Entender la tierra

Opinión

Entender la tierra

Un bote de cristal, unas alpargatas antiguas que dejaron en la cuadra quienes vivieron aquí antes que yo, y poco más. Cada tarde, antes de regar el huerto y llamar a casa —qué curioso: sigo llamando así, con un posesivo por delante, al hogar de mis padres, donde dejé de vivir hace casi diez años—, bajo y recorro todas las zarzas a modo de lindes que pueblan la aldea en la que habito. Me pongo como límite el recipiente que llevo para guardarlas. Una vez lleno no puedo coger más. Por el camino resto algunas que piden los perros y las yeguas, y otras que picaré yo sin remedio. Dejo algunas para el desayuno de la mañana siguiente; las otras van al congelador, para acompañar algún bizcocho y batidos en invierno. 

Me gusta mucho este rato que saco cada día simplemente para recolectar. Hoy son las moras, pronto vendrán las manzanas y los higos, más tarde será el turno de las nueces y castañas. Todo tiene su tiempo, por más que algunos se empeñen en acelerar y sacar de su estación las cosas. Como las ideas, hay que esperar a que sea el momento adecuado para escribirlas, me digo mientras voy eligiendo los frutos. Al principio solía recoger las moras mientras escuchaba algún audio de una amiga, pero descubrí el placer de ir de una en una, en silencio, aprovechando esos instantes que regalan los pájaros que anidan y se alimentan de ellas hasta que descubren a la visitante, avisan a los demás y arrancan el vuelo. 

A veces me vienen situaciones y conversaciones que he vivido, en las que meses después me reprendo por no haber estado rápida en la respuesta o simplemente no haber encontrado las palabras para rebatir cierta afirmación o argumento. ¿Quién no se ha castigado tiempo después por quedarse en blanco o no transmitir lo que ciertamente sentía o pensaba? Quizás, cuando estoy eligiendo las moras, mi inconsciente las transforma en todo aquello que no fui capaz de decir. Una de esas tantas ocasiones, por ejemplo, un cocinero estrella me decía —con cierto tono irónico— que mira tú, que al final he metido cabeza en esto de la comida y la gastronomía, y encima escribo. Sí: como era de esperar, sonreí y no contesté. Tuvo que llegar el tiempo de las moras para recordar esa maravillosa afirmación de Wendell Berry: “eating is an agricultural act”. Las zarzas respondían por mí. 

Blackberry

'Blackberry'

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Qué manía tenemos de encorsetar a los demás y no dejar que nazcan afluentes y simbiosis. Pasa lo mismo con la cocina, algunos se empeñan en no sacarla de las cuatro paredes inmaculadas que se reflejan en utensilios de acero inoxidable de un restaurante, en esos platos carísimos y esos paladares exquisitos que solo tienen algunos privilegiados. ¿No debería ser cocinar, en cierto modo, entender la tierra? La cocina y todo lo que implica, para mí, tiene mucho que ver con estas zarzas silvestres que guardan el prado y me regalan el fruto. Como las sebes, esos setos como lindes, entrelazados por manos y saberes que constituyen un enclave de vidas que se anudan, un refugio para pájaros, insectos y pequeños mamíferos. Las sebes se pueden hacer con zarzas, cerezos, castaños, rosales silvestres, endrinos, saúcos, entre otros arbustos y árboles. Protegen, dan vida, cuidan y alimentan. Así se representa para mí a la persona que cocina; así podría ser, alguien que conserva, que mira más allá del plato. Un punto de encuentro entre aquellas personas que trabajan la tierra y hacen posible cada día lo que comemos, con aquellas que se disponen a disfrutar de lo que acaban de servir en la mesa. 

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Con la comida también contamos historias, nos conocemos, entendemos y llegamos al otro. Quizás necesitamos esa forma de estar en el mundo, en uno en el que necesitamos mirarnos, alimentarnos y contarnos de otras maneras. Entendiendo la tierra, la persona que cocina no solo alimenta, tiende la mano. Se convierte en custodia de la biodiversidad y guardadora de saberes y semillas para dar vida a otras realidades. Porque hambre y ganas tenemos de ellas.

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