Diarra, estamos en tus manos

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Diarra, estamos en tus manos

Diarra servía canapés y sufría por ver remontar al demonio. Aunque estaba rodeado de samosas de ternera, pinchos de pollo y porciones de pastel de chocolate del tamaño de fichas de dominó, no pudo resistirse el miércoles y cometió el error de casi todos los antimadridistas. Cuando supo que el Bayern había marcado a 13 minutos del final, encendió el móvil y se puso a mirar el partido de estrangis. ¿Y si…?

Como no había más pantallas cerca que la del móvil de Diarra, me colgué de su hombro como un loro y me puse también a mirar la semifinal, aunque me había jurado no hacerlo. ¿Y si…?

Diarra, originario de Mali, servía canapés sonriente en la inauguración de una exposición de fotos en Nuakchott, capital de Mauritania, pero por dentro se quiso morir al ver de reojo como el Madrid volvía a pactar con el diablo y marcaba dos goles con el partido agonizando.

Estaba convencido de que el Madrid usaba el poder de un marabú, un hechicero africano

Diarra ya se había olvidado de servir, de si alguien quería más limonada con jengibre o de cómo se llamaban sus padres cuando el árbitro pitó con prisas el fuera de juego que acabó en el gol anulado a los alemanes. “¡Siempre les ayudan. Tendrían que meter al árbitro en la cárcel!”, dijo lleno de rabia y a mí me pareció que se había quedado corto por no pedir también la demolición del nuevo Bernabéu.

Aunque nos acabábamos de conocer, el fragor del odio merengue nos hizo mellizos e hicimos un juramento de sangre. Como los dos opinábamos que en la final el Dortmund no tenía ninguna posibilidad, nos prometimos no ver el partido ni siquiera si en el minuto 85 el marcador iba 273 a 0 a favor de los germanos; no fueran a remontar los blancos en el descuento.

Para Diarra, había algo raro en aquella felicidad merengue pero no eran los favores arbitrales. Eran otro tipo de trampas: creía que el Madrid usaba el poder de un marabú, un hechicero africano.

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Clive Brunskill / Getty

“Piensa en los errores de los porteros rivales, en el miedo de los árbitros, en los goles fallados… eso es magia”.

Andaba yo pensando si acuñar el neologismo “hechicerato” o si sonaba mejor “maraburato” para impugnar las doscientas champions del Madrid, su himno y los bocadillos de calamares con mayonesa, cuando me vi ridículo bautizando mi rabia como una especie de dinosaurio en Jurassic Park.

“Los árbitros, vale, pero un hechicero africano no creo, eh?”, le dije muy digno.

Cuando todos los asistentes a la inauguración ya se habían marchado, me quedé recogiendo platitos con restos de curry y chocolate y compartiendo desolación con Diarra. Intentándolo animar a ver si se me pegaba algo, pero no había forma.

Desolado, antes de despedirnos y cuando nadie miraba, me acerqué a su oreja y le susurré una petición totalmente en serio.

“Oye, para la final contra el Dortmund, ¿no tendrás a mano el teléfono de algún marabú potentillo, no?”

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