Vestido de noche, desnudo de día

Leigh Bowery murió en la Nochevieja de 1994. Durante seis años había mantenido en secreto su condición de seropositivo, incluso a su esposa (primero se lo confesó, luego fingió que todo había sido una ocurrencia), y cuando finalmente tuvo que ingresar en el hospital (se internó con el nombre de John Waters), dio instrucciones precisas a sus más allegados: “No digáis que he muerto. Decid que me he ido a Papúa Nueva Guinea”. Para entonces, el diseñador, performer y músico nacido 33 años antes en Australia había hecho méritos más que suficientes para convertirse en una estrella del mundo del arte y el miembro más estrafalario, incendiario, fascinante y perturbador de la realeza nocturna londinense. 

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Leigh Bowery Session I Look 2, 1988 

Fergus Greer/Cortesía de Tate Modern

En buena medida, su vida había transcurrido después del atardecer, en el escenario del Taboo, un pequeño club dentro de otro club con bolas de espejo y un cartel imaginario en la entrada que venía a decir “vístete como si la vida dependiera de ello o no te molestes”. Seguramente Bowery lo habría formulado de otra manera: “Sé tú mismo más allá de los límites de la aceptación social”. Ante habituales como John Galliano, Sade, Derek Jarman o Boy George, la figura grandullona y desgarbada de Bowery se abría paso en la penumbra con prótesis deformantes, pestañas postizas como patas de escarabajo, pelucas púbicas, bombillas de luz intermitente detrás de las orejas, vestidos absurdos de bebé, trajes de lunares trepando por su rostro agujereado de imperdibles, tutús, riachuelos de pintura de colores derramándose como sangre por su cabeza rapada y corpiños con plumas que le daban el aspecto de avestruz humana. La sexualidad, enmascarada tras un personaje hermafrodita. En uno de sus números más celebrados, paría a su mujer, Nicola Bateman, que durante el show permanecía oculta bocabajo, atada con un arnés a su barriga ,y cuando menos lo esperabas estallaba entre sus muslos desnuda y ensangrentada, con una ristra de salchichas a modo de cordón umbilical.

Leigh Bowery se convirtió a si mismo en una obra andante; Freud le quitó el disfraz

Bowery colaboró estrechamente con la compañía de danza de Michael Clark como bailarín y diseñando sus vestuarios y podría haberse ganado la vida como modisto, pero no soportaba que otros llevaran sus atuendos. Él era su propia creación, la cara visible de una vida vivida sin tabúes en plena era Thatcher. Bowery, que de día utilizaba una peluca y una extraña redecilla que le daba un aire de asesino en serie, nunca fue visto al natural más que en los monumentales retratos que le hizo Lucien Freud en los noventa. La primera vez que el performer entró en su taller, se despojó, sin que nadie se lo pidiera, de todo lo que conformaba su extravagante identidad, aquello que lo había convertido en una obra de arte andante, y, con la cara lavada, se entregó a la paleta del pintor. Lo hizo durante años, a veces tres días a la semana, siete horas al día, dejándose llevar con sus carnes temblorosas, desnudo y vulnerable, sin disfraz, hacia el panteón de los inmortales.

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