CAPÍTULO UNO
Crecí amando un país que no me correspondía. Estados Unidos fue mi hogar desde los ocho años y, durante más de una década, confié en que todo se arreglaría con mi fuerza de voluntad, pero los países no pueden corresponder a las personas y la fuerza de voluntad solo sirve hasta cierto punto.
Me había vestido con mi ropa de calle y ya estaba echando al cesto mi uniforme blanco de cocinero para que lo llevaran a la lavandería cuando Chef me llamó para que nos viéramos en su apartamento. Estaba en la planta superior de la casa en la que se encontraba Le Bourrelet, el primer restaurante de Manhattan con tres estrellas Michelin. Ninguno de los empleados había estado nunca en su apartamento, ni siquiera la encargada a la que de vez en cuando se llevaba a la oficina. Mantuve la invitación en secreto para no proporcionar más carnaza a mis compañeros de trabajo, ya celosos de nuestra relación. Mientras comprobaba que mi puesto estuviera impecable, me dio miedo que Chef se hubiese enterado al fin de que mi número de la Seguridad Social era falso. Tras tantos años trabajando en el restaurante y pagando mis impuestos era un pensamiento irracional, pero yo residía ilegalmente, y el pensamiento racional solo aplica cuando se tienen papeles.
En vez de tomar la escalera interior que comunicaba el restaurante con su apartamento, me despedí como todas las noches y salí por la puerta de servicio, procurando no resbalar en el muelle de carga congelado. Al doblar la esquina de la calle Ochenta y Tres con la Quinta, el crudo viento de marzo me azotó la cara con sus esquirlas de hielo.
Subí la escalera angosta, mis botas de invierno apenas cabían en los peldaños. Esperaba que la planta superior de la casa estuviera en buen estado, pero lo cierto es que las paredes blancas estaban amarillentas y la pintura de la puerta descascarillada, como si la madera estuviera mudando de piel.
—Entrez! —exclamó Chef cuando llamé a la puerta. Estaba tan orgulloso de ser parisino que no solo conservaba su fuerte acento, sino que se dirigía en francés a todos los clientes, le entendieran o no. Leía Le Monde todas las tardes, bebía casi siempre vinos de Provenza y fumaba dos paquetes de Gauloises al día, lo que le hacía jadear. Al parecer, vivir en el extranjero solo lo había hecho más francés.
Empujé la puerta y me quité las botas antes de entrar. Con una copa vacía en una mano y un cigarrillo en la otra, Chef se paseaba por la habitación sosteniendo el teléfono con el hombro, el crujido del suelo de madera amortiguado por varias alfombras persas. En la puerta del balcón se amontonaban números desvaídos del Paris Match y la luz de la farola de enfrente se filtraba suavemente por la ventana. Señaló un sofá y me senté junto a un zorro rojo disecado mientras Chef pasaba a la otra habitación hablando en voz baja.
—Au revoir, princesse —alcancé a escuchar antes de que colgara. Vestido con su característico traje negro de tres piezas y mocasines burdeos, Chef parecía exhausto. Tenía la frente cubierta de profundas arrugas y sus ojos habían perdido brillo. Tal vez tenía ese aspecto desde hacía tiempo y solo ahora que lo veía lejos de la cocina podía percibirlo.
—Las ocho y media en París —dijo, sentándose y mirando un reloj de pie que marcaba las dos y media de la mañana— Soy la primera persona a la que oyen cuando se despiertan, no he fallado ni un matin.
—Qué bueno —respondí, sin saber qué más añadir.
Chef se desabrochó el cuello de la camisa y se aflojó la corbata, pero no se quitó la chaqueta. Sacó una botella de coñac de un carrito bar y sirvió dos copas.
—¿Cómo estás?
—Estoy bien, Chef. Ha sido una noche movida.
—Eso me han dicho. Es increíble que me esté durando tanto este resfriado.
—Sí, muy fuerte. ¿Te encuentras mejor? —Pregunté porque tenía interés, pero también para seguir con la conversación.
—Comme ci comme ça. Dime, ¿cuánto tiempo llevas trabajando para mí?
Al hablar más despacio que de costumbre, Chef parecía esforzarse por encontrar las palabras adecuadas.
—Ocho años en mayo, Chef.
—C’est pas possible!
—Sí, ¿verdad? —respondí para evitar que la incomodidad se hiciera patente. Le di un buen trago al coñac y sentí los músculos de la pierna derecha acalambrados.
—En fin, Demetrio. Últimamente he estado pensando mucho en ti. Ya has aprendido prácticamente todo lo que puedo enseñarte. Creo que es hora de que sigas tu camino.
Le dio una calada a su cigarrillo.
Seguir con el propio camino puede significar muchas cosas, pero en ese momento solo significaba una: estaba despidiéndome. El coñac, que había pasado suavemente por mi garganta, de pronto me abrasó el estómago. Podía sentir cómo en mi cara se formaban pequeñas perlas de sudor. Volví la cabeza y miré al zorro disecado con sus dientes desafiantes, su lomo cubierto de polvo.
—Santé, santé, santé —dijo Chef, llenando su copa de nuevo.
Saqué una servilleta de papel doblada del bolsillo trasero para controlar mis estornudos.
—¿Qué quieres decir, Chef ? —pregunté con una sonrisa falsa, como si no entendiera lo que acababa de decir.
—Oh, no estás despedido, si eso es lo que estás pensando. No es para nada lo que quería decir.
Se me escapó una risa nerviosa que no parecía mía.
—En este momento, estás a cargo de nuestro menú de postres y ni siquiera recuerdo la última vez que propuse algo que no hubieras investigado ya. Eres uno de los reposteros con más talento de la ciudad, y no solo lo digo yo, lo dice el maldito Frank Bruni. Si estuvieras en París, sería otra historia. Allí la competencia es brutal, es parte de nuestro ADN. ¿O es DNA? Bueno, lo que sea.
Le pegó una última calada al cigarrillo antes de apagarlo en el cenicero. Sin saber qué hacer con tanto silencio, di otro largo trago a mi copa, abrasándome la garganta y preguntándome si sus palabras reflejaban lo que pensaba o si simplemente estaba tratando de compensar el malentendido.
—Sea como sea, mi amigo Marcel Boisdenier, uno de los responsables del Culinary Institute, me ha dicho que deberías solicitar una beca. Hay muy pocas, pero eso no debería ser un problema —dijo, triunfal—. Solo tendrías que rellenar algunos formularios para recibir la ayuda federal para estudiantes.
Había tanto silencio que podía oír la respiración de Chef y el lejano murmullo de las voces que llegaban del bar de abajo. Al mirarle a los ojos, me sentí avergonzado, pequeño y prescindible. Llevaba tantos años viviendo con el secreto que había habido periodos en los que no pensaba en ello durante todo un día, pero el miedo siempre estaba ahí, acechando en las sombras, esperando el momento adecuado para reaparecer con fuerza renovada. Aunque la decisión de convertirme en indocumentado no había sido mía, sino de otros, yo era el que estaba obligado a vivir con ella.
Al principio, a Chef pareció confundirle mi falta de entusiasmo, pero tal vez pensó que estaba abrumado por la noticia. Sirvió un poco más de fuego en nuestras copas.
—Por el futuro —dijo levantando la suya.
Fijé mi mirada en un busto de mármol que descansaba sobre una mesita auxiliar y oí cómo aquellas palabras aprisionadas en mi cabeza se liberaban lentamente.
—No tengo papeles.
Él mantuvo su copa en alto, tomándose su tiempo para analizar lo que acababa de decir.
—Los papeles necesarios —añadí, como si precisara una explicación. Ahora era Chef quien no entendía.
—¿Cómo es posible? —dijo tras una pausa larga—. Llevas aquí mucho tiempo.
Dejó la copa sobre la mesa y se quedó inmóvil unos instantes. Su rostro parecía estar repasando una larga lista de opciones, luego dijo:
—Te conseguiremos los papeles necesarios.
Nos acabamos la botella de coñac mientras le contaba una parte de mi pasado que había compartido con muy pocas personas: cómo crecí en la Loisaida, fui a la Escuela Pública 64 de la calle Décima Este y perdí mi acento viendo M*A*S*H. Le sorprendió que hubiera podido asistir a la escuela y que muchos de mis compañeros de clase también fueran indocumentados. Le hablé del señor Banks, el director de la escuela, un héroe local que ayudaba a todos los estudiantes recientemente inmigrados a sortear la burocracia de su nuevo país y a encontrar ayudas que no dependieran del color de su pasaporte. Y cómo, al tratar de adaptarnos y convertirnos en norteamericanos, evitábamos hablar en español excepto cuando maldecíamos, nos peleábamos —lo que ocurría más a menudo de lo que me hubiera gustado— o cuando llorábamos.
Como Chef parecía verdaderamente interesado en mi pasado, le hablé de mi primer trabajo limpiando ollas y sartenes en Río Mar, un antiguo restaurante español en la Pequeña Duodécima Oeste cuya cocina estaba permanentemente asediada por un ejército de cucarachas gigantes. Cómo todos los sábados a las dos de la mañana, después de que se vaciara el comedor y de preparar las mesas para el brunch, compraba una tarjeta telefónica en una tienda cercana y hablaba con mi madre desde un teléfono público, siempre en pasajes y callejones sin salida, para que cuando se me llenaran los ojos de lágrimas nadie pudiera verme.
Salí del apartamento de Chef a las cuatro de la mañana, después de acordar que iría a ver a un abogado de inmigración, un amigo que le había ayudado con su propio proceso de ciudadanía. Me sorprendió saber que Chef se había nacionalizado, teniendo en cuenta la frecuencia con la que buscaba ocasiones para comparar desfavorablemente a Estados Unidos con Francia.
Pensar en mi pasado, y volver a vivir esos momentos que rara vez revisitaba, me había dejado muy tenso. Cuando abrí la puerta del edificio y me sumergí en el silencio de la ciudad cubierta de nieve, decidí volver a casa caminando. Las calles estaban tan desiertas que por primera vez en mucho tiempo pude escuchar mis pensamientos. Con la nieve hasta las rodillas y un viento áspero y punzante, crucé Park Avenue, mirando la luz amarilla de un taxi que se había arriesgado a una última carrera y ahora se encontraba atascado en medio de la calzada. Solo había tormentas invernales extremas cada pocos años, pero esa noche, en mitad de aquella imagen apocalíptica, me di cuenta de que disfrutaba más de la ciudad cuando estaba paralizada.
Tardé tres horas en volver al Meatpacking District, donde vivía desde hacía años. Recordé cuando iba en bicicleta por las serpenteantes calles adoquinadas, cuando era un barrio de gente marginal cuya existencia estaba condenada a largas noches en callejones oscuros e inhóspitos, en muelles decadentes o en bares apestosos. La época en que los artistas ocupaban edificios abandonados y convertían las paredes en arte que años más tarde se expondría en el museo Whitney, en la que los chicos prófugos vendían su juventud, y los yonquis vendían lo que podían.
Cuando llegué a casa, la luz de la madrugada hacía que el cielo pareciera mármol de Carrara. La fachada de mi edificio volvía a estar cubierta de grafitis. Al empujar la pesada puerta de metal, el frío que me recorrió la espalda me hizo subir corriendo los cinco tramos de escaleras. Mi apartamento, con sus altos techos y enormes ventanas, producía la ilusión de estar en el exterior, y en noches como aquella, resultaba casi mágico. Me enorgullecía tener una vivienda de alquiler fijo porque era un derecho ganado, la prueba de que uno había resistido durante los tiempos difíciles, cuando nadie quería vivir en el barrio.
Me quité los calcetines mojados y me serví un vaso de agua. Una luz roja parpadeante al otro lado de la habitación indicaba que tenía un mensaje de Chus, la única persona que conocía que aún seguía usando teléfonos fijos y contestadores automáticos. Chus era mi tío, mi madre y mi padre. Mi madre, incapaz de mantenerme, me había mandado a vivir con él cuando cumplí ocho años. Chus llevaba en Nueva York desde 1967, tras huir de la España fascista cuando su nombre apareció en una lista de estudiantes que se estaban organizando contra Franco. Chus había cruzado los Pirineos hasta llegar a Francia, pasado un tiempo en una comuna de París con otros exiliados españoles, y desde allí se había dirigido a Nueva York. Había participado activamente en el movimiento por los derechos civiles y pertenecido al Partido Socialista de América. Creía en el amor libre, así que casi todas las mañanas de mi infancia compartí mis Frosted Flakes con un hombre distinto. Llevaba más de dos décadas viviendo en la misma vivienda destartalada de la Avenida C. La mayoría de nuestros vecinos, portorriqueños, dominicanos y colombianos, habían empezado a retirarse a Spanish Harlem, Sunset Park y Corona a mediados de los ochenta.
Él era uno de los pocos que quedaban. Miré la luz parpadeante, aquella suave voz atrapada, esperando a ser liberada. No quería oír ninguna otra frase que no fuera Te conseguiremos los papeles necesarios. Como ya me había reunido una vez con un abogado de inmigración, sabía que poco o nada podía hacerse para regularizar mi situación migratoria, pero aquella mañana, tumbado en la cama, con la nieve cayendo suavemente sobre las ventanas y difuminando las luces del otro lado de la calle, fingí creer lo contrario.
La ciudad dormía. El silencio habitual de la madrugada se prolongó en el Meatpacking District hasta el mediodía. Aunque era mi día libre, llamé al restaurante para asegurarme de que no necesitaran ayuda. Durante las ventiscas, algunos cocineros tenían el desparpajo de no presentarse a trabajar, mientras que los encargados de la limpieza y los friegaplatos, que eran el personal peor pagado de la cocina y vivían en lo más profundo de Brooklyn y Queens, iban al restaurante aunque tuvieran que caminar durante horas por carreteras secundarias, puentes y túneles.
Me pasé por Florent, mi sitio preferido para desayunar, un diner francés a punto de cerrar sus puertas tras veinte años de buena comida y escandalosa vida nocturna. El dueño, un francés y activista queer, era un gran fan de mis postres. Todos los años, para el Día de la Bastilla, le preparaba una enorme y elaborada tarta con la cara de María Antonieta, lo que me garantizaba comida gratis durante todo el año. Hacía tiempo que el restaurante había perdido su energía desenfrenada, y ahora los clientes habituales pasaban la mayor parte del tiempo cotilleando sobre subidas de alquiler, ofertas y contraofertas. El cierre de un lugar tan emblemático, un cierre que se rumoreaba se produciría a finales de año, era una señal más de que todos, tarde o temprano, acabaríamos siendo expulsados del barrio.
Pinché la yema del huevo y esperé a que el plato se tiñera de amarillo, preguntándome si Chef, que claramente había tenido suerte al tratar con la agencia de inmigración ya que era dueño de un restaurante de fama mundial, podría ayudarme. Hojeé las páginas de un Village Voice que alguien había dejado allí, repasando mentalmente nuestra conversación. La cuenta que se deslizó junto a mi plato me devolvió a la realidad. La miré sabiendo que el total sería cero, pero dejé una propina que doblaba el coste de mi desayuno, me despedí de la camarera con un beso y me adentré en el frío.
Al pisar la acera sin barrer y patear la nieve, repitiendo las palabras Te conseguiremos los papeles necesarios, experimenté una extraña felicidad, un recuerdo lejano de mis días de adolescente. Caminé por el Village hasta que sentí los bajos de mis pantalones empapados y cargados. A pesar de su reticencia a hablar de nuestra falta de papeles, decidí contarle a Chus mi conversación con Chef. Cerca de Washington Square el tráfico había vuelto casi a la normalidad. Paré un taxi y le di al conductor mi antigua dirección.
Hice sonar el timbre tres veces, una clave que había empleado durante años para avisar a Chus de que iba a subir. Aunque yo tenía las llaves del apartamento, él solía levantarse para entornar la puerta y poder volver a su lectura. Al subir las escaleras y verla cerrada, supe que algo no andaba bien. Chus rara vez salía por las mañanas, solo cuando se quedaba sin café Bustelo o alguno de los niños ricos que se habían mudado al edificio le robaba el New York Times del vestíbulo. Las dos clases semanales que impartía eran siempre por la tarde. Cerré la puerta y entré sigilosamente en el cuarto de estar. Nada parecía extraño, el suelo estaba cubierto de torres inclinadas de libros y números del New Republic, la cocina abierta estaba pulcramente fregada. Le llamé varias veces por su nombre y caminé por el pasillo haciendo ruido para avisarle de que me dirigía a su dormitorio. La puerta estaba abierta de par en par. Chus estaba tumbado en la cama profundamente dormido, con la mesita de noche llena de medicamentos. Le quité un libro abierto como un pájaro en vuelo que descansaba sobre su pecho, apagué la luz y volví al cuarto de estar.
Dos horas más tarde, Chus entró en la cocina en pijama. Yo estaba leyendo un artículo sobre Serena Williams, y en el fogón se cocinaba a fuego lento una sopa de lentejas con chorizo, su plato favorito de invierno.
—No hay nada como despertarse con este olor —dijo, y luego tosió varias veces como queriendo expresar que estaba enfermo.
—No sabía que estabas resfriado —le dije—. Habría venido antes.
Chus se acercó a mí, pero cuando se inclinó para besarme la frente, eché la cabeza hacia atrás.
—Espera, no quiero que me contagies el resfriado.
—Lo siento. Tienes razón, tienes razón.
Nos habíamos visto hacía un par de semanas, pero parecía haber envejecido de golpe, la piel de su cara ya no estaba tensa y su paso era inseguro, como si dudara en cargar todo el peso sobre sus pies. Por primera vez, aparentaba su edad, un hombre que ya había vivido sus mejores años.
—¿Cómo te encuentras?
—Oh, estoy bien —dijo con displicencia, como si fuera una tontería preguntarlo.
—¿Fuiste al doctor Boshnick? —pregunté, sabiendo la respuesta. Chus llevaba un estricto control de su nivel de células T desde que se había vuelto seropositivo, e iba al médico con frecuencia.
—Sí. No será este catarro el que me lleve al otro barrio —dijo.
Sabía que los resfriados le aterrorizaban. Temía que su sistema inmunitario no fuera lo bastante fuerte para combatirlos. Llevaba más de veinte años tomando antirretrovirales, mucho antes de que los abrasivos cócteles debilitantes fueran sustituidos por una pequeña píldora anunciada por unos atractivos latinos en ropa interior.
—Por cierto, Alexis me contactó para que le escribiera una carta de recomendación. Va a pedir plaza en el Brooklyn College.
—Nunca entenderé por qué siempre te pones del lado de mis examantes.
—No me pongo del lado de nadie, Deme. El muchacho solo está pidiendo plaza en la universidad, necesita un poco de ayuda. No es que se vaya a mudar a casa.
—El muchacho, como lo llamas tú, es un hombre adulto que aún vive con su madre. Y por si te habías olvidado, me puso los cuernos. Aunque como todos los gays de esta ciudad son infieles, supongo que está todo bien.
—Estuvisteis juntos casi dos años, Deme. Intentó ser monógamo.
—No lo intentó con mucho empeño.
—No todo el mundo quiere una relación monógama.
—Eso está claro. Tú, desde luego, no. Por eso estás solo.
El radiador siseó, aunque no lo bastante fuerte como para tapar el filo de mis palabras. Miré el plato, avergonzado.
—Lo siento. No era mi intención.
Comenzó a servir las lentejas.
—He dicho que lo siento.
—Ya te oí la primera vez.
—No lo decía en serio. Es que todavía estoy muy dolido. Un año entero sin sexo y luego me entero de que Alexis se había estado acostando con gente a diestro y siniestro.
—Lo sé, lo sé. Debería haber sido sincero al respecto.
—¿Me perdonas? Realmente no quería decir lo que dije.
—Disculpas aceptadas —respondió, aunque me di cuenta de que estaba herido.
Su capacidad de perdonar siempre me hizo sentir menos humano que él. Después de mi reacción exagerada, ya no era buen momento para mencionar mi conversación con Chef.
—¿Cómo va el trabajo? —dijo Chus.
Le gustaba que le hablara del restaurante. Al principio pensé que su exasperación de que no continuara con mis estudios tras el instituto sería permanente, pero no duró mucho. Mi dedicación a la repostería y las primeras reseñas en diversas publicaciones alabando mis postres —aunque vistas en retrospectiva resultaban prematuras y algo exageradas— le convencieron de que tal vez no estaba destinado a la vida académica que había imaginado para mí.
—Una locura, lo que supongo que es bueno. Sobre todo si eres el dueño del restaurante —dije con una sonrisa.
Con la risa de Chus, se abrió una pequeña ocasión. Pensé que tal vez no fuera demasiado tarde para sacar el tema de Chef. Tras un gran suspiro, eché los hombros hacia atrás para prepararme, pero cuando le pasé el pan y comprobé lo frágil que estaba, con aquellos ojos hundidos, decidí poner la radio. El tema de All Things Considered llenó la habitación. Chus movió sus largos dedos como si tocara una flauta invisible. Empezamos a comer.