¿Quién no ha jugado alguna vez a hacer pociones y hechizos, de pequeño? Con malicia o sin ella, las normas morales son distintas en la infancia. Natàlia tiene quince años, ya ha hecho el cambio y vuelve a pasar el verano al pueblo donde había vivido hasta hace cuatro años. Reencuentra a Emma, su amiga huérfana a quien el pueblo rechaza porque “tiene la sangre enferma”, y con quien aún hace brebajes y conjuros para echar a los habitantes de la masía donde había vivido Emma. En paralelo, Martín llega para trabajar al bar de Candela, que vive con su prima Emma. A partir de estos elementos, Maria Guasch (Begues, 1983) construye Les petites vampires (L’Altra), inspirada en la figura mítica del chupasangre.
La noción de infancia perdida plana por la narración, tanto por el cambio de edad de las niñas como por la antigua masía. Guasch asume que “es un tema recurrente”, porque todos podemos entender esta “infancia mítica, este tiempo fuera del tiempo, amoral”, pero “finalmente, si no te desprendes de ella, puede ser muy perverso”. “Natàlia nos inquieta porque la podemos comprender muy bien, tiene cerca el mundo de los adultos y sabe diferenciar perfectamente el bien del mal, pero todavía tiene un pie en el mundo de fantasía tan peligroso y tan perverso de Emma”. Así, la escritora crea una red de relaciones duales con personajes que se complementan y se hacen de contrapunto, como Martín, “un personaje típicamente romántico del siglo XIX, melancólico, orgulloso, enfadado con el mundo, soberbio, inseguro e inmaduro”.
“El mundo es hostil y es muy fácil sentirse mal por no encajar”, asegura la escritora
Son personajes que no encajan: “Hay una mezcla de fragilidad extrema, pero también de soberbia. Nos despiertan simpatía porque todos sabemos que el mundo es hostil y es muy fácil sentirse mal por no encajar, pero ellos compensan esta fragilidad con una gran soberbia”. Es el caso de Emma, quien, rechazada, hace de la enfermedad su signo de distinción, y viene a decir: ¿“Mi sangre está enferma? Pues es sagrada”. Está por encima del bien y del mal. Tiene que ver con el drama de la heroína y las consecuencias de la droga: “Ya aparecía en mi novela anterior, porque cuando era pequeña viví los últimos momentos de la etapa dura de la heroína y me daba mucho miedo. Y también está, claro, la enfermedad de la sangre, aunque en el libro no se explicita cuál es”.
Estos personajes rotos tienen “un resentimiento hacia el mundo que los hace peligrosos, pero al mismo tiempo, el mundo ha contribuido a que sea así. Existe esta ambigüedad, porque el mundo que los rodea quizá no es tan perverso, pero es mezquino, y esta mezquindad la devuelven con esta perversión”. La masía es otro elemento importante en el relato: “Para darle textura de novela gótica hacía falta una mansión aislada adonde se llega por un camino difícil, y donde siempre hay un trauma, un pecado, que contamina de mal todas las generaciones que vienen después”.
Es una novela que ha cocinado a fuego lento: “Los personajes me han acompañado mucho tiempo, como fantasmas que me rondaban, porque el origen es mi trabajo de final de licenciatura en Comunicación Audiovisual. Hice un guion inspirándome en la obsesión que desde adolescente siento por la figura del vampiro, y ya aparecían algunos elementos, como la adolescente obsesionada porque su difunta madre era una vampira, y que por lo tanto ella también lo es”, explica la autora, que hace pocas semanas que acaba de ser madre de Piero, a quien dedica el libro.