A la muerte de Carlomagno, en 814, se impusieron los partidarios de la unidad del Imperio, considerado símbolo de la Roma antigua, sobre los defensores de la tradición germánica, que preconizaban la división del reino entre los más directos parientes del soberano. Por ello, se reconocieron los derechos del único hijo superviviente, Ludovico Pío (o Luis el Piadoso).
Este, sin embargo, que tenía menos talento y un carácter menos firme que el de su padre, dejó pronto que predominaran en su corte los juristas de formación germánica y se comenzaran a plantear dudas y problemas sobre su propia sucesión.
Ludovico, casado con la princesa franca Ermengarda, había tenido de ella tres hijos varones: Lotario, Luis y Pipino. Y ellos –o sus consejeros– obligaron al padre a firmar un documento oficial, la Ordinatio Imperii, solo tres años después de su acceso al trono. Según esta ordinatio, Lotario, el primogénito, era declarado coemperador junto con su padre y sucesor del título imperial a la muerte de este, así como heredero del dominio de la región central del Imperio. Luis debía heredar los territorios situados al este. Y Pipino, los del oeste.
La ordinatio no llegó a cumplirse, porque en 819 Ludovico Pío, viudo de Ermengarda, volvió a casarse, y poco después tuvo de Judith de Baviera, su segunda esposa, otro hijo varón, Carlos. El príncipe, cuyos derechos fueron reivindicados apasionadamente por su madre casi desde su nacimiento, fue causa de modificaciones testamentarias, así como de inacabables discusiones y pleitos familiares.
Herencia problemática
Cuando Carlos cumplió seis años, su padre constituyó un nuevo reino teórico destinado a él. Este dominio estaba formado principalmente por Retia, Alsacia y parte de Borgoña. La decisión provocó una protesta violenta de los hermanos mayores, que al año siguiente se sublevaron contra su padre con la ayuda de un pariente, el influyente monje Wala. Este consiguió destituir al emperador, aunque solo provisionalmente.
Unos meses más tarde, con el apoyo de Bernardo de Septimania, otro noble tan poderoso como aquel, Ludovico y Judith recobraron su poder. Se realizó entonces un nuevo proyecto de reparto imperial entre los cuatro hijos varones con mengua de derechos para el mayor, Lotario, a quien se reservaba únicamente el norte de la península italiana y se negaba la condición de heredero de la Corona imperial...
Ludovico Pío volvió a ser coronado, ahora en Metz, con la aquiescencia y satisfacción de casi toda su familia.
Pero los problemas no habían quedado resueltos y la paz no duró mucho tiempo. En 833, una nueva coalición contra el emperador, de la que también formaban parte los tres hijos mayores y el primo Wala, traicionó y derrotó a las tropas imperiales en el bosque de Lügenfeld. Como consecuencia, el soberano y su esposa fueron nuevamente destronados, esta vez en la Dieta de Compiègne.
Tampoco fue una destitución definitiva. Al cabo de un par de años se produjo un cambio de alianzas y dos de los hijos mayores, Luis y Pipino, se alinearon con su padre para combatir a Lotario, el primogénito, que huyó a Italia. Ludovico Pío volvió a ser coronado, ahora en Metz, con la aquiescencia y satisfacción de casi toda su familia.
En estas condiciones, nadie impidió que volviera a crear un reino teórico para el menor de los hijos, el predilecto Carlos. La muerte de otro de los descendientes de Ludovico, Pipino, acaecida por entonces, no modificó sustancialmente la situación. Poco después, en 840, moría el emperador, superados con mucho los sesenta años. Los hijos supervivientes se enfrentaron con las armas: Luis y Carlos contra Lotario en la batalla de Fontenay y en la propia ciudad de Aquisgrán.
Pero, puestos de acuerdo finalmente, los tres hermanos firmaron el Tratado de Verdún, por el que se acordaba el reparto definitivo del antiguo imperio carolingio. Lotario se quedaría con la parte central. Luis, conocido a partir de entonces como el Germánico, el sector oriental. Y Carlos, llamado el Calvo, el oeste.
La fragmentación
Hasta casi finales del siglo IX, el título imperial –solo importante en términos simbólicos, porque no representaba ningún poder efectivo– fue ostentado por los herederos de Carlomagno, cuyos sobrenombres revelan el escaso respeto que se les tenía: un Luis el Tartamudo, un Carlos el Gordo, un Luis el Simple... El paulatino declive del poder carolingio había comenzado.
El siglo X fue testigo de la ruina total de aquella familia y de su sistema político. Terminaba una concepción del Imperio heredada de los romanos y perpetuada en el campo espiritual por un papado en decadencia. Dejaban de regir las dos espadas, la temporal y la espiritual, y el mundo cristiano se partía en múltiples fragmentos, vagamente enlazados entre sí por un entramado feudal.
Antes de crearse los burgos y ciudades del siglo XIII, el castillo y el monasterio son casi los únicos escenarios de la actividad económica, civil y religiosa en el occidente europeo. El feudalismo acaba imponiéndose en los antiguos dominios carolingios, especialmente en las regiones septentrionales y occidentales del Imperio a partir del reinado de Carlos el Calvo.
En la sociedad civil, la antigua aristocracia vinculada a la corte ha desaparecido.
Poco después ya no encontramos un imperio franco en el centro de Europa ni una gran Roma como cabeza de la cristiandad. Su poder se dispersa, repartido en múltiples células pequeñas y de poder escaso. Dejan de viajar los missi dominici, los inspectores, para custodiar todos los rincones del Imperio y tratar las cuestiones que afectan directamente al poder central.
En el campo religioso, los benedictinos, apoyados primero por Ludovico Pío y por su consejero Benito de Aniano y más tarde por los poderosos abades de Cluny y del Cister, dirigen una economía agraria y una cultura manuscrita que en teoría aún dependen del papado. Un papado que solo puede mantener –en muy pocos casos– cierto prestigio moral, pero que resulta inoperante en la vida práctica.
En la sociedad civil, la antigua aristocracia vinculada a la corte ha desaparecido. Ya no existe la escuela palatina, el cuerpo de sabios que siguen al emperador, con misiones que se ajustan a los deseos de este. Los nobles se sienten ahora libres e independientes, aunque su influencia y su poder sean mínimos. Rodeados de vasallos pobres y fieles, dedicados a la defensa de su territorio, se recluyen en su castillo y viven o malviven con una débil economía agraria, completamente autárquica. O sobreviven y progresan gracias a la guerra y a la rapiña inventadas contra sus propios colegas, paisanos y vecinos.
Los antiguos funcionarios del Imperio, como los senescales, chambelanes, mariscales y en especial los responsables de las marcas, van perdiendo contacto con la autoridad central. Y los responsables de todas estas marcas, los “marqueses” o condes, altos representantes o directos vasallos del emperador, se van independizando con relativa facilidad.
Así es como nacen nuevos países con un persistente espíritu de marca o de frontera, pero también con una nueva organización feudal, viva y pujante. Es el caso, por ejemplo, de Bohemia y Carintia en territorio eslavo, de Normandía y Bretaña en la costa occidental francesa o de Cataluña al sur de los Pirineos orientales.
Todas estas demarcaciones fueron obra de Carlomagno, pero ya liberadas de él y de sus sucesores, comenzarán a mostrar caminos y objetivos propios en el oscuro siglo X. La disolución del Imperio carolingio significó en la Alta Edad Media el final de un sueño: la restauración del Imperio romano, cuyo recuerdo, mitificado, seguía vivo en gran parte.
Esta restauración no fue posible entre los pueblos bárbaros de una forma completa y definitiva, ni siquiera entre los más fuertes y cultos de ellos, los francos de la época carolingia. Uno de sus miembros más ilustres, Carlomagno, debido a sus méritos personales, fue el artífice de un momento de gloria. Pero esta gloria resultó más efímera y espectacular que sólida y duradera. Muerto Carlomagno, acabó por imponerse el sistema feudal en gran parte de Europa. Allá donde logró consolidarse, especialmente en la Galia septentrional, persistiría tres largos siglos.
Este artículo se publicó en el número 464 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com .