¿Qué temible ‘femme fatale’ aparece como una santa en el Vaticano?
El reto
El reto de ayer: ¿En qué otra profesión triunfó también el actor James Stewart?
Y mañana: ¿Donde se escribió la novela que dio origen a “Master and commander”?
No podía existir Eva más maléfica y lujuriosa. Decían de ella que envenenaba a quienes la contrariaban, que sus orgías eran sonadas y que incluso cometió incesto con su propio padre. Su mente perversa y cruel no podía dejar de conspirar, mientras su cuerpo seductor se envolvía entre sábanas de seda y lucía las joyas más radiantes. Una sirena cuyo canto solo llevaba a la perdición. Es decir, el prototipo de la femme fatale, que inspiró a autores como Víctor Hugo o Gaetano Donizetti, que le dedicaron más de tres siglos después de su muerte una tragedia y una ópera respectivamente. Su fama perduraba y todavía se mantiene, muy a su pesar.
Pero ellos no fueron los únicos atraídos por su magnetismo. Pintores contemporáneos a ella inmortalizaron su belleza en algunos cuadros. Cuando era una adolescente, Bernardino di Betto di Biagio, más conocido como Pinturicchio, la retrató en un fresco para decorar ni más ni menos que una de las salas del Vaticano. Dedicado a santa Catalina de Alejandría, fue ejecutado entre 1492 y 1494. Su belleza angelical de largos cabellos dorados inspiró al artista para representar a la joven mártir, que aparece vestida con ropajes propios de la realeza y luciendo refinadas joyas. Este debía ser en realidad el aspecto renacentista que solía mostrar la mujer que nos ocupa, y no tanto la desgraciada joven egipcia del siglo IV.
Un encargo del Papa
El retrato se encuentra en la luneta central de la Sala de los Santos del Vaticano. Ella aparece en el centro, enumerando con los dedos los diferentes argumentos que santa Catalina dio al emperador Maximino Daia para no apostatar de su fe cristiana. Era tal su elocuencia, que la joven alejandrina incluso convenció con sus argumentos a 50 de los sabios más relevantes del imperio Romano para que abrazaran el cristianismo. La inteligencia de la santa nada tenía que invidiar a la de la femme fatale que le cedió su aspecto en el Vaticano.
Según parece, fue el mismísimo Papa quien pidió al artista que así fuese. Quería que en sus nuevas estancias personales que había mandado construir, quedase inmortalizada como santa Catalina, de quien era especialmente devoto, el retrato ni más ni menos que de su hija. Y con eso está casi todo dicho. El Papa solo podía ser Alejandro VI, el segundo Borgia en calzar las sandalias del pescador, y ella, su querida hija Lucrecia. Aunque, no nos engañemos, la historia hace ya unos años que está reparando su imagen. Y ésta no es la de una mujer despiadada y promiscua, sino el de una ficha más en manos de su progenitor y hermano César para lograr sus propósitos de poder y riquezas.
Incluso el Nobel Dario Fo quiso rehabilitar su figura en la novela Lucrecia Borgia. La hija del Papa, donde la retrata como una mujer excepcional, bella y culta. Llegó a llevar las riendas del Vaticano por orden de su padre, quien jugó con sus matrimonios según las alianzas que le convenía sellar. Y fue cuando provocó el divorcio de su hija con su primer esposo, Giovanni Sforza, para casarla con Alfonso de Aragón, cuando empezó a fraguarse la leyenda negra. Para quitarse el Sforza del medio, el Papa le tildó de impotente y el ofendido contraatacó acusándole de incesto con su propia hija.
La bella Lucrecia sufrió la muerte de su segundo esposo, seguramente a manos de su hermano, y un tercer matrimonio de compromiso con Alfonso d’Este, duque de Ferrera, ciudad en la que se instaló y donde pudo vivir más alejada del férreo control papal y ganándose la estima de sus súbditos. Murió de parto a los 39 años. El pueblo lloró su pérdida, pero la historia le deparaba un destino casi tan cruel como el que sufrió Catalina de Alejandría. Lucrecia no era una santa ni perdió la cabeza, pero sí su honra a cargo de una sociedad patriarcal que todavía no ha restituido del todo su memoria.