El joven Castellet (IV)

Opinión

El joven Castellet (IV)

En la poética en prosa que suministró para la antología Nueve novísimos (1970), Manuel Vázquez Montalbán recordaba que hubo un tiempo en que la literatura era “un material estratégico de primera línea”. El joven Castellet hizo sus primeras armas en una de las edades doradas de este tiempo que siempre vuelve, la de cuando Catalunya y España, recientemente reincorporada al concierto de las naciones gracias al abrazo del oso de EE.UU., se convirtieron en un singular teatro de operaciones de la guerra fría cultural. En los cincuenta, al sur de los Pirineos, esta confrontación se configuró en parte como una guerra engarzada en otra guerra que también tomaba la cultura como campo de batalla. La que libraban, con Franco como árbitro, los ultracatólicos neotradicionalistas y un sector mutante del falangismo, partidario, entre otras peculiaridades, de la coexistencia amistosa entre las culturas catalana y castellana, el de los auto­descritos como “comprensivos”, promovido políticamente por el ministro de Educación Joaquín Ruiz Giménez y liderado intelectualmente por Dionisio Ridruejo y Pedro Laín.

Josep Maria Castellet, de perfil, en una imagen del 2013

Josep Maria Castellet, de perfil, en una imagen del 2013

Pedro Madueño

En el fondo, la literatura era entonces, más que un material, un arma estratégica

El Instituto de Estudios Hispánicos, donde Castellet dirigía el seminario Juan Boscán, era uno de los cuarteles de este último bando, y Laye, la revista dependiente del Ministerio de Educación que llevaba con sus amigos, una de sus trincheras de primera línea, que acabó siendo destruida por la artillería enemiga. Que algunos de los oficiales que disparaban desde esta zanja, como el sociólogo Pinilla de las Heras o el propio Castellet, colaboraran a la vez con entusiasmo con la diplomacia cultural y la propaganda propiciada desde el consulado general de EE.UU. en Barcelona respondía a la lógica del engarce de la guerra fría cultural dentro de esta guerra local por la hegemonía y al peso decisivo que entonces, como casi siempre, tenía la política exterior en la interior. Otros, como Sacristán, se sumaron poco después clandestinamente al Partido Comunista. En aquel momento, que era el mismo en que el comité central del PCE envió a Jorge Semprún, escondido bajo el nombre falso de Federico Sánchez, a pescar por España, los intelectuales y los artistas eran piezas muy preciadas. En el fondo, la literatura era entonces, más que un material, un arma estratégica. Y en aquel mundo de intelectuales enrolados y guerras mezcladas, el joven Castellet interpretaba, como crítico, como prologuista, como jurado de los premios Ciudad de Barcelona o asesor del Planeta y pronto también como antólogo preceptivo, el personaje de ingeniero de la industria armamentista. La lectura de su producción durante los cincuenta y los sesenta desde esta perspectiva pone de manifiesto que la ética de la infidelidad sobre la cual bromeaba que escribiría un libro en la entrevista que Vázquez Montalbán le hizo el mismo año en que se publicó Nueve novísimos disfrazaba la sincronía de los cambios sucesivos con las exigencias tácticas de un escenario bélico en evolución.

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