Los y las legionarias de Raphael llenaron este domingo el Liceu de Barcelona como lo harán otra vez este lunes porque lo consideran el más grande, y al más grande se le sigue allí donde vaya. Ahí es nada, dos funciones con todo vendido en noches consecutivas y a precio no excesivamente populares (180 euros la platea). Da igual: Raphael tanto monta una pista de baile en un templo de la ópera como hace del público su coro, tal que sucedió con el apoteósico Como yo te amo.
Durante 130 minutos, sin tregua ni parlamentos, el incombustible Raphael desplegó el espectáculo Victoria, con las canciones de casi siempre, fogonazos de Sudamérica –Gracias a la vida- y la canción homónima de Pablo López del que añade un tema, Lo saben mis zapatos, que el de Linares ya se ha hecho suyo. A inquietud y alergia al acomodo nadie gana a este hombr
Las legiones de Raphael nunca fallan. A simple vista, son personas normales que nunca se definirían como “ciudadanos”. Saben lo que les dará y les gusta, de modo que pasadas las diez de la noche del Liceu salía gente feliz y alegre en cuyos cuerpos resonaban esos éxitos, cada cual el suyo. Unos silbaban Yo soy aquel, otros En carne viva y algunos aún el lejano Digan lo que digan.
El espectáculo y la sincronización musical pudo ser mejor, como todo en esta vida, pero desmintió a algún despistado que camino del Liceu comentaba a su chica que “debe tener tanta voz como yo”. Error. Tampoco es nuevo porque se trata de un artista al que muchos han despreciado al modo de los campesinos de Soria descritos por Antonio Machado: “desprecian cuanto ignoran”.
Las legiones de Raphael ovacionaron, hicieron de coro y disfrutaron de lo lindo con un repertorio tan variado como uniforme porque todo lo que canta Raphael se vuelve Raphael. No es ya la voz, es la personalidad. Como en tantas ciudades, Raphael se despidió con un “Yo siempre volveré, si dios quiere”. Y allí estarán, esperando, sus legiones.