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La mejor tienda

Un artículo de Josep Maria Espinàs contaba que cuando cerraba una tienda en su barrio, pasado un tiempo le resultaba muy difícil recordar qué tipo de negocio había antes. Hace un año, un comerciante de mi barrio me contó, en un tono trascendente y alarmado, que la crisis de locales comerciales era terrible y que la si­tuación era tan mala que “hay locales que no ­volverán a abrir nunca más”. Los que somos catastrofistas tenemos un problema si nos tropezamos con alguien más catastrofista que nosotros. Quizás por eso, pensé que no había para tanto. Pero mi vecino tenía razón. Si trazo una circunferencia situando el centro en mi casa con un diámetro de setenta metros, contabi­lizo hasta ocho (8) locales con la persiana ba­jada y un cartel de “En alquiler” o “Disponible” y otro que, con más aspiraciones, está direc­tamente “En venta”. Y, como pronosticaba Espinàs, ya no me acuerdo de qué había antes en la mitad de tiendas, sólo el colmado de los gemelos pakistaníes, que desaparecieron sin ­dejar rastro, la oficina de un banco que ahora sirve de superficie para grafiteros compulsivos y la droguería-perfumería en la que compraba el desodorante y el suavizante. El resto me hacen especular retrospectivamente sobre pequeñas tiendas de ropa, siempre vacías, con encargadas melancólicas que salían a fumar o que se pasaban las horas mirando la pantalla del móvil, o espacios minúsculos, a medio camino entre el bazar y el mercadillo.

Y no estoy hablando de un barrio amenazado por tragedias urbanísticas ni de un polígono de narcopisos sino de una zona acomodada de eso que, con discutible ironía, alguien bau­tizó como Upper Diagonal. Que uno de los locales que ha cerrado sea una asesoría inmo­biliaria confirma que el vaticinio de crisis irrecuperable está justificado y que la euforia institucional de aquella nefasta campaña –“Barcelona: la mejor tienda del mundo”– era una broma macabra, puro cinismo al servicio de una realidad que, con respecto al comercio y a la vivienda, no ha hecho más que empeorar. En el caso de la droguería-perfumería, los propietarios tuvieron la buena idea de prevenir a sus clientes y, dos meses antes de cerrar, pusieron un cartel en el escaparate en el que explicaban que se jubilaban. Me pareció un detalle interesante, un modo de desmarcarse de las causas de muerte poco naturales de otros ­comercios. Aunque también entiendo a los comerciantes que cierran de manera casi clandestina, de un día para otro, como si se avergonzaran de haber fracasado o no haber sabido conectar con la clientela potencial del barrio. Tampoco sé si los letreros de “Gran liqui­dación” o de “Últimos días” que decoran dos tiendas de ropa son el diagnóstico de una agonía inminente. Y si, más allá de los locales, amplío el perímetro hasta los ciento cincuenta metros, contabilizo hasta seis personas que llevan meses durmiendo en la calle. Y después todavía hay políticos y expertos que se empeñan en intentar convencernos de que la economía ha mejorado.