Volckman reaparece en Sitges tras 13 años de silencio con ‘The Room’
Cine
El cineasta francés presenta su primer largo, una cinta ‘sci-fi’ de animación en blanco y negro
The Room plantea varios aspectos interesantes: el miedo a la felicidad si ésta se adquiere indebidamente, los conflictos paternofiliales y de la consciencia, y el complejo de Edipo.
El director francés Christian Volckman regresa a Sitges trece años después con un segundo largo muy distinto al primero que se titulaba Renaissence (2006), una cinta sci-fi de animación en blanco y negro muy contrastado que según su director fue el resultado de su admiración por el expresionismo alemán, Fritz Lang, Metrópolis, en particular, así como Eisenstein.
The Room es un film a caballo entre la fantasía y el terror sugerente y sutil, una idea propia cuyo guión ha coescrito junto a Sabrina B. Karine y Eric Forestier centrado en una vieja mansión al norte de Nueva York que acaba de comprar una pareja joven con gran esfuerzo pecuniario pese a lo sospechosamente asequible del precio. En ese viejo caserón decimonónico descubren una habitación oculta con la extraña capacidad de materializar todo deseo concreto de quien se halle en su interior. Podrá pensarse que quizá hay algo de ‘genio de la lámpara’, pero como se verá, hay mucho más.
En toda una primera parte, el matrimonio –un pintor y una traductora: el belga Kevin Janssens y la ucraniana Olga Kurylenco (El emperador de París, Oblivion)–, se abandonan a sus caprichos en la estancia y así obtienen toda suerte de artículos de lujo y dinero a espuertas. La facilidad con la que satisfacen el menor deseo tan sólo verbalizándolo les hace perder el control tan desmesuradamente que finalmente una voz interna les impele a detenerse. Aquí hay un primer punto interesante, aparte de la referencia obvia al consumismo y a la incapacidad del mismo para generar verdadera felicidad, que es el sentimiento de que un exceso de supuesta satisfacción acaba por activar el temor de que tarde o temprano se deberá pagar por ello si hay algo ilegítimo: el debate de las posibles intenciones éticas, morales y religiosas queda abierto. La sensación también llega al público con eficacia: instintivamente imaginamos algo diabólico en esa habitación. Pero frenar no será tan fácil para este par de treintañeros.
Pese a descubrir que los inquilinos anteriores de la casa fueron asesinados en inquietantes circunstancias, y tras indagar en esos hechos, así como en el complejo e inextricable sistema eléctrico que parece va asociado a la habitación en cuestión, la pareja, o más bien la esposa, no se resiste a hacer una última solicitud: tener un hijo, algo que el matrimonio pese a ser fértil no está logrando. Una criatura que el marido no acepta por artificial y antinatural y que la mujer, consumida por toda suerte de dudas y anhelos, será incapaz de rechazar.
La cinta entonces evoluciona hacia el tema de la paternidad. Pero también asoma la cuestión del yo, de la propia consciencia del sujeto creado en cuestión, de su rebeldía, de su necesidad de ser amado (aquí flota algo de Frankenstein), del complejo de Edipo y de la necesidad de eliminar al padre, quien además no lo estima preso de prejuicios y de una creciente irritación.
Este extremo de la consciencia y del yo hace pensar en Solaris, de Andrei Tarkovsky. La habitación hace las veces de ese misterioso océano del film del ruso capaz de penetrar en las mentes de los astronautas de la base espacial y reproducir lo que lee en ellas que sea intenso. La Khari que aparece en la base espacial no es la auténtica, pues se ha suicidado en la Tierra, es una emanación fruto del complejo de culpa que tiene el astronauta Kelvin, una materialización por cortesía del océano y, sin embargo, esa Khari tiene consciencia propia y se pregunta atormentada quién es en realidad, pues intuye no es la auténtica. Difícil precisar hasta qué punto el director no ha tomado inspiración en Solaris o en escritores que trabajan ese mismo tema de la consciencia como Philip K. Dick para elaborar a ese niño que, debido a ciertas peculiaridades de lo que surge en la habitación, crece rápidamente. La combinación del instinto maternal, el complejo freudiano del niño y el rechazo del padre conduce el film por caminos sorprendentes y un tanto alucinógenos a lo que contribuye la estancia inquietante.
Una propuesta sugerente si bien irregular dado que todos estos temas resultan un totum revolutum no plenamente desarrollado. Coproducción de Francia, Luxemburgo y Bélgica que debía rodarse en Canadá pero que por problemas presupuestarios acabó finalmente en una antigua mansión belga, de las muchas que al parecer hay en ese país según el director. El edificio puede pasar por neoyorquino de finales del XIX pues su aire veneciano también es detectable, sigue informando el director, al otro lado del Atlántico.