Las Vegas, bienvenidos al desierto

Deportes sin fronteras

La ciudad estadounidense lava su imagen con el deporte, como los países del Golfo

Así lucía ayer el Allegiant Stadium de Las Vegas durante la opening night de la Super Bowl

Así lucía ayer el Allegiant Stadium de Las Vegas durante la opening night de la Super Bowl

PATRICK T. FALLON / AFP

Por un lado, prácticamente fue creada por la mafia para albergar la industria del juego. Por otro, a su vera, en el desierto del Mojave, está la más misteriosa base militar de los Estados Unidos (conocida simplemente como Área 51), donde muchos dicen haber visto ovnis y no falta quien está convencido de que detrás de su valla metálica y advertencias de “No pasar” el Pentágono oculta la prueba de la existencia de los extraterrestres y sus visitas a la Tierra. Todo mezclado, Las Vegas es un nido de teorías conspirativas, como Estambul, Viena o Lisboa lo fueron de espías en las guerras calientes y frías.

Rima como un soneto de amor de Pablo Neruda, por tanto, que el domingo Las Vegas sea el escenario de la Super Bowl de la “gran conspiración”, la de que el romance entre Taylor Swift y Jason Kelce es un anzuelo a los jóvenes aficionados a la música para que se interesen por el fútbol americano y voten a Biden siguiendo el ejemplo de los dos protagonistas de la historia. ¡Uf! Muy rebuscado, aunque si uno cree en los marcianos, todo es posible...

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La auténtica conspiración, por llamarla de alguna manera, es cómo Las Vegas (que en 1900 no era más que una parada en el cruce de dos líneas de ferrocarril), capital mundial del crimen organizado después de Sicilia y Calabria, utiliza el deporte para diversificarse económicamente y lavar su imagen, al estilo de Arabia Saudí y los emiratos del Golfo, aunque por motivos diferentes que no tienen que ver con los derechos humanos. Ha robado los Raiders de la NFL y los Athletics de béisbol a Oakland, tiene un equipo de hockey sobre hielo (aunque en verano las temperaturas superen los cincuenta grados) y otro muy potente de baloncesto femenino, hace unos meses albergó su primera carrera de F-1, se especula con la próxima llegada de una franquicia de la NBA y la guinda del pastel es la Super Bowl del domingo entre los Chiefs y los 49ers (en la que paradójicamente, por la teoría de la conspiración, la fachosfera trumpista apoyará al equipo de San Francisco, la ciudad más progresista, gay y woke del país).

Hace tiempo que Las Vegas quiere dejar atrás el apodo de Sin City (ciudad del pecado) y convertirse en un destino turístico familiar, deportivo y de convenciones, aunque en los casinos se den clases gratis de jugar al póker para crear adicción y en algunos haya guarderías abiertas veinticuatro horas, con abuelas a cargo de las criaturas para que los padres se dediquen a darle a la ruleta y a las máquinas tragaperras sin necesidad de preocuparse por sus retoños. La Super Bowl va a aportar 600 millones de euros a las arcas de la ciudad, pero todos los fines de semana se presentan decenas de miles de personas para seguir las carreras de caballos y los partidos de la NFL y la NBA en las televisiones gigantes de las salas de juego, y apostar. Sus 40 millones de visitantes al año son más que los de Chicago y Boston.

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Vegas, como dicen los norteamericanos en plan colonial, tuvo el virtual monopolio del juego en el país, pero teme la creciente competencia de Puerto Rico, Canadá, los cruceros y las reservas indias con sus casinos, además de las loterías. Su dependencia de la hostelería hizo que durante la pandemia se convirtiera en una ciudad fantasma y se evaporaran medio millón de puestos de trabajo. Es un fenómeno que se repite con cada crisis económica, y que ha planteado la necesidad de hacerse más multidimensional y menos dependiente del juego. Porque la adicción funciona en ambas direcciones.

Cuando el Rat Pack actuaba en el hotel Sands y Frank Sinatra cantaba que hacía las cosas a su manera y se lamentaba de algunas de ellas, no se refería solo a él. También a la ciudad de Las Vegas, su casa.

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