Aún no tenemos la perspectiva suficiente para definir la rivalidad que nos separa del Girona y no sabemos cómo actuar en un partido –dinámico, divertido, sin interrupciones del VAR, con una clara voluntad de ataque de ambos equipos– como el de ayer. Es un problema estructural en las relaciones entre los culés y una tribu futbolística que ni siquiera tiene un mote antropológicamente solvente (no sé a vosotros, pero no me convence la denominación de albirrojos ). Aunque no sea obligatorio, el fútbol también se explica a partir de los motes. Culés, merengues, periquitos ¿y en el caso del Girona, qué? ¿Montilivianos? ¿Gironistas? ¿Gironianos? ¿Montilivescos?
La otra dificultad a la hora de establecer límites a una rivalidad es el origen de un esplendor futbolístico que se encarna en la voluntad de ataque y la presencia de dos hijos legítimos del histórico Shevchenko. O en el mimetismo de Míchel y Xavi, que ayer representaron dos maneras distintas de trabajar una idea parecida. En la estructura jerárquica empresarial, en el Girona y el grupo que lo ampara hay barcelonistas escindidos de un tronco con ramas que van hasta Manchester y los Emiratos. Son escisiones posmodernas y shakespearianas. Por ejemplo: hay un Guardiola hermano del Guardiola, ambos culés a muerte, y, en la cúspide, materias grises escindidas del laportismo primigenio o expulsadas de cismas nuñistas genuinos o de imitación.
Aplaudir al Girona es, para muchos culés, una forma de exorcismo contra el Madrid
El Girona tiene una historia propia y desprende el encanto de una identidad sin ínfulas globalizadoras. También tiene una onda expansiva sentimental que hasta hace poco permitía a sus fieles convivir con otras fes. Ser del Barça era un primer plato que toleraba la promiscuidad de guarniciones conceptualmente más humildes. La continuidad en la apuesta y el acierto continuado en las decisiones deportivas –compras, ventas, criterio– del Girona coincide con unos años autodestructivos –compras, ventas, criterio– del Barça. Resultado: las propuestas se han igualado sin que, a rebufo de este nuevo equilibrio, se haya resuelto el protocolo sentimental entre ambos equipos. Resultado: a mediados de diciembre, el Girona es líder de la Liga y acaba con la polivalencia de los que, siendo del Girona, entendían que en la Champions les tocaba ser del Barça a la fuerza. Ahora ya no tendrán que adscribirse a una alegría por equipo interpuesto (ojalá no suceda al revés).
El error de muchos culés: desplegar una simpatía condescendiente que utilizaban para enmascarar contorsiones emocionales tan complejas como a) ser del Barça, b) sentir simpatía por el Girona y c) celebrar su consolidación como un refuerzo en la rivalidad con el Espanyol. Son estrategias que no ensombrecen la solidez de un Girona que ayer, en un partido de los que hacen afición, obligó al Barça a darse cuenta de sus propias limitaciones y de la necesidad de seguir trabajando para recuperar su propia identidad.
Queda, en este protocolo de relaciones mutantes, un horizonte más incierto: descubrir que aplaudir el buen juego y la brillante temporada del Girona pueda ser una manera de celebrar, como un exorcismo, que el Madrid no sea el principal adversario. Darse cuenta de que la novedad de esta rivalidad en construcción incluye la posibilidad de asimilar la derrota con una resignación que, en adelante, habrá que aprender a gestionar.