi todas las disputas territoriales y políticas pasaron a tener el castillo como escenario militar. Conquistarlo suponía controlar el territorio o paso estratégico que guarnecía y, generalmente, conducía a la prisión de su señor o a su sometimiento político. El fracaso ante sus muros podía representar lo contrario.

En el enfrentamiento a campo abierto contaban la valentía y el número de participantes. Pero era arriesgado, pues suponía jugarse la guerra a una sola carta, de modo que se evitaba en lo posible. Refugiarse tras los muros de un castillo, con buenas defensas, hombres y reservas, podía desalentar al enemigo y, con frecuencia, obligarle a replegarse, aun teniendo un contingente más numeroso. La técnica más sencilla para vencer en un asedio era por hambre.

De no mediar acuerdo de rendición o traición, las batallas se decantaban por el bando con más recursos

Sin embargo, si el tiempo apremiaba, o si las reservas de los defensores eran abundantes, no quedaba más remedio que recurrir a métodos más cruentos. Como el ataque mediante escalas o torres de asalto, el uso de artefactos para derribar puertas y de minas contra los cimientos de la fortaleza, el lanzamiento de proyectiles de todo tipo, la transmisión de enfermedades… También podía tantearse el recurso al soborno.

En ocasiones se optaba por el terror, amenazando con matar a defensores y refugiados si no se rendían y prometiendo indulgencia en caso contrario. Los sitiados contrarrestaban el cerco con salidas por sorpresa que causasen pérdidas en el campamento enemigo, cavando contraminas, lanzando proyectiles o sustancias dañinas que impidiesen el asalto... De no mediar acuerdo de rendición o traición, las batallas se decantaban por el bando con más recursos y, por tanto, el que soportaba mejor el desgaste.

Carlos I de Orleans recibe el homenaje de un vasallo.

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6 La importancia de la jerarquía

Al menos hasta el siglo XIV, la guerra se desarrolló mediante el empleo de siervos y milicias reclutadas al efecto, sujetas a lazos vasalláticos. No puede hablarse de ejércitos sólidamente constituidos, ni siquiera en empresas importantes como las cruzadas. Se trataba de señores que iban a la guerra acarreando a su servidumbre como hombres de armas.

El peso del combate lo llevaba él, el noble guerrero perfecta mente equipado, el único capaz de sufragar los hombres y el equipo necesarios. Mantenía a sus criados y escuderos, les suministraba las armas y les pagaba un mínimo entrenamiento. Los reclutados le debían ciega obediencia. También sus vasallos campesinos, muchos de los cuales se veían en la obligación de prestar servicio militar en las fortalezas.

Al desencadenarse la batalla, las escaramuzas y los acosos se dejaban en manos de la infantería, esos siervos más o menos adiestrados y mejor o peor equipados que eran carne de cañón. Los caballeros, un grupo que transmitía sus privilegios hereditariamente, se reservaban el momento decisivo, el de la carga. En él, la fuerza de la acometida, el valor y la habilidad en la lucha contra sus pares rivales determinaban el choque.

A tales códigos se incorporaron, además, refinadas modas cortesanas, como la galantería o el amor a la dama

Esto dotó a la nobleza feudal de un claro espíritu de casta: el caballero es honorable, mientras que el infante es despreciable. De ahí se derivaron reglas y códigos que habrían de regular los enfrentamientos y que servirían para diferenciarse aún más de los plebeyos. La Iglesia aportó importantes elementos a esa escala de valores, como la austeridad y la protección al débil, e impulsó la creación de las órdenes militares. A tales códigos se incorporaron, además, refinadas modas cortesanas, como la galantería, el amor a la dama, el interés por la cultura y el saber...

El conjunto contribuyó a destacar más el sentido de elite de los caballeros. Como era de suponer, la proliferación de estos ejércitos feudales debilitó la autoridad de los reyes. En la medida de lo posible, los nobles eludían su obligación de cabalgar con el monarca, a no ser que la empresa les favoreciese. Por ello, con el tiempo, los reyes tuvieron que acabar recurriendo a mercenarios extranjeros.

Boceto de una ballesta por Leonardo da Vinci, hacia 1500.

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7 Las nuevas amenazas

Nada más iniciarse la Baja Edad Media comenzaron a surgir armas que retaron la superioridad de la caballería y sus armaduras, hasta entonces invencibles. La primera de ellas fue la ballesta. Aparecida en China antes de nuestra era, su uso no se generalizó en Europa hasta el siglo XI, al parecer de manos de los normandos. La ballesta doblaba el alcance del arco compuesto, de unos 160 metros, por su mayor capacidad de tensionar el arco a través de sus engranajes mecánicos.

Y, más importante aún, resultaba mucho más sencillo adiestrarse en su funcionamiento. El poder de penetración de la ballesta le permitía atravesar escudos, cotas y corazas, lo que representó el primer obstáculo serio para la caballería. Supuso subvertir la jerarquía social y su código de valores, pues un plebeyo equipado con este artefacto podía matar a un noble caballero.

Con el arco largo, las tropas inglesas desbarataron en Crécy y en Agincourt a la orgullosa caballería francesa

En el segundo Concilio de Letrán, en 1139, se prohibió su uso entre cristianos, so pena de excomunión para quien contraviniese la orden. Sin embargo, se siguió empleando. Una de sus víctimas sería Ricardo Corazón de León, que sucumbió en 1199. El inconveniente de la ballesta era su cadencia de tiro: solo una flecha por minuto.

El arco largo fue el siguiente problema para caballeros y armaduras. Lo descubrió el rey inglés Eduardo I cuando con quistó Gales. El arma medía casi 1,90 m de alto, estaba hecha de madera de tejo y su alcance era similar al de la ballesta, como también su poder de penetración. Hacía falta entrenarse mucho para dominarla, pero la gran ventaja es que su cadencia de tiro multiplicaba por diez la de la ballesta.

Al comprobar su potencial, el monarca inglés ordenó que sus súbditos se ejercitasen en su uso. Durante la guerra de los Cien Años se demostraría su letal eficacia y su superioridad. Con el arco largo, las tropas inglesas desbarataron en Crécy y en Agincourt a la orgullosa caballería pesada francesa.

Los piqueros aparecieron en el siglo XIV y se erigieron en la prueba de cómo una infantería bien entrenada podía frenar a la caballería. Dotados de largas picas (de entre 5 y 7 m) se situaban en formación a modo de erizo, clavándolas en el suelo con diferentes grados de inclinación. Si mantenían la disciplina y la serenidad, se convertían en un muro infranqueable para la caballería. Aparecieron en Suiza, pero a lo largo del siglo XV se extendieron por Europa. Ya en el siglo XVI, en combinación con los arcabuceros, fueron la columna vertebral de los famosos Tercios españoles, que evidenciaron el lento declive de la caballería.

Constantino arma caballero a san Martín.

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8 La guerra ya es profesional

Los primeros soldados profesionales, o mercenarios, surgidos en la Baja Edad Media, cobrarían un creciente protagonismo. La evolución de la guerra indicaba que, además de la caballería pesada, era muy importante tener una infantería especializada, capaz de oponerse tanto a infantes como a jinetes. Los ballesteros, arqueros y piqueros demostraron que, con un armamento más sencillo y menos costoso que el de los caballeros, podían resultar decisivos.

Por ello, a partir del siglo XIV empezaron a proliferar grupos de estos profesionales comandados por un capitán. Casi todos plebeyos y a menudo procedentes del bandolerismo, se ponían al servicio de un señor a cambio de una sustanciosa cantidad. Estos combatientes estaban bien entrenados y fuertemente disciplinados, lo que resultaba más útil a los monarcas que los caballeros.

Los soberanos advirtieron las posibilidades de contratar a mercenarios

Estos, movidos por las ansias de aventura y gloria individual, eran más difíciles de someter a las órdenes en la batalla. Por otra parte, los profesionales mitigaron la falta de hombres que solía representar para los feudos el reclutamiento de campesinos. Los soberanos advirtieron sus posibilidades y les contrataron, apoyados por la incipiente burguesía ciudadana.

Así fue como aventajaron militarmente a numerosos nobles reacios a doblegarse ante la autoridad real. Los hombres del rey Los ejércitos profesionales crecieron en número e importancia. Aparecieron unidades como las Compañías blancas o los almogávares, muy útiles en períodos de guerra, aunque en tiempos de paz, faltos de botín, constituían un serio peligro para la estabilidad social. Para solventar el problema, se envió a muchos a combatir al extranjero.

Otros se reconvirtieron en soldados del reino con sueldo (compañías de ordenanza), porque solo los monarcas podían costear algo así. De paso, sirvieron para consolidar los incipientes estados nacionales que se abrían paso en Europa a finales de la Edad Media. Los primeros ejércitos permanentes al servicio de reyes aparecieron en el siglo XIV. En su seno fue donde se elaboraron códigos militares y se instituyeron los uniformes, la instrucción colectiva y una oficialidad profesional.

El asedio de Orleans según el manuscrito de 'Las vigilias de la muerte de Carlos VII', del siglo XV.

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9 La artillería se abre paso

En el siglo XIV aparecieron las piezas de artillería en Europa, aunque todavía se discute el lugar exacto en que ocurrió. Se emplearon en las batallas de sitio de las ciudades como armas ofensivas o defensivas, y su efecto fue demoledor, sobre todo desde el punto de vista psicológico. En campo abierto se utilizaban muy poco, pues su cadencia de tiro era baja y su alcance escaso. Hasta la batalla de Castillon, en 1453, en que la artillería fue decisiva por primera vez. Los franceses batieron en ella a sus enemigos ingleses gracias a este recurso.

El aumento del calibre y el peso de las armas, junto con la incorporación de ruedas a los armazones, en donde se encajaban para poderlas trasportar, tuvo otra consecuencia muy importante. Los ejércitos debieron destinar parte de sus efectivos a allanar (gastar) el camino que cañones y carros con munición tendrían que recorrer en su viaje hacia los frentes de batalla.

Disponer de metales y artesanos para los primeros cañones estaba solo al alcance de reyes o grandes ciudades

Esto dio lugar a la aparición de los gastadores y de los ingenieros en los ejércitos, que debían ensanchar, reforzar y aplanar caminos y puentes, lo que de paso propició una sustancial mejora de las comunicaciones.

Por otra parte, disponer de metales y artesanos (campaneros que pasaron a ser fundidores) para fabricar los primeros cañones resultaba muy caro. Pocos eran los nobles que podían permitírselo, por lo que pasó a ser un arma casi exclusiva de reyes o grandes ciudades. Otro factor que contribuyó al debilitamiento del feudalismo y al fortalecimiento de las monarquías. También alteró profundamente la vida de las urbes, en constante crecimiento demográfico y cada vez más importantes como centros económicos.

Para resistir mejor los ataques artilleros tuvieron que fortificarse, por lo que junto a la revolución metalúrgica se dio otra arquitectónica, plasmada inicialmente en las ciudades flamencas e italianas. Los cañones volvieron pronto inútiles los muros altos de castillos y ciudades. Fue necesario hacerlos mucho más anchos y bajos.

Esto supuso un cambio profundo en el diseño de las fortalezas, que exigió grandes inversiones. Además, las ciudades comenzaron a mantener una guarnición fija, con un gobernador al frente, porque, aparte de importancia política y económica, cobraron una indudable dimensión militar.

'Recepción de embajadores de Bizancio en Medina Azahara', por Dionisio Baixeras.

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10 La salida diplomática

Hasta la Edad Moderna, la diplomacia se reducía a contactos más o menos esporádicos. No era habitual tener representaciones permanentes en otros estados. Las conversaciones que podían darse entre ellos estaban destinadas a solucionar problemas concretos y ocasionales. A pequeña escala, entre feudos de un reino, o entre un rey y sus vasallos, las relaciones brillaban prácticamente por su ausencia.

En casos de conflicto por el dominio de un territorio, por unos derechos o por la aceptación de unos vínculos de vasallaje, las mediaciones no se prolongaban. Se enviaban las reclamaciones a través de un mensajero y, si no se atendían, se rompían las hostilidades. Una vez en guerra, la diplomacia se reducía a la negociación de posibles treguas, los términos de la paz o las capitulaciones, algo de lo que se encargaban los militares sin demasiadas sutilezas.

En un ámbito algo más amplio, como el que correspondía a las relaciones entre los estados europeos, las embajadas tenían como objetivo evitar los conflictos bélicos. Se estrechaban lazos mediante la firma de tratados comerciales o políticos, pactos matrimoniales...

En el fondo residía el mensaje de que el choque militar entre grandes estados sería fatal, dada la fuerza de ambos

De estas tareas diplomáticas solían encargarse mercaderes que viajaban entre los reinos interesados, o bien eclesiásticos de renombre, pues éstos eran cultos y cor teses, hablaban con fluidez el latín, lengua de la diplomacia, y podían tener cierto prestigio por su carácter santo y piadoso, que trascendía las fronteras. El objetivo era conseguir mediante el pacto lo que en el campo de batalla resultaría incierto y costoso.

Entre las mayores potencias los contactos, aunque escasos, eran espectaculares. Son famosas las suntuosas embajadas del califato de Damasco enviadas a Carlomagno (con imponentes elefantes y lujosos relojes como regalo), o las remitidas por el emperador germánico Otón I y el bizantino Constantino VII al califa cordobés Abderramán III.

Quien mandaba la legación intentaba impresionar sobre su poder, así como asegurar buenas relaciones comerciales en un marco de convivencia pacífica. En el fondo residía el mensaje de que el choque militar entre esos grandes estados sería fatal, dada la fuerza de ambos.

Por supuesto, el embajador y su séquito debían ser encantadores y capaces de convencer sobre los argumentos de su monarca. Así, durante la Edad Media, al menos entre los grandes reinos o estados, la diplomacia continuó ejerciendo un papel tan importante como el que había alcanzado en la Antigüedad.

Este artículo se publicó en el número 506 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.