'La gran belleza': Todos somos Jep Gambardella

Mi película favorita de la década de los 2010 (9/10)

El filme de Paolo Sorrentino, con Toni Servillo, es un monumento a la belleza de Roma y a su superficialidad también

Una imagen de 'La gran belleza'

Una imagen de 'La gran belleza'

Cuando se presentó La gran belleza en el festival de Cannes de 2013, muchos entendimos la película de Paolo Sorrentino como un homenaje a la ciudad de Roma y, en un sentido más amplio, como la continuación del trabajo de Fellini sobre la capital italiana.

Diez años más tarde la película de Paolo Sorrentino sigue siendo la misma admirable obra que se alzó con el Oscar a la mejor película extranjera. Pero, con el tiempo, se ha cargado de nuevos significados. A riesgo de ponerse estupendo, uno diría que La gran belleza es una atalaya inmejorable desde donde contemplar los desafíos del ser humano en el siglo XXI, escindidos como andamos entre la chabacanería más absoluta -la absoluta superficialidad- y la necesidad, también absoluta, de encontrar algún sentido a todo esto. O sea, que es la película para, con, sobre y, ante todo, de Jep Gambardella, su protagonista, el nuevo Prometeo.

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Todo comienza con un paseo hermosísimo por la ciudad de Roma. Hasta que alguien muere; posiblemente afectado del mal de Stendhal, esa afección del espíritu, real o ficticia, que habla de la posibilidad de sucumbir ante el exceso de belleza. De ahí saltamos, al ritmo de la música de Raffaela Carrà, a la horterada feliz de una fiesta por todo lo alto. Por todo lo alto, incluso en su situación, pues transcurre en un magnífico ático con vistas al Coliseo romano. (Me cuentan, no sé si con afán de crítica o simplemente desde la envidia, que es la casa de Sorrentino, y también, cómo para ponerlo en su lugar, que por encima de él, en el sobreático, vive Matteo Garrone, el otro gran director italiano). La fiesta, en su vulgaridad, es un festival de actitudes libres de ataduras, lejos de las buenas maneras, con personajes perdidos en el estruendo, pintorescos y significativos a la vez. Únicos.

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Estamos en la celebración del 65 cumpleaños del protagonista, interpretado de forma indiscutible por el maestro Toni Servillo. Gambardella es o ejerce de periodista mundano, elegante miembro de la redacción de un gran periódico romano. El rey de la noche de su ciudad. En su juventud, escribió un buen libro y luego nada: la desidia del creador sumamente dotado. Con su mirada irónica y sus palabras cáusticas, con su actitud por momentos vulnerable y otras cínica, Gambardella se erige en el centro del filme.

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Como si fuera un capítulo cualquiera de Seinfeld, La gran belleza no va de nada en realidad. En sus casi tres horas de metraje avanza sin apenas trama, mediante encuentros, conversaciones, paseos y remembranzas de la ciudad y sus personajes. Tiene el filme de Sorrentino la alegría multicolor de una postal, aunque por momentos se decanta por la atmósfera ponzoñosa de una pesadilla. Por sus imágenes desfilan los recuerdos, las ensoñaciones, las experiencias y los encuentros de Gambardella en su continuo deambular por la ciudad. ¿Es él, en realidad, Roma?

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Cada una de las escenas, además de ser piezas del filme, son un holograma del conjunto, unificado por la mirada de Gambardella y su maníaca sonrisa. La película, más que de un trazo firme, es una colección de puntos discontinuos -de detalles- que debemos completar nosotros mismos. ¿Qué sentido tiene la stripper retirada? ¿Para qué están ahí esa mezcla de hombres ridículos y mujeres neuróticas, aspirantes a escritores y matronas adineradas? ¿Qué hace en el ático de Gambardella/Sorrentino esa especie de Madre Teresa de Calcuta? ¿Y ese futuro Papa obsesionado por la cocina? ¿Qué significa la aparición de Fanny Ardant, como ella misma, pérdida por la ciudad? Todo y nada: de ahí la naturaleza cambiante y única del filme, su singularidad, donde se ofrecen respuestas para preguntas que se nos han olvidado o ni siquiera sabemos plantear.

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El filme debe su atmósfera mágica a la fotografía de Luca Bigazzi. Con sus imágenes, atrapa la singularidad de Roma, su aura y su vulgaridad. En los setenta, Fellini hizo algo parecido: afrontar el caos cambiante de una ciudad que, en realidad, acaba por ser metáfora de todas las ciudades. Sorrentino ha continuado la labor del cineasta de Rimini, llegando un poco más allá. No imita a Fellini, no. Lo homenajea y sigue adelante. Poniendo el acento, en su caso, en un cierto vacío existencial, propio del momento. Tan contemporáneo. Un vacío no exento de belleza, a decir verdad. La gran belleza.

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