En la noche del viernes, Diego Schwartzman tuiteaba:
“¿Los tenistas jugamos al mismo deporte que ellos dos?”
El lector lo habrá adivinado.
El argentino se estaba refiriendo a Novak Djokovic (34) y Rafael Nadal (35), que allí fuera se estaban castigando, en un ejercicio tan canibalesco como absorbente: ni un alma abandonaba su localidad en la Philippe Chatrier.
Ni un alma se iba del lugar, y eso que se les estaba echando encima el toque de queda parisino: rondábamos las once de la noche, la hora en la que la carroza se convierte en calabaza.
–On partira pas (no nos iremos) –gritaba la parroquia, que acabaría saliéndose con la suya.
Por una vez, Roland Garros iba a saltarse el protocolo Anti-Covid, en una decisión tan lógica como incongruente: si te gusta el tenis, manga ancha.
En realidad, el pase pernocta tenía sentido por varios motivos.
De un lado, porque garantizaba la seguridad en el recinto. Algunos feligreses parecían dispuestos a atrincherarse en la grada. Se aventuraban altercados, broncas y carreras por el Bois de Boulogne, una explosión de hooliganismo en Roland Garros, impensable en otros tiempos.
Y del otro lado, vamos a convenirlo, porque en nuestras vidas surgen momentos extraordinarios. Momentos cuya trascendencia supera el presente y reclama soluciones flexibles.
Asistir a aquel Djokovic-Nadal era un ejercicio universal.
Medio mundo lo estaba presenciando, confirmación de que nadie se ha cansado de esta rivalidad: van 58 duelos entre ambos (30-28 para Djokovic), el clásico individual más repetido en la historia del tenis masculino (el Navratilova-Evert había alcanzado las 80 ediciones; ellas siempre son más: como los 24 grandes títulos de Margaret Court).
Medio mundo estaba mirando el choque porque en juego había algo más que un simple partido. Se estaba despachando la historia del tenis, un combate desproporcionado, impensable en otros tiempos.
Nadal y Federer (39) se hallan en la atalaya, con veinte grandes. Y Djokovic les acecha, con 18 (a la espera de alcanzar su 19.º grande, este domingo ante Stefanos Tsitsipas).
Las cifras son únicas, absolutamente inverosímiles, y aun así se quedan cortas, al menos en relación a lo que podrían ser.
Una reflexión
¿Y si el ‘Big Three’ empatase exactamente a 20 Grand Slams? ¿No sería poéticamente precioso?
¿Cuántos Grand Slams se hubiera adjudicado Federer si no existieran los otros dos?
¿Y Nadal?
¿Y Djokovic?
Si se les pregunta por el asunto, los tres niegan con la cabeza. Ninguno de ellos se ve a sí mismo como un ente único, sino como la pieza de un mecano, colosal monstruo de tres cabezas cuya sombra se tiende sobre los admirados rivales.
–Nuestra rivalidad nos hace mejores –repiten los tres.
Schwartzman habla de tenistas (refiriéndose a sí mismo) y de otros que están por encima (refiriéndose al Big Three).
Djokovic dice:
–Creo que derrotar a Nadal en la Philippe Chatrier y a cinco sets es el mayor reto que se le puede plantear a un deportista.
Nadal elogia a Djokovic.
Federer elogia a ambos.
Y el mundo les aplaude.
Es un consenso extraordinario. Entre otros motivos, porque el público tiende a saturarse, se harta de los iconos. Los monopolios generan aburrimiento y fastidio, abonan el deseo de que ese monumento caiga de una vez, el deseo de que emerjan nuevas personalidades.
Eso no está sucediendo en el mundo del tenis. Le pedimos más a Federer, Nadal y Djokovic, y en especial ahora que los dos primeros emiten señales de agotamiento. Federer había decidido abandonar París tras haber superado tres rondas. Y Nadal, en la medianoche del viernes, tras transigir ante Djokovic, confesaba:
–He ganado trece títulos aquí. No puedo ganar el torneo 15, 18 o veinte veces. No es un desastre en absoluto. Pero lo que sí tengo claro es que son muchos...
La pasión que encienden los tres, en esta loca carrera hacia el olimpo, contraría al purista, aquel que valora el tenis por encima de banderas. Y por eso, emerge una corriente:
La visión de Schwartzman
“¿Los tenistas jugamos al mismo deporte que ellos dos?”, tuiteó el argentino, acerca de Djokovic y Nadal
–¿Y si el Big Three empatase exactamente a veinte Grand Slams? ¿No sería poéticamente precioso? ¿Y divinamente justo? –me escribía hace unas horas mi amigo David Espiga, magnífico tenista.
Pues no es tan mala idea, ¿no?