El fútbol y los puentes invisibles

Gol sur

El fútbol y los puentes invisibles
Xavier Aldekoa Corresponsal en África Subsahariana

Fue su primer día de nervios redondos. La semana pasada, mis hijas Lena y Aina montaron una fiesta en casa con sus primas, Aran y Ona, para ver la final de Copa del Rey. Era su primer gran partido juntas y, claro, liaron la mundial. Se pintaron la cara con los colores blanquirrojos, bufandas en ristre, y Aina, la pequeña, tuvo la suerte del benjamín: como su hermana ha crecido y su camiseta de los leones le queda pequeña, ahora la zamarra ya es oficialmente suya. A Aina el sueño le venció justo antes del inicio de la prórroga pero se revolvió yéndose a la cama soñando con la victoria: por un día, su pijama fue la camiseta del Athletic.

Al día siguiente, me llamó mi tío Josetxu, aún afónico, para comentar su emoción por la victoria con los balidos de su rebaño de fondo. De vez en cuando interrumpía sus palabras para llamar a alguna oveja descarriada. Al final, acabamos charlando de su gente y de la mía, y un poco de la vida.

Una victoria de orgullo en París genera mensajes desde Euskadi, Congo, Nigeria o Benín

El miércoles, tras la deslumbrante victoria del Barça en París, Japhet me escribió eufórico un mensaje desde Kinshasa, la capital de la República Democrática del Congo. “Xavi, ¡vamos a ganar al PSG también en la vuelta!”. Después me contó que su salud ya está mejor (hace poco pasó una temporada en el hospital) y que su hijo le tiene frito porque quiere que le compre un cochecito de juguete. También recibí noticias de Nigeria. Tras el pitido final, Taiwo Shemede se acordó de mí. Nos conocimos hace años en Makoko, un barrio de calles inundadas de Lagos bautizado como la Venecia nigeriana y esta semana me recordó el sueño que me confesó entonces: “Rezo para que podamos ir juntos a ver un partido al Camp Nou”.

Los jugadores del Barça celebran un gol mientras Mbappé camina por el césped

Los jugadores del Barça celebran un gol mientras Mbappé camina por el césped

Aurelien Morissard/AP

La victoria al PSG duró hasta ayer: me escribió Shadrac Josué, un amigo del norte de Benín, a un tiro de piedra de la frontera de Burkina Faso, que ha montado un negocio de elaboración de quesos artesanos. Cada mañana, Josué arranca su moto para ir a comprar leche a los pastores nómadas fulani y hace quesos hasta el anochecer. Es un optimista irremediable. “¿La vuelta? no verán ni siquiera el polvo de nuestros pasos”.

Desde hace unos meses, me embargaba la nostalgia de otros tiempos. A veces, el fútbol de hoy me parecía un negocio millonario y alérgico a la ética cada vez más alejado de los aficionados. Sucede que luego pasan semanas milagro y te reconcilian con el balón. Porque es un milagro que cuatro primas estrechen sus lazos y se quieran todavía más porque ahora compartan para siempre el recuerdo de su primera final. O que una victoria de orgullo en París genere mensajes desde Euskadi, Congo, Nigeria o Benín.

El fútbol es un deporte maravilloso porque es eso también: puentes invisibles que te unen a tu gente. O una forma como cualquier otra de decir te quiero a los tuyos.

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