Mis amores veraniegos

Opinión

Mis amores veraniegos

Para mí, el verano tiene la corteza y la pulpa de la sandía. Mi historia de amor con esta fruta tiene su origen en los veranos de mi niñez, cuando la sandía la comíamos en su temporada correspondiente y la espera a lo largo de los meses la convertía en un deseo. La globalización, la posibilidad de comprar sandía en cualquier estación del año, ha roto la magia de un fruto que emergía en primavera y desaparecía tan pronto el verano apagaba la luz para dejar paso a la hojarasca del otoño.

Las mejores sandías las comí en Grecia. Eran del tipo Klondike, grandes y alargadas como un balón de rugby ciclópeo, como si estuvieran diseñadas para que los dioses del Olimpo jugaran con ellas. No hay nada más satisfactorio que dar un mordisco a la pulpa de una sandía cuando aprieta el calor. Eso es el verano, una experiencia que traté de inculcar a mis hijos, pero, por circunstancias, al primero no le gusta demasiado la fruta y el segundo no llegó a tiempo para disfrutarla, aunque fuera uno de sus grandes deseos.

El paso del tiempo y las nuevas técnicas han convertido la sandía en un fruto para perezosos. Con la aparición de las sandías apirena, estériles y sin semillas, el mordisco es limpio. Esta sandía nacida de semillas triploides no es una fruta transgénica, sino el resultado de una hibridación, un concepto que los de ciencias sabrán explicar con más precisión que yo. Los más ortodoxos aseveran que sin pepitas, la sandía es un despropósito y las siguen comprando como marca su nostalgia. Yo también tengo cierta tendencia a la morriña, pero me molestan las pepitas.

Sandía, una de las frutas estrella del verano

Sandía, una de las frutas estrella del verano

Getty Images/iStockphoto

Para mucha gente, el gazpacho simboliza el verano. En cuanto a sopas frías, prefiero el ajoblanco, con el sabor sugestivo de la almendra, el pan, el ajo y el vinagre, cuatro ingredientes que parecen concebidos para ir a su bola pero que, por arte de la cocina popular, casan como los matrimonios destinados a celebrar las Bodas de Hueso. Un ajoblanco parece fácil de preparar, un buen ajoblanco no. Y lo mismo sucede con el gazpacho, cuya demanda ha inundado el mercado de marcas que lo preparan con la promesa de acercarse al pecado original. Generalmente, se quedan en el pecado, porque son incomestibles.

Para un exalcohólico, el verano es el periodo más difícil. Tener sed, el calor y una cerveza fría y bien tirada en la mesa de al lado pueden maridar en una trampa mortal. Pero hay que resistir y, sobre todo, siempre ir con la sed saciada de agua cuando tu mirada vagabundea por otras mesas. Solemos hermanar una carne a la brasa o un arroz negro, dos de los platos veraniegos por excelencia, con un vino fresco, pero la erradicación del alcohol de mi día a día me ha hecho encontrar sabores inimaginables en platos sencillos preparados con una buena materia prima. Sabores secundarios tan importantes como los primarios y que dan al plato la picardía que lo convierte en únicos.

Un plato que genera tantas pasiones como deserciones son las sardinas a la brasa. Por las espinas y por su fuerte olor, hay gente que las detesta. Yo las venero, porque enaltecen los veranos como las buenas ensaladas bañadas en aceite de arbequina. Sardinas en cuyos lomos está impregnado el sabor del carbón, y cuyas carnes te obligan a convertirte en un experto forense. El sádico refinamiento y la cocina están destinados a convivir.

Cuando corto una sandía por la mitad es como una luna llena teñida por los sabores que forman parte de la luz de mis veranos. Y me he dejado una de mis debilidades: los spaguetti alla cozze que comí en el puerto de Sorrento. De todo hace cuarenta años, pero como dice la canción, volveré al Golfo de Nápoles.

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