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El califato de Córdoba (I): un siglo de esplendor

El califato de Córdoba fue obra, en gran medida, del excepcional Abdarrahman III, que transformó el emirato que había recibido llevando más allá su autoridad y multiplicando sus dominios. El auge que definió su gobierno, sin embargo, no duraría mucho tiempo.

La mezquita de Córdoba, una de las grandes obras del califato omeya en la península ibérica.

Mezquita - califato de Co?rdoba

El primer omeya que llegó a las costas peninsulares se llamaba Abdarrahman, y arribó a Al-Ándalus tras un largo peregrinaje por el norte de África. Era un fugitivo escapado de la matanza de su familia, perpetrada por los abasidas en el año 751. Los apoyos que el joven omeya logró de los mawlas (gentes ligadas a su familia por una relación clientelar) y la posición periférica de la península respecto del poder califal (que los abasidas habían situado en Bagdad) le permitieron inaugurar la denominada dinastía omeya en Al-Ándalus. Abdarrahman I se proclamó independiente del poder bagdadí, pero lo hizo como emir, título ostentado por los gobernadores de las provincias que formaban el califato. Era una independencia política que, a pesar de todo, no buscaba un enfrentamiento abierto con Bagdad y que no desafiaba el liderazgo religioso del califa sobre todos los creyentes musulmanes.

Durante cerca de dos siglos, los omeyas gobernaron un estado en el que la inestabilidad política (por pugnas familiares o conjuras palaciegas) y las tensiones sociales (debidas a rivalidades tribales y a la complejidad étnica del territorio) fueron frecuentes. Varios emires murieron de forma violenta a causa de las luchas por la sucesión, que dependía de la voluntad del emir. Eran habituales los movimientos sediciosos como respuesta a los graves problemas sociales de Al-Ándalus. Los árabes, en los que se sustentaba el poder de los emires, constituían una aristocracia política, social y militar que gozaba de grandes privilegios. Era algo que concitaba el rechazo de los bereberes, presentes en la península desde los tiempos de la conquista, y de los muladíes (cristianos de origen hispanorromano convertidos al islam, que constituían la masa de la población), asentados en las zonas más pobres y con menos recursos. Algo parecido ocurría con los mozárabes, descendientes de hispanorromanos que se mantenían fieles a sus creencias cristianas.

Durante cerca de dos siglos, los omeyas gobernaron un estado en el que la inestabilidad política y las tensiones sociales fueron frecuentes.

Pese a los numerosos avatares, los omeyas se mantuvieron en el poder andalusí más de dos siglos y medio, sumando los períodos del emirato y el califato, y aplicaron en cada momento la política que más convenía a sus intereses. Unas veces aplastaron con crueldad las protestas y otras se mostraron magnánimos.

Los retos de Al-ándalus

Abdarrahman III llegó al poder en el año 912 como nieto del emir Abd Allah. El Al-Ándalus que heredó, muy heterogéneo, estaba al borde de la ruina. Sin embargo, en muy pocos años lo convirtió en uno de los estados más poderosos de Occidente. Sus dominios se expandirían a ambos lados del estrecho de Gibraltar, y hasta Córdoba iban a llegar embajadas de los grandes poderes de su tiempo, de Otón I, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, a Constantino VII Porfirogéneta, emperador de Bizancio.

Cuando Abdarrahman III subió al trono, el poder del emir apenas traspasaba los límites urbanos de Córdoba, y llovían las amenazas. En el interior, los gobernadores de las marcas (los territorios fronterizos con los cristianos del norte) se consideraban independientes. Lo mismo podía decirse de buena parte de las coras (provincias). Asimismo, una potente rebelión encabezada por Omar ibn Hafsún, un muladí que se había echado el monte huyendo de una injusticia, ponía en jaque a las tropas cordobesas. Agrupaba en torno suyo a numerosos descontentos, y a su banda, transformada en ejército, se sumaron centenares de muladíes y mozárabes, e incluso algunos bereberes. Sus tropas llegaron en más de una ocasión hasta las puertas de Córdoba, y con ellas Omar constituyó una especie de reino con capital en Bobastro, en la Serranía de Ronda. Sus dominios se extendieron por buena parte de Andalucía.

No menos graves eran los retos exteriores. La lejanía de los califas abasidas había ayudado a la proclamación y consolidación de un poder omeya independiente. Pero en 909, en la tunecina ciudad de Cairuán, Abdullah al-Mahdi Billah se proclamó Príncipe de los Creyentes, invocando su descendencia de Fátima, hija única de Mahoma. A diferencia de los abasidas, los fatimíes constituían un peligro cercano. Coincidiendo con la subida al trono de Abdarrahman III, se desplegaron por el norte de África y se convirtieron en una amenaza al otro lado del estrecho, a las puertas de Al-Ándalus.

De Emirato a Califato de Córdoba

En estas circunstancias, el joven emir desarrolló una actividad extraordinaria. Combinando dureza con diplomacia, restauró su cuestionada autoridad. Sometió a los gobernadores de las coras, ajusticiando a alguno de ellos. Se enfrentó a los sublevados de Bobastro, cuya rebelión, tras la muerte de Omar, convertido al cristianismo y bautizado como Samuel, continuaban sus hijos. Abdarrahman logró que sus tropas se apoderaran de Bobastro en 928, y al año siguiente, solucionada una parte de los problemas internos, se proclamó califa y asumió el liderato espiritual de los creyentes. Si los fatimíes de Cairuán invocaban su descendencia del Profeta, Abdarrahman podía afirmar que era un omeya y, por tanto, descendiente de la primera dinastía califal.

En el año 929, solucionada una parte de los problemas internos, Abdarrahman III se proclamó califa y asumió el liderato espiritual de los creyentes desde Córdoba.

La proclamación tuvo lugar en Córdoba el viernes –día sagrado de los musulmanes– 16 de enero de 929. A partir de entonces, el nombre que se invocaría en las mezquitas andalusíes a la hora del rezo en la oración de los viernes sería el de Abdarrahman. Tomó como sobrenombre al-Nasir li din Allah, “el que protege la religión de Dios”, y ordenó informar a todos los gobernadores de que, desde aquel momento, era Príncipe de los Creyentes. Ese título sería el que deberían utilizar en todo momento para referirse a él, y consideraría enemigos a aquellos que lo empleasen de forma indebida, en clara alusión a los fatimíes.

El de la proclamación del califato fue, en buena medida, un movimiento defensivo ante el peligro fatimí. También fue utilizado por Abdarrahman como una forma de asentar una autoridad todavía cuestionada por muchos en el interior. No será hasta los años posteriores a su conversión en califa cuando logre someter a las marcas Inferior, Media y Superior, ocupando sus respectivas capitales, Badajoz, Toledo y Zaragoza.

En conflicto con los cristianos

Las relaciones con los reinos cristianos del norte ponen de manifiesto algunas debilidades del nuevo califato omeya. La superioridad de las tropas cordobesas en tierras peninsulares era incuestionable, pero la derrota sufrida por Abdarrahman III frente al rey leonés Ramiro II en Simancas, en 939, fue muy severa. Le causó tal impacto que cesó básicamente en sus luchas contra los cristianos. A partir de entonces se limitó a poco más que a fortificar las fronteras, en una actitud marcadamente defensiva. Eso no fue obstáculo para que el Califa se convirtiera en árbitro de algunos de los litigios que enfrentaban a los cristianos, o para que el conde de Barcelona, Borrell II, acudiera a Córdoba en 950 y reconociera su autoridad suprema.

La derrota de Abdarrahman III en Simancas le causó tal impacto que cesó básicamente en sus luchas contra los cristianos y se limitó a poco más que a fortificar las fronteras.

Tampoco la expansión por el norte de África respondió a sus expectativas. Se redujo a la ocupación de Ceuta y Tánger, a las que dotó de poderosas defensas. No pudo extenderse por el Magreb, a pesar de que estableció algo parecido a un protectorado sobre los isidríes (dinastía magrebí que basculó en sus fidelidades entre los omeyas de Córdoba y los fatimíes de Cairuán), que gobernaban su territorio desde Fez. A la postre, Abdarrahman constituyó un cordón de seguridad que, al menos, le permitió ejercer el control a ambos lados del estrecho de Gibraltar.

Acabada la rebelión de Omar ibn Hafsún y sometidas las marcas, Abdarrahman hubo de hacer frente a continuas intrigas palatinas. La más importante fue protagonizada por su hijo Abd Allah, quien trató de destronarlo al ser declarado heredero el primogénito, Alhakam. El Califa de Córdoba mandó decapitar en su presencia a su hijo, así como a los conspiradores que lo habían acompañado. La conjura de Abd Allah se ha explicado también como un intento de obtener el poder por parte de los seguidores del rito shafi’i, mucho más permisivo en la interpretación coránica que el maliquí, dominante en Al-Ándalus. Esa interpretación, que va más allá de las rencillas familiares, revela la existencia de minorías que disentían en ciertos aspectos del credo y que contribuían a la desestabilización social, atizada por los fatimíes.

En el campo de los complots cortesanos tuvieron una notable importancia las llamadas intrigas de harén. En ellas, los eunucos, que ejercían una considerable influencia en la vida de palacio, propiciaban toda clase de maquinaciones y enfrentamientos entre los miembros de la familia califal, que se disputaban los cargos de mayor consideración y los que reportaban mayores beneficios económicos.

Medina Azahara: el centro de decisiones

Abdarrahman tomó importantes medidas para hacer frente a los problemas sociales endémicos en Al-Ándalus. Trató de poner fin a las luchas tribales entre los clanes árabes e incorporó a los muladíes a su ejército. También formaron parte de él un notable número de esclavos, ligados al califa por un juramento de fidelidad personal. Asimismo, permitió el acceso de los bereberes a la administración y a las magistraturas civiles del Estado, que habían tenido vetado hasta entonces.

Por otro lado, propició una nueva imagen del poder, en la que el califa aparecía ante sus súbditos rodeado de un halo de autoridad. Para lograrlo se alejó de las masas populares cordobesas. En un primer momento, el centro de las decisiones políticas estuvo en el Alcázar, situado en el corazón de la ciudad. A partir de 945 se trasladó a la ciudad palatina de Medina Azahara, levantada a poca distancia de Córdoba. Según una hermosa leyenda, la ciudad califal se edificó para satisfacer el capricho de la favorita de Abdarrahman, llamada Azahara. En realidad, se construyó para alejar al Soberano de sus súbditos, como hicieron a lo largo de los siglos todos los autócratas.

En su plan por rodearse de un halo de autoridad, hizo trasladar el centro de decisiones del centro de Córdoba a la nueva ciudad palatina de Medina Azahara.

La construcción de Medina Azahara se inició en 936, y un decenio más tarde se trasladó a ella la corte, al concluirse las obras de la mezquita aljama, a pesar de que algunas de sus dependencias no estaban terminadas. Era el caso de la ceca para la acuñación de las monedas califales –otro símbolo de poder–, que no entró en funcionamiento hasta algunos años después. Allí se instaló, además de la residencia del califa, el aparato central de la administración del Estado. Se levantaron cuarteles para el ejército y viviendas para el chambelán y la numerosa servidumbre. Incluso se previeron estancias para los soberanos, gobernantes y diplomáticos de otros estados que acudían ante Abdarrahman.

Medina Azahara fue concebida para materializar la gloria del Califa. Una rigurosa etiqueta presidía todos sus actos y contribuía a la consolidación de su imagen de poder. Para llegar al salón del trono, los visitantes debían franquear un sinfín de puertas, discurrir por numerosas galerías y atravesar lujosas antecámaras. Todo estaba sometido a un estricto protocolo que se inspiraba en los modelos de la corte bizantina y en el lujo de los califas abasidas.

Sin embargo, tras el boato y el brillo palaciego, en Al-Ándalus, los problemas derivados de la propia conquista de la península seguían latentes. Podían adivinarse, en medio de tal fastuosidad, las ambiciones palatinas por arrogarse aquel poder y las inmensas riquezas que este representaba. Ello subraya el punto más débil del estado andalusí: la autocracia. La soberanía radicaba únicamente en el califa, autoridad de la que emanaban todos los poderes del Estado, organizado a partir del modelo instaurado por los abasidas. Además, en su condición de máximo representante espiritual, el califa sumaba al poder civil el religioso. Un califa débil, sin las capacidades necesarias que requería el ejercicio de sus funciones, podía abocar al estado a una crisis de grandes proporciones y conducir al desastre.

El califato de Córdoba no tuvo en ningún momento la extensión geográfica que se le supone a un imperio. Sus dominios territoriales en la península ibérica fluctuaron a lo largo de una línea definida por las marcas, y que podemos situar, por lo que se refiere a la meseta castellana, entre los cursos del Duero y el Tajo y en las tierras orientales, al norte del Ebro. Es decir, dos tercios de las tierras peninsulares, si bien es cierto que las aceifas de los ejércitos cordobeses no tuvieron dificultades para penetrar en territorio cristiano hasta mucho más al norte. Al otro lado del estrecho, su influencia llegó a propagarse por amplias zonas de lo que hoy es Marruecos bajo el califato de Alhakam II. Pero su dominio efectivo en tiempo de Abdarrahman III estuvo circunscrito a un número muy reducido de plazas.

Grabado del siglo XIX de Abderramán III

TERCEROS

Sucesión en la dinastía omeya

A la muerte de Abdarrahman subió al trono Alhakam II, a una edad muy avanzada para la época. Había cumplido los 47 años y era un hombre experimentado, ligado como había estado al poder, dada su condición de príncipe heredero, desde su infancia. A diferencia de la autocracia impuesta por su progenitor, el nuevo califa asoció al gobierno a su chambelán Yafar al-Mushafi, al general Galib, un liberto de origen eslavo, y a la concubina que le dio el sucesor que no había conseguido tener con su esposa Radhia. La madre de quien sería Hisham II era de origen vasco, y su nombre árabe, Subh umm Walad.

Bajo Alhakam II se vivieron los tiempos de mayor auge del califato omeya. En política interior profundizó en las reformas emprendidas por su padre, eliminando privilegios de la aristocracia de origen árabe y manteniendo abiertas las puertas de la administración a los grupos tradicionalmente apartados de ella. La tranquilidad en Al-Ándalus apenas se vio alterada, aunque, en 966 y 967, el Califa hubo de dirigirse a algunos gobernadores que actuaban por su cuenta. Bastó la misiva de Alhakam –su padre habría actuado de forma mucho más contundente– para que olvidasen sus veleidades. Sin embargo, el hecho en sí revela que existió cierta falta de cohesión incluso en los momentos de máximo esplendor.

Alhakam II profundizó en las reformas emprendidas por su padre, y el califato llegó con él a su mayor expansión.

El califato omeya llegó en estos años a su mayor expansión, gracias a las campañas del general Galib en el norte de África. Aprovechó el desplazamiento del núcleo fatimí hacia el este, que había tenido lugar a raíz de su conquista de Egipto en 969. Esto facilitó la extensión de Alhakam por el Magreb a costa de los isidríes, cosa que no había logrado Abdarrahman III. Los cronistas musulmanes cuentan que Galib utilizó el soborno más que la espada. Las sumas invertidas fueron tan elevadas que el Califa envió a hombres de su confianza para controlar las cuentas del general.

Alhakam, hombre de religión

El nuevo califa impulsó la creación de bibliotecas públicas. En su tiempo, la principal biblioteca de Córdoba no solo llegó a albergar valiosísimos manuscritos de medicina, álgebra, geometría, astronomía, filosofía o jurisprudencia, sino que, además, se contaban por cientos de miles. Amigo de científicos y escritores, apoyó la ciencia y la literatura, subvencionando incluso a los más irreverentes poetas. Anejo a la gran biblioteca había un taller de copistas, miniaturistas y encuadernadores. Conocemos los nombres de dos de las más famosas copistas de este taller. Una era Fátima, que también ejercía como bibliotecaria, e ideó un curioso sistema para clasificar los manuscritos. Otra, una esclava del Califa, se llamaba Lubna y cultivó la poesía. La gran biblioteca fue destruida por las turbas cuando, a su muerte, el clero más intransigente excitó los ánimos de la plebe aludiendo a la heterodoxia de muchos de los manuscritos allí guardados.

Planteó la destrucción de las viñas de Al-Ándalus para evitar que se contraviniera la prohibición coránica de beber vino, pero sus consejeros lograron disuadirle.

Esto no debe confundirnos. Alhakam, a diferencia de su predecesor, fue un hombre extremadamente piadoso que disfrutaba conversando con los clérigos y que cumplía con sus obligaciones espirituales. Cuenta el historiador Évariste Lévi-Provençal que planteó la destrucción de las viñas de Al-Ándalus para evitar que se contraviniera la prohibición coránica de beber vino. Sus consejeros lograron disuadirle, señalando que era mucho peor la embriaguez con alcohol destilado de los higos, y preguntándole si también estaba dispuesto a mandar cortar las higueras. La anécdota parece indicar que el cultivo de la vid en Al-Ándalus estuvo más extendido de lo que se pensó durante mucho tiempo. Por otra parte, la religiosidad de los andalusíes se mantuvo alejada de los planteamientos rigoristas y de intransigencia doctrinal que, tras la caída del califato, tratarían de imponer los invasores almorávides y almohades. Estos consideraban a los musulmanes peninsulares gentes de costumbres relajadas, viciosas y escasamente cumplidoras de los mandatos del Profeta.

La gran metrópoli del califato omeya

El esplendor del califato se reflejó en la ciudad de Córdoba, que se convirtió en la más importante de Occidente. Son exageradas las afirmaciones que elevaron su población a un millón de habitantes. La Córdoba del siglo X debió de tener entre 200.000 y 300.000. Era una urbe populosa, multiplicaba como mínimo por diez el tamaño de París o Londres. El error de adjudicarle un millón de habitantes procede de un censo de la época, en que se contabilizaron 213.077 casas, 80.455 tiendas y la friolera de 60.300 palacios en Córdoba. Las cifras no pueden referirse a la ciudad; de ser ciertas, deben de responder a las de toda la cora cordobesa, o incluso a un territorio mayor.

Sí existieron en la capital alumbrado público, numerosas escuelas donde se enseñaba a los niños pobres, una red de alcantarillado, un gran número de baños o de bibliotecas, tanto públicas como privadas... Baste como referencia que en uno de los arrabales de la ciudad se registraron 160 copistas, muchos de ellos mujeres. Sus mercados estaban abastecidos de sedas, joyas, perfumes y objetos exóticos y suntuosos, difíciles de encontrar fuera de Córdoba. Pero no todo era lujo en aquella metrópoli. El contraste lo ponía la inestabilidad de las masas populares. Se daban frecuentes altercados y protestas. La plebe era levantisca y protagonizó peligrosos motines, a los que no resultaban ajenos los elevados impuestos con que se sostenía el esplendor de Medina Azahara y de la vida califal.

La Córdoba del siglo X debió de tener entre 200.000 y 300.000 habitantes, multiplicando como mínimo por diez el tamaño de París o Londres.

Si la gran obra de Abdarrahman III fue Medina Azahara, símbolo del poder político del Califa, la de Alhakam II fue la ampliación de la mezquita. Se rompió el muro de la alquibla y se amplió el templo en dirección a la ribera del Guadalquivir. Es la parte más bella y de más rica decoración. El mihrab (lugar más sagrado de la mezquita, hacia donde se dirigen las miradas durante el rezo) y la macsura (punto desde el que el califa asistía a la oración), espléndidos, están adornados con riquísimos mosaicos realizados por artesanos procedentes de Bizancio.

Con la muerte de Alhakam empieza el califato del pequeño Hisham II. Fue una marioneta en manos de su hachib (administrador), Abu Amir Muhammad al-Ma’afiri, más conocido con el nombre cristiano de Almanzor. Con Hisham II se inicia la crisis que desembocará en la fitna (división) y la disolución del Califato de Córdoba. Se cumplía con los califas omeyas la tesis que, tres siglos más tarde, desarrollaría el tunecino de origen andalusí Ibn Jaldún en su Introducción a la historia universal (al Muqaddimah): el período en que se pasa del esplendor a la decadencia es de tres generaciones.

Este artículo se publicó en el número 543 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.