Yusuf Abbas aprendió a los veinte años que el dinero es una trampa que no te suelta jamás. De las diversas caras del dinero, él conoció la más oscura, que clava sus colmillos en la pobreza para hacerte prisionero. Abbas se hizo mercenario del grupo rebelde centroafricano Seleka por escupirle a su destino: como no era nadie bajo unas reglas, buscó ser alguien sin ellas. Su opción no era amable, era despiadada. Era comprensible. Abbas era rehén del dinero de forma devastadora: mataba para dejar de ser nada.
El dinero tiene también trampas vestidas de seda. Solo hay algo casi tan peligroso como la desesperación ante la miseria, y es un riesgo resbaladizo que se ancla en el otro extremo, en el
de quien todo lo tiene: no saber cuándo dejar de ganar.
Ojalá Argentina se alce campeón y Leo llore de felicidad, como cuando el dinero no importaba tanto
Messi cumplió anteayer 35 años y leí la noticia con amargura en la garganta. La melancolía no nace de la rabia ni de una temporada triste.
No importa que los desagradecidos seguidores parisinos le silbaran en su nueva casa ni que los números del rosarino hayan sido discretos. La tristeza es por el maldito dinero. Porque al final de su carrera, cuando parecía que menos poder debía tener sobre él, Messi no ha sabido dejar de ganarlo.
Hubo un tiempo que quisimos creer que podía salvarse. Messi cobraba mucho en el Barça, sí, pero podría haber ganado más en otros clubs. Podría haber protagonizado cada verano un culebrón sobre su posible salida para renegociar al alza contratos, comisiones y primas. Escogió la lealtad. Durante años, Messi fue el genio raro que defendía el club de sus amores.
Hasta que un día perdió la inocencia. Cuando hace un año Messi se marchó del Barça, dijo que nadie le había propuesto rebajarse el sueldo o
incluso jugar gratis, como si la grandeza de un gesto así, que le hubiera catapultado a mito de la fidelidad a un solo club, no fuera una decisión desde las entrañas. Messi escogió después. No era lo mismo, no lo es, irse al PSG, que escoger el City de Pep, el Newell’s Old Boys o el Nápoles
italiano. El camino hacia París estaba tan empedrado de petrodólares que la épica, el romanticismo o los valores quedaron sepultados bajo los adoquines.
Hace unas semanas, el dinero volvió a clavar sus garras cuando Messi accedió a hacer de embajador turístico de la dictadura asesina de Arabia Saudí. ¿Cuál es el valor de dejar de ganar?
Queda una última bala: el Mundial de la vergüenza en Qatar. El Campeonato del Mundo, que se disputará en un periodo absurdo porque hay quienes ponen precio a la pasión, será la última oportunidad de ver a Messi jugando por amor. Por la gloria. Ojalá Argentina se alce campeón y Messi llore de felicidad, como cuando el dinero no importaba tanto porque debajo del escudo estaba el corazón. Como cuando dejar de ganar aún era una posibilidad.