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Impuestos, “libertad de elegir” y campaña electoral

LA VENTANA  INDISCRETA

Manel Pérez Adjunto al director

Hay muchas maneras de introducir los temas económicos en las campañas electorales si se le quiere agriar el debate al gobierno de turno, en este caso al del presidente Pedro Sánchez. Pero como la economía aguanta -crece el empleo, las empresas obtienen beneficios históricos mientras se ha ampliado la red de protección social- no sirve la sal gorda o el discurso alarmista y hay que afinar más, buscar un ángulo especial que arrastre una alta sensibilidad entre determinados sectores sociales. Y a veces se retuerce un poco la realidad y se echa mano de la pura ideología.

Todo comenzó con un informe del Instituto Juan de Mariana que recogía que los trabajadores españoles pagan más del 50% de su salario en impuestos. En el cálculo se incluían el IRPF, la aportación de la empresa y del empleado a la Seguridad Social, el IVA y hasta el IBI municipal, entre otros impuestos. A partir de ahí el ruido ha subido hasta que el presidente de la patronal CEOE, Antonio Garamendi, lo propulsó a la estratosfera al proponer que a los trabajadores se les ingresara en su cuenta todo el dinero, la cantidad bruta, una idea que sobresaltó a muchos empresarios que no la comparten.

Después, cada uno individualmente se encargaría de transferir las diferentes partidas: el IRPF a Hacienda y las contribuciones sociales para el desempleo y la futura pensión a la Seguridad Social. De esta manera, el afectado descubriría que entre lo que cuesta su empleo y lo que finalmente le queda hay una diferencia ofensiva. Una incitación al cabreo fiscal que abriría la puerta a exigir rebajas en todas las partidas. El caos fiscal. Y la vía de entrada a la llamada “libertad de elegir”, que condenaría al más desesperado a gastar en lo inmediato, llegar a final de mes y denostar el resto. La explosión social que incuba la Argentina de Javier Milei tal vez ponga fin a estos debates.

Puestos a proponer, también se podría recibir la parte alícuota de otras partidas que se pagan con el IRPF, como las destinadas a subvenciones a las patronales, con las que algunas de estas pagan a sus presidentes; las ventajas para determinados rendimientos del capital; los servicios públicos; la seguridad o los gastos de defensa... y así hasta el infinito.

Garamendi, segundo por la derecha en la firma de un acuerdo con los sindicatos

Emilia Gutiérrez

Resulta chocante que un presidente de patronal no distinga entre impuestos y cotizaciones y lo meta todo en el mismo saco. Aportar al sistema de pensiones, es decir asegurar los ingresos de los que han dejado de trabajar pero han cotizado, no es un impuesto. Como tampoco lo son las aportaciones a fondos privados, que la patronal defiende cuando el gobierno de turno endurece su fiscalidad.

Que millones de personas en España estén cobrando regularmente su pensión desmiente sin margen de duda que esas aportaciones se las esté quedando el Estado. Este actúa como garante de su recaudación y reparto, pero no las usa para financiar sus funciones como administración pública.

El modelo Madrid se extiende a las comunidades del PP y aviva el agravio comparativo en el resto

Pero más allá de las anécdotas, en el asunto de los impuestos hay mar de fondo. En España y en el mundo. Demonizar los impuestos es una tendencia global en la que coinciden la derecha clásica y los nuevos populismos, desde Donald Trump a Giorgia Meloni, pasando por Alberto Núñez Feijóo o Emmanuel Macron. La fiscalidad es el gran enemigo. Paradójicamente, pues esa prédica crece pese a la creciente desigualdad, que concentra más riqueza en manos de los más adinerados y los impuestos sirven para paliar sus peores efectos.

Es un elemento más de la creciente polarización mundial. Frente a la desvalorización de las etiquetas habituales, derecha e izquierda, la posición sobre los impuestos dice mucho más que cualquier otra sobre la posición en el espectro político y social.

En España el debate es muy intenso, como en EE.UU. y Francia, cada uno con puntos específicos. La aportación local española proviene de que el PP dice haber inventado un modelo local específico de éxito extrapolable a todo el territorio. Y lo saca a pasear en cada campaña electoral.

Se trata de Madrid, el paraíso fiscal para los desahogados. Primero, fenómeno singular; luego extendido como una mancha de aceite sobre otras comunidades en las que ha conseguido el Gobierno. Invento que tanto sirve para defender la anorexia fiscal como para poner en la picota a los gobiernos autonómicos que se ven obligados a subir impuestos porque el sistema de financiación no cubre sus gastos. Excita el malhumor de los contribuyentes/votantes del rival político. Y el agravio comparativo, todos quieren dejar de pagar.

Ese modelo es la palanca de Isabel Díaz Ayuso y de la turbadora sombra que proyecta sobre la estabilidad de Núñez Feijóo. Ella, a diferencia del resto de los políticos, vive al margen de las críticas de las élites a las que benefician sus medidas, pese a las tremendas ocurrencias políticas que tan bien la definen. Aunque hay que estar atentos la erosión que le generen los delitos fiscales de su novio.

Ya era conocido el golpe negativo de las licenciosas medidas fiscales de Madrid sobre otras comunidades y sobre el conjunto de la recaudación. La contribución que no recaudaba la de origen, por la marcha del contribuyente a Madrid, se perdía sin remedio porque éste no iba a pagar en destino. Migraba justo para eso.

Las propuestas libertarias de Garamendi tienen un buen test en la Argentina de Milei

Ahora, con la nueva vuelta de tuerca de las comunidades del PP que siguen la estela madrileña, el efecto se multiplica. Aprueban perder ingresos, recortando impuestos, para reclamárselos al Estado. Este, a su vez, acabará buscando vías para aumentar sus recetas fiscales. Aumentos de impuestos que pagarán el resto de los españoles; sin comerlo ni beberlo.

A estas alturas es indudable que el sistema fiscal español vive fuera de su tiempo y necesita un reajuste bastante amplio. Pero los sueños a lo Milei de un mundo sin impuestos, o mínimos, son una receta segura para la desintegración social. Como se observa ya en la calidad de muchos servicios básicos: Sanidad y educación en cabeza.