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Pepe Rodríguez: “Ese pulso que tenemos los que hemos limpiado la barra no lo tienen todos”

De carne y hueso

El restaurante El Bohío, del televisivo chef, encabeza este 2020 el ránking de El Tenedor

El chef Pepe Rodríguez

El Bohío

El chef de El Bohío (Illescas, Toledo) explica cómo sobrelleva el éxito televisivo sin dejar de estar al frente de su restaurante, que ha pasado a encabezar la lista de los favoritos de El Tenedor. Pepe Rodríguez Rey reflexiona sobre el pasado y el futuro de su profesión, sobre los tiempos del derroche en las comidas de empresa que precedieron a la crisis de la que a él le salvó Master Chef y sobre la problemática de los aprendices, a los que asegura que es incapaz de cerrar las puertas de su cocina a pesar de que ese empeño le haya acarreado más de una multa.

- Sus colegas de la alta cocina dicen que es usted muy buen cocinero, pero aún mejor persona.

Tengo la voluntad de ser buena persona porque me lo han inculcado toda la vida en casa; era un valor que mi madre tenía muy arraigado y que para nosotros estaba por encima de todo los demás. Sí, me interesa ser mejor persona que cocinero.

- Pero el éxito puede echar a perder las buenas intenciones.

No lo creo, aunque por desgracia hay muchos pisotones y codazos para posicionarse y llegar arriba. Yo nunca he tenido ansia de ser, tener o poseer. Sí de mejorar cada día un poco en mi oficio, pero me considero un ambicioso muy comedido.

“Yo nunca he tenido ansia de ser, tener o poseer. Sí de mejorar cada día un poco en mi oficio, pero me considero un ambicioso muy comedido”

- ¿La ética es un valor a la baja en la gastronomía, aunque casi todos los restaurantes abanderen proyectos sociales?

Las sociedades son cambiantes pero creo que en general sigue habiendo buena gente, a pesar de que a veces en la gastronomía algunos se disfracen con mucha pose o se escondan detrás de un eslogan muy grande. Yo me quedo con ejemplos como los hermanos de El Celler de Can Roca, gente tranquila, cercanos, generosos, que vienen de un bar de carretera como yo, y han llegado a lo más alto sin dejar de ser ellos mismos. Me gustaría parecerme a personas así, y nunca a ese cocinero que te mira por encima del hombro por haber recalentado una sopa de ajo. Hay chavales jóvenes que son impetuosos y quieren triunfar en la cocina, y me parece bien si detrás de esa ambición hay un buen trasfondo. Porque creo en la buena gente con valores y en mi carrera y en mi vida, por suerte, me he topado con más personas buenas que malas.

- ¿La sostenibilidad sería uno de esos eslóganes tras los que se esconden los chefs?

Hay que adornar el restaurante con los valores de la sostenibilidad aunque casi nadie los cumplamos. En la mayoría de sectores hablamos de sostenibilidad, de lo bio, de lo eco, del planeta. Yo hago un trabajo de asesoramiento y cuando vamos a una gran empresa suelen transmitirnos sus preocupaciones por el medio ambiente y nos piden que les ayudemos a conseguir productos de proximidad ecológicos para dar de comer al personal. Pero luego pretenden que en vez de 4 les cueste 3.50 por persona y yo me pregunto dónde está la ética, porque el eslogan de esa empresa será estupendo, pero la realidad es otra. Venden que dar de comer de manera saludable hace que el trabajador se sienta mejor, pero luego aprietan para reducir un euro por comensal. ¿Por qué no gastas un euro más? Qué pereza me da esa tacañería.

“En mi carrera y en mi vida, por suerte, me he topado con más personas buenas que malas”

- Usted empezó a hacer una labor social desde muy joven.

Estaba en un momento de mi vida en el que sabía que tenía que hacer cosas por los demás. Tenía 20 años y en casi toda España había mucha adicción a las drogas y poca información: la heroína en este país hacía estragos entre los abandonados y perdidos; luego apareció la cocaína, que ya era para gente con más nivel. Sentía la necesidad de ayudar un poco, quizá por mi manera de ser o porque lo había vivido en casa. Recuerdo haber visto siempre a personas venir a El Bohío a pedir, y nunca vi a nadie marcharse con las manos vacías. Supongo que eso te queda.

-¿Cómo entró en contacto con ese mundo de las drogodependecias?

En mi pueblo había un profesor que había dejado la docencia y cuando yo estaba tomando copas con mis amigos en el pub lo veíamos con esos chavales a los que trataba de reinsertar. Yo pensaba: “Qué fuerte, este tío que se junta con la gente despreciada y abandonada a la que no quiere nadie”. Un día me crucé con él y no pude contenerme: le pregunté si necesitaba algo y me dijo que al día siguiente me esperaba en su casa. A partir de entonces estuvimos un montón de años llevando a adictos a centros; montamos una asociación, colaboramos con las familias y con psicólogos. Le dedicamos nuestro tiempo a esa causa y fue una etapa preciosa.

“Recuerdo haber visto siempre a personas venir a El Bohío a pedir, y nunca vi a nadie marcharse con las manos vacías”

- Podría haberse encaminado profesionalmente a esa labor pero decidió darle un giro al negocio de la familia.

El Bohío abrió en 1934, luego cerró y volvió a abrir en 1971. Han pasado casi 50 años, de los que yo he pasado 30 en la cocina. Cuando mi hermano y yo tomamos el relevo queríamos hacer la cocina que veíamos en las grandes revistas como Restauradores o Club de Gourmets. Yo me sabía la historia de todos los grandes cocineros, y cuando caí en Vitoria, donde se hizo el primer congreso, aquello me abrumó y quedé atrapado. El Bohío era un mesón dónde hacíamos una cocina popular muy básica y transformarlo nos costó sudor y lágrimas.

- Se convirtieron en uno de esos restaurantes, como lo sería Coque en su día, adonde mucha gente iba para comidas de negocios.

Sí, el relevo fue difícil económicamente porque la gente venía para comer un tipo de cocina y mi hermano y yo empezábamos a ofrecerle otra distinta, de modo que ibas perdiendo a la clientela de siempre y poco a poco ganando otra diferente. Pero hasta que lo consigues, hasta que te das a conocer, has de pasar por unas montañas rusas. Llegó un momento en que nuestro público eran comensales a los que les daba un poco igual la cocina, pero sabían que en El Bohío se estaba bien y venían a gastar compulsivamente. Sin saber si el vino era bueno o malo, te pedían el de 86 euros “porque seguro que será mejor que el de 52”. Eso fue así hasta que cayó el país con la crisis del 2007.

“El Bohío abrió en 1934, luego cerró y volvió a abrir en 1971. Han pasado casi 50 años, de los que yo he pasado 30 en la cocina”

- ¿Era una clientela sin sensibilidad?

La gran mayoría tenían muy poca, pero se gastaban 600.000 pesetas en champán porque tenían mucho dinero. Recuerdo que un amigo que venía a comer todos los días de la semana y siempre pedía lo mismo, se compró un BMW de esos de 160.000 euros. Cuando llegó la crisis a él le dio de lleno y se hundió. Al cabo de unos años lo recuperamos como cliente y me confesaba que cuando tuvo que cambiar las ruedas de aquel coche, optó directamente por cambiarse el coche entero sin importarle el gasto. Entraba mucha gente que llevaba ese tren de vida pero que eran poco sensibles a la cocina. Sabían que se comía bien y que te atendían mejor que en el de al lado, pero no tenían inquietud y no querían saber o aprender.

- ¿Una clientela de negocios, eminentemente masculina?

La gran mayoría, el 95% eran hombres, y las mujeres que venían eran las que acompañaban.

- ¿Cuando la crisis se llevó por delante los excesos y aquellas comidas de empresa, la clientela empezó a ser más gourmet?

Sí pero antes fueron tiempos muy complicados porque el azote había sido tremendo. Creíamos que casi todo valía y nadie pensaba que el país se iba a desmoronar, o al menos ni mi hermano ni yo éramos tan inteligentes como para verlo venir. Pero pasó. Entonces empezabas a preguntarte qué come la gente, qué quiere, qué público necesita tu restaurante. No sabíamos por dónde cogerlo porque vivíamos en una riada y nos dejamos llevar por ella.

“Llegó un momento en que nuestro público eran comensales a los que les daba un poco igual la cocina, pero sabían que en El Bohío se estaba bien y venían a gastar compulsivamente”

- El Bohío está muy cerca de Seseña, epicentro de la burbuja inmobiliaria en los años más duros de la crisis. ¿Cómo vivió la proximidad a ese lugar fantasma que representaba el pelotazo del tocho?

A mí me sirvió mucho ser testigo de aquello. Vivía en una urbanización de chalets de aquí cerca, y recuerdo el escenario fantasmagórico en el que no había gente, ni camiones, ni coches. Era desolador. Nosotros vivimos al calor de esa burbuja; teníamos un sueldecito, no era nada gigantesco, pero no fuimos previsores y no pensamos en hacer lo mismo con menos dinero, hasta que vimos que nos íbamos hundiendo y que no había salida. A partir de entonces cada euro que nos gastábamos lo mirábamos con un cuidado extremo. Nunca he hecho derroches, pero aquella situación que vivimos me cambió y aprendí a ser previsor. Los negocios hay que mirarlos con lupa y avanzar con pies de plomo.

- ¿Hubo amigos que se hundieron?

Muchos amigos, clientes, colegas y conocidos. Aquella debacle me enseñó a conocer el valor de las cosas y a darme cuenta de que el mundo en el que había vivido era irreal y ficticio. Ahora soy cauto y tranquilo.

- ¿En la gastronomía también se tiró la casa por la ventana?

Ahora la gran mayoría somos prudentes, pero es cierto que se han hecho las cosas sin pensar. Seguramente si cada vez que se montase un restaurante tuviésemos que hacer un estudio de mercado para ver si elegíamos el lugar y el momento perfecto, muchos no hubiéramos cumplido nuestro sueño. Pero también hay un ánimo de probar “a ver si puedo”, arriesgando demasiado. Recuerdo que cuando empezaba la crisis Rodrigo de la Calle abrió cerca de aquí un sitio donde te podías gastar 60 o 70 euros cuando la gente como máximo estaba dispuesta a gastarse 40.

“Seguramente si cada vez que se montase un restaurante tuviésemos que hacer un estudio de mercado para ver si elegíamos el lugar y el momento perfecto, muchos no hubiéramos cumplido nuestro sueño”

- Él afirmaba hace unos días que usted no es hoy mejor cocinero que en 2007, cuando los dos estaban pasándolo fatal, pero a usted le salvó la tele.

Es así. A él le pilló de lleno y para mí la tele fue una tabla de salvación. Sin ella no sé dónde estaría hoy: tal vez habría cerrado o el restaurante sería de unos chinos. Lo que sé es que estaba desesperado y me sirvió para reflotar, para darnos aire. Fue suerte. Y te das cuenta de que al final en este negocio has de ser un buen cocinero, un buen gestor y tener un poco de suerte.

- Dicen que es usted un animal televisivo.

Este es otro tema. Hay quien dice eso, pero yo de crío era el más tímido de la familia y me escondía debajo de la mesa.

- ¿Las tablas y la naturalidad las adquirió en la barra del bar?

Sí. Me he criado en la barra de un bar, hacía los deberes allí y aprendía cosas que hoy en día los niños de esa edad no aprenden. Mil historias. Pero yo era tímido y muy pasota, y en realidad lo mediático nunca me ha interesado en absoluto.

- Quizá por eso ha llegado tan lejos.

No lo sé. Alguien me llamó para hacer una prueba, yo lo intenté y luego no entendía lo que había hecho y sólo pensaba en lo a gusto que se estaba en casa, en mi cocina, y que aquello no me interesaba lo más mínimo. Pero aquí estoy: nunca he sido ambicioso y he hecho todo lo que he hecho sabiendo que no dependía de mí. Me puse en el camino, y alguien decidió adónde iba. Pero tienes que estar ahí cuando llega el tren, porque no es que yo fuera más listo, sino que aquella oportunidad era para mí. Creo en la providencia: haz, disfruta, sé buena gente, intenta hacerlo bien, y luego lo que sea sonará.

“Me he criado en la barra de un bar, hacía los deberes allí y aprendía cosas que hoy en día los niños de esa edad no aprenden. Mil historias. Pero yo era tímido y muy pasota, y en realidad lo mediático nunca me ha interesado en absoluto”

- ¿Lo que la gente busca, ya sea en la tele o en el restaurante, es esa autenticidad?

Creo que sí y siempre he intentado ser yo mismo y no aparentar, porque no tengo ninguna necesidad de esconderme detrás de algo que no soy. Me parece que lo que se busca es el contacto de tú a tú y, por lo menos a mí, me interesa la persona que tiene corazón. Pero es cierto que a veces hay gente muy buena que se va quedando en el camino, y otros muy malos suben, pero es que ahí entra la suerte. Ya lo decía mi abuela: “Suerte de Dios; el saber de nada te vale”.

- Su padre quería ser torero en unos tiempos en que los toreros eran ídolos sociales como ahora lo son los cocineros. Pero no lo logró.

Porque es un oficio muy difícil y no sería su momento o no valdría. Pero ser torero en los años 50 o 60 era abrirte al mundo; lo máximo, la aspiración de cualquiera. Eran los tiempos de aquel tópico: “Le voy a comprar un cortijo a mi madre”, porque salían de la pobreza más absoluta y se comían al toro para triunfar. Mi padre no era ambicioso en ese sentido y nunca pasó necesidad porque tenía una panadería en Madrid, pero los toros eran su chaladura y se escapaba de casa para ir a torear.

-¿Los hijos sufrieron su frustración por no conseguirlo?

No, porque se hizo fotógrafo gracias a la ayuda de un gran fotógrafo taurino de la época, Cuevas, y disfrutó de otra manera de los toros. Mi padre consiguió ser un buen fotógrafo e hizo una de las fotos más importantes que se han hecho en la historia de los toros, en la que aparecía Domingo Ortega dando un trincherazo, de paisano, en la plaza de Las Ventas. Mis hermanos y yo tenemos miles de fotos buenísimas que un día deberíamos ordenar.

“Siempre he intentado ser yo mismo y no aparentar, porque no tengo ninguna necesidad de esconderme detrás de algo que no soy”

- ¿A usted le atraía aquel mundo?

No, no podía ni verlo. Lo he vivido toda la vida, porque cuando había fiestas y venían los toreos se vestían en El Bohío, en mi habitación. Todos eran amigos de mi padre y venían al mesón de Diego. Los he tratado, y en cuanto a su relación con la cocina tengo dos opiniones opuestas: por un lado, han sido muy precarios, muy justitos. No se me olvidará la imagen de mi padre pidiendo una mesa para los toreros, que siempre eran 10 o 15 y mi hermano y yo les servíamos. Utilizaban expresiones taurinas, como “Esto es barrera”, para referirse a que era muy caro, y algunos se iban sin pagar. La otra versión, maravillosa, es el recuerdo de cuando tenía 18 años, me acababa de sacar el carnet de conducir y fuimos a ver a El Viti a Salamanca y nos llevó a Chez Víctor, un restaurante mítico que tuvo una estrella. Escuchar hablar de gastronomía a aquel torero que podría haber dicho “Me llevo a Diego y a su hijo a comer un lechazo”, y que en vez de eso nos llevó a un sitio tan elegante, a mí que venía de un mesón me impresionó.

- Pertenece a una generación de cocineros que eligió el oficio cuando aún no tenía el prestigio social que ustedes le aportaron. ¿Es más fácil que les suban los humos a los cocineros más jóvenes, que ya han crecido con otra imagen de la profesión?

No sé si los jovenzuelos pueden ser un poco más subidos de tono de lo que hemos sido nosotros, pero no debería ser así porque han aprendido con gente normal. Si alguien ha estado trabajando conmigo, me habrá visto coger la bayeta y recoger la cocina o barrer el suelo. Vengo de limpiar la barra del bar de mi casa, de pasar penurias, de currar, de fregar y de limpiar. Ser estrella de lo mediático me ha pillado ya mayor y los jóvenes verán ese ejemplo.

- ¿No está claro que vaya a durar muchos años la magnificación de su oficio?

No lo tengo claro.

“Si alguien ha estado trabajando conmigo, me habrá visto coger la bayeta y recoger la cocina o barrer el suelo. Ser estrella de lo mediático me ha pillado ya mayor y los jóvenes verán ese ejemplo”

- También fueron ídolos los arquitectos y después los diseñadores. ¿Cree que la profesión que idolatramos da alguna pista de la sociedad en la que vivimos?

Bueno, no está mal idolatrar a un cocinero.

- ¿Es un reflejo de que nos preocupamos más que nunca de lo que comemos?

Mucho más, aunque con contradicciones, porque cuanto más se habla de gastronomía, peor se come en las casas y a la vez hay más gente que se quiere cuidar y ve la cocina como algo sano y saludable. Todo parece un contrasentido pero ahí hay una revolución. Estamos en lo alto, en el momento efervescente en el que los cocineros todavía somos importantes y nos valoran las grandes empresas o los bancos, porque les aportamos un plus. Son cosas que me superan, porque sigo pensando en mi humilde momento de cocina, pero ellos ven un valor. ¿Y por qué no? Hace 25 años los ídolos eran los futbolistas, que siguen siéndolo, pero hay que buscar nuevas figuras, y es cierto que un buen cocinero aporta un gran valor al lugar en el que está. Hay mucha gente que se desplaza a este pueblo y compra por aquí cualquier cosa, duerme, se fija en el paisaje, cena en otra casa de la zona. Y todo para acercarse al restaurante exitoso. Somos generadores de muchas historias.

“Hace 25 años los ídolos eran los futbolistas, que siguen siéndolo, pero hay que buscar nuevas figuras, y es cierto que un buen cocinero aporta un gran valor al lugar en el que está”

- ¿Vivir en su pueblo le mantiene con los pies en el suelo mucho más que si se hubiera ido a Madrid, siendo una estrella de la tele?

En el pueblo tienes otros tempos. Yo vivo una locura, pero creo que es más llevadera desde Illescas, porque la tengo más controlada y la manejo con más tranquilidad. En cualquier caso, no creo que de haber estado en Madrid el éxito se me hubiese subido a la cabeza. La mujer que me contrató para Master Chef me advirtió que tuviese cuidado porque a muchos la tele les vuelve gilipollas. Y añadió: “Pero si te ocurre, es que algo traías de tu casa”. Yo empecé a hacer tele con 45 años. Si hubiese empezado con 22 a lo mejor me vuelvo un imbécil, porque de pronto me mira todo el mundo. Reconozco que la vida de un futbolista que a esa edad ya es ídolo de masas tiene que ser muy difícil, y necesitarán a alguien detrás que les sujete en todos los sentidos. Pero con 45 tenía ya mucho hecho, y mis prioridades y mis valores eran otros.

- Siempre se destaca lo que la tele ha aportado a la gastronomía pero usted mismo ha dicho que Master Chef no es el programa de cocina que le gustaría hacer. ¿Se puede hacer autocrítica?

Mucha, pero Master Chef ha hecho más bien que mal. Aunque para llegar a esa conclusión has de haberte dado cuenta de que nosotros estamos haciendo un producto de televisión, no un producto de cocina. A pesar de los daños colaterales que hayamos podido causar, hemos aportado mucho. Y seguro que no sería el programa que yo hubiera hecho, pero estoy contento, dure lo que dure.

- ¿Qué programa hubiese hecho?

Me encantaría hacer un programa en el que se pudiera hablar de la cocina y de la gastronomía profundamente, pero eso no le interesa a nadie. Si consiguiera hacer en TV2 a las 10 y media de la noche un programa así, que acabarían viendo 2.200 personas, quizá dormiría muy tranquilo, pero el altavoz sería muy pequeño. Me encantaría hablar, y debatir, y contar, profundizando. Pero no le interesaría a nadie en la tele.

“Me encantaría hacer un programa en el que se pudiera hablar de la cocina y de la gastronomía profundamente, pero eso no le interesa a nadie”

- ¿Tienen algo en común los aspirantes a ese tipo de concursos de cocina?

Hay de todo. Hay mucho freaky que quiere verse en la tele, hay mucho equivocado que piensa que la cocina es algo idílico y quiere ser como Jordi Cruz, que es guapo y aún más si le ponemos el pelito bien colocado en la frente. Pero no saben el sufrimiento que llevamos detrás, en las cocinas. Nosotros no deberíamos ser el ejemplo de esos chicos, porque somos la guinda del pastel. Y aunque les explicamos la realidad, lo que cuesta ser cocinero profesional y la dedicación de una vida entera, ellos sólo ven la guinda.

- A usted le apasiona la parte didáctica de la cocina. ¿Martín Berasategui, de quien aprendió, ha sido su ejemplo?

Él me abrió las puertas de su casa y yo he intentado hacer lo mismo con los demás. Suelo tener problemas con la inspección de trabajo, porque cuando tengo un chaval tres meses y termina su periodo de prácticas y me pide quedarse junio y julio en mi casa, se lo permito. Es cierto que está en un limbo legal, y cuando viene el inspector, yo le digo que me tiene que multar, porque hay uno o dos chicos sin dar de alta. Son personas que yo no necesito, pero a las que tampoco puedo negar el conocimiento.

- ¿La cocina sólo se puede aprender en una cocina?

La cocina española ha crecido gracias a que no se ha negado nunca el conocimiento. Yo intenté resolver ese limbo y era imposible, pero me niego a decirle a ese chico que viene con toda la pasión del mundo que no puede estar aquí. Y asumo el pago de la multa: 3.257 euros. Me duele, pero lo pago, y obviamente al chico ni lo toques. Lo tengo que hacer así porque nadie me ha negado nunca nada en su casa; ni Ferran Adrià, ni Martin Berasategui, ni Jean Luc Figueras; nadie.

“Suelo tener problemas con la inspección de trabajo, porque cuando tengo un chaval tres meses y termina su periodo de prácticas y me pide quedarse junio y julio en mi casa, se lo permito”

- ¿Qué solución propone?

Me encantaría que hubiese algo que nos ayudase a todos, a los cocineros y al aprendiz que quiere venir a nuestra casa. Es la asignatura pendiente, porque entre las soluciones está hacer un contrato ficticio, en el que firmas y no cobras la nómica, pero eso no voy a hacerlo. Llevo ocho años así: cada vez que viene una inspección cruzo los dedos para que todos estén dentro de ese paraguas legal, pero cuando alguien me pregunta si puede pasar una semana en mi cocina, vuelvo a decirle que sí. Es posible que me esté equivocando, y jamás le digo al inspector que él está haciendo mal su trabajo, porque es al contrario, lo está haciendo bien. Pero donde mejor se aprende la cocina es en otra cocina.

- Su hermano, con el que ha trabajado toda la vida, se ha marchado de El Bohío. ¿Se idealiza el trabajo en familia y se tapa lo difícil que puede ser entenderse con los hermanos, sobre todo cuando son muy diferentes, como en su caso?

Totalmente. Qué maravilla los hermanos que se llevan bien, los que tienen consenso, los que hablan y van todos a una. No lo he vivido, o lo he vivido a ráfagas. Es terrible, pero es así, es la realidad. Nosotros somos totalmente diferentes, quizá por eso hemos estado 40 años juntos. Ahora por circunstancias, él se ha ido, y creo que ha hecho un bien al restaurante. Le deseo lo mejor del mundo, pero creo que ese parón ha venido estupendamente, porque íbamos como pollos sin cabeza. No es fácil.

- ¿Entienden el restaurante de otra manera, quienes han tomado el relevo de sus padres?

Los que venimos de ver a nuestros padres o a nuestros abuelos trabajar en la hostelería tenemos vivencias diferentes a las del chaval joven que ha dado sus pasos en los grandes restaurantes y de pronto se lanza a montar su propio negocio. Esa persona suele tener un pulso más altanero porque no sabe lo que es avanzar desde a bajo, por mucho que trabaje, cosa que no pongo en duda. Pero ese pulso que tenemos los que hemos limpiado la barra no lo tienen todos.

“Los que venimos de ver a nuestros padres o a nuestros abuelos trabajar en la hostelería tenemos vivencias diferentes a las del chaval joven que ha dado sus pasos en los grandes restaurantes y de pronto se lanza a montar su propio negocio”

- ¿Hay menos espíritu de sacrificio?

Ahora en la cocina todo está muy calculado y todo es muy dogmático. Los que venimos de pensar en el cliente, en algo más familiar, más humano, quizá más humilde, notamos cuando alguien no viene de familia hostelera. El que ha visto a su madre sufrir, fregar, pasar de una cocina de un metro a una de 27, como fue nuestro caso, vive la profesión de otra manera. Yo aún a veces por las mañanas me pellizco y pienso: “¡Qué suerte, he de disfrutarlo cada segundo!”. Porque yo soñaba con tener una cocina de las que veía en los grandes restaurantes y la he conseguido sólo hace 4 o 5 años. Y tengo 51 años, mientras que otros con 22 empiezan su carrera con una cocina Charvet.

-¿Qué aprendió de Jean-Luc Figueras?

¡Qué personaje más bueno y único! Creo que era un gran cocinero, pero no tenía esa regularidad emocional que hay que tener. Era muy buena gente y trabajaba más con el corazón y con el impulso que con el raciocinio que debes tener como gestor. Es algo que pasa mucho en la restauración. Lo recuerdo como un tipo que me dejó entrar en su casa.

-¿Dónde está el verdadero equilibrio entre la tradición y la modernidad en su cocina, usted que suele burlarse en la tele de la excesiva modernidad?

Ese equilibrio se ha difuminado, por mi manera de ser. Yo no hago nada extraordinario, reviso la cocina tradicional y la presento como debe ser, en una clave actual, con un discurso muy elemental y muy sencillo. A veces me pone muy nervioso cuando se tira el nitrógeno por una mesa, o cuando se cocina para niñas de 15 años que buscan más el atrezzo y lo escénico que lo fundamental. Son nuevas épocas y hay público para todo, pero yo para mi casa no lo quiero. Prefiero la austeridad, quiero un elemento de barro, de madera, me gusta la sencillez pero innovando. Cuánto más tecnología haya en mi cocina mejores cosas podré hacer, pero no tengo por qué exhibir esa tecnología ante el comensal, que ha venido a comer. Hay un poco de tontería en algunos sitios; no es que sea modernidad mal entendida, pero sí entendida de otra manera.

“A veces me pone muy nervioso cuando se tira el nitrógeno por una mesa, o cuando se cocina para niñas de 15 años que buscan más el atrezzo y lo escénico que lo fundamental”

- ¿Sueña con una segunda estrella?

Observo a Michelin de lejos, sí, pero sé que gracias a Dios hoy no lo necesito. Soy consciente de la importancia que tiene la guía y miro las dos estrellas al fondo y miraría la tercera si pudiera. Pero acepto que eso me quite un minuto de sueño, no tres.

- ¿Los ranking, como el que acaba de situar su restaurante como favorito de El Tenedor, son bienvenidos?

Los recibo con cariño, no voy a despreciarlos, pero no lucho por estar en los ránkings, quizá porque ya he llenado mucho mi ego de otra manera. Tengo ambición, pero podría estar 15 años como estoy ahora.

- ¿Tiene una clientela de fans de la tele?

Sí, y hago el paralelismo con lo que decía sobre el programa de tele: igual que Master Chef no sería el programa que yo haría, tal vez éste no sea el público más experto, pero es maravilloso. Hay mucha gente que viene y te dice que nunca habían estado en un restaurante así y yo bromeo y les pregunto si se refieren a un restaurante con mesas, sillas y camareros, y me dicen que no que se refieren a restaurantes con una estrella Michelin. Y les digo que no hay tanta diferencia con el de enfrente, salvo que éste es un poco más refinado, pero no mucho más. Le quito peso al discurso, si es que hay peso.

“Soy consciente de la importancia que tiene la guía y miro las dos estrellas al fondo y miraría la tercera si pudiera. Pero acepto que eso me quite un minuto de sueño, no tres”

- ¿Sobra pomposidad?

En los restaurantes la gente se tiene que sentir cómoda, tengan tres, dos o una estrella. Y a veces utilizamos un discurso demasiado tenso, que me da mucha pereza. Preguntarles a los clientes si lo han pasado bien, si les ha gustado, le quita trascendencia al asunto. Hay quien nunca ha comido un menú de diez platos seguidos, y no tiene cultura de eso. A veces perdemos el norte y nos creemos que todo el mundo habita en ese mundo de nuestro restaurante cuando nuestros clientes son el 0,5% del país. ¿Cómo no voy a cuidar a ese público inocente que viene a vernos? Hay que agradecérselo. No podemos perder ese pulso hostelero.

- Usted empezó trabajando como camarero.

Empecé de camarero, y tan feliz. Me metí en la cocina por obligación, que ni me interesaba ni me gustaba. Pero de la necesidad tienes que hacer virtud.