Amas de casa

Opinión

Deberíamos dedicarles un monumento a las amas de casa por haber preservado el recetario tradicional a lo largo de los siglos. Eran otros tiempos, aunque los tiempos no están cambiando con la rapidez deseada por algunos rapsodas y, curiosamente, hay una regresión en la sociedad liderada por los nostálgicos de los años duros del heteropatriarcado. Curiosamente, la cocina en ámbito privado está en crisis por falta de tiempo de unas mujeres cada vez más incorporadas al mercado laboral y ahora, a los hombres ya no les sirve de nada escudarse en el “yo ayudo”.

Se come peor en casa hoy que en nuestras infancias regentadas por unas madres o abuelas destinadas a ejercer un rol muy mal remunerado. Y si en aquellos años, los benefactores de la sociedad heteropatriarcal no valorábamos su esfuerzo cada vez que nos sentábamos a la mesa, sería injusto no hacerlo ahora, cuando nuestras mentes tienen la posibilidad de viajar al pasado a la búsqueda de los sabores perdidos gracias a ellas. ¿Nostalgia? Sin duda.

Mi familia siempre fue una rareza. Quiero decir, que fueron los hombres, con mi padre y mis tíos al frente, los que ejercieron el magisterio en la cocina, aunque limpiar, ya era cosa de las mujeres de la familia. Otra cosa fue la generación que les precedió. Mi abuela Rosa se dejó la vista y la punta del dedo índice en la máquina de coser para ganarse un misero sueldo para sumar unas pesetas al paupérrimo sueldo familiar, pero a mi abuelo Evaristo nunca le faltó un plato de sopa caliente en la mesa o un plato de lentejas estofadas, las mejores, cuando volvía de trabajar como cobrador de seguros de entierro.

Y a mi abuela materna Josefina, mi padre la llamaba la reina de las salsitas por su mano, magnífica, a la hora de preparar recetas como un fricandó o un rape con alcachofas con pan del día al alcance de la mano. Salsa y miga es el mejor matrimonio posible. Mi abuela Josefina trabajaba en casa y pocas veces tuvo, como remuneración, un aplauso a su dedicación y su buen hacer culinario extraído de un recetario heredado que lucía como una casa que olía a flores. Con una sonrisa, cuando los miembros de la manada probaban sus platos, tenía suficiente y no siempre la recibió porque, en aquella España del siglo XX, se daban por supuesto ciertas cosas injustificables.

Una mujer mayor amasando

Una mujer mayor amasando

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Siempre se dice que hay más chef hombres que mujeres y no es por genética. El problema es simple: la conciliación familiar aún no ha alcanzado la paridad necesaria para que la sociedad revierta la anomalía. Lo que sí es un hecho es que, a la par que las mujeres van incorporándose al mercado laboral, las familias comen peor y el recetario que mantenían vivo nuestras madres o abuelas se está deshaciendo en beneficio de una cocina de ebullición rápida, deglución mecánica y rápido olvido.

La cocina tradicional está en crisis en nuestras ciudades cosmopolitas, pero, sobre todo, en nuestras casas atontadas de globalidad. Y la razón es la falta de tiempo y la imaginación necesita horas y dedicación para ser tan sublime como lo fue la cocina cotidiana de nuestras madres o abuelas. Por ende, deberíamos convencernos de que comer bien en casa debería ser como la conciliación familiar: un asunto de mujeres y, por supuesto, de hombres convencidos de que sin una mesa bien parada y la cocina del chup chup hermanando experiencias y vidas, las familias pierden memoria y se desestructuran a una velocidad terminal.

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Cuando estudiaba bachillerato, iba a un bar llamado La Chata en el que había colgada una baldosa estampada con un lema: “la mujer y la sartén, en la cocina están bien.” Un pareado estúpido, para tiempos heteropatriarcales y ciegos. Si no hubiera sido por las amas de casa, no tendríamos memoria gastronómica. Ahora, la pelota está en nuestro tejado y el ser o no ser de la cocina está en las manos de los hombres y de las mujeres.

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